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Plural normalidad

Por primera vez en años existe en España una situación política más normal, si por normal se entiende plural, el adjetivo que mejor ha definido históricamente nuestra realidad y que raramente ha ido acompañando al sustantivo España. Una plural normalidad que obliga al diálogo permanente para llegar a acuerdos en el Parlamento español y se manifiesta también en la existencia de Gobiernos plurales en las tres nacionalidades históricas. Sobre el PSOE y su actual responsable máximo, Rodríguez Zapatero, recae la gran responsabilidad histórica de saber encauzar y avanzar propuestas de solución a un desencuentro histórico que en este tercer intento de acomodo de nuestra realidad plurinacional debiera experimentar avances significativos. Pero esa responsabilidad debe ser compartida por el resto de actores políticos implicados, apostando por un proceso de reformas, de cambios graduales y consensuados. Aunque la capacidad de iniciativa puede y debe corresponder al partido que ahora está en el Gobierno central y además es Gobierno en dos de las nacionalidades históricas, la responsabilidad es de todos.

Una oportunidad histórica que debe experimentar progresos a partir de una nueva generación de acuerdos políticos y que no debería malograrse reproduciendo errores del pasado o incurriendo en nuevos. Ello significa que por acuerdos políticos no debe entenderse un nuevo pacto exclusivo entre los dos grandes partidos con representación mayoritaria en el Parlamento español, porque probablemente parte de los desencuentros institucionales que sobre el modelo de Estado se han producido en los últimos veinticinco años, tienen su base en lo que para muchos constituyó un error político importante: marginar a la representación política de las naciones minoritarias de las grandes decisiones de Estado a la hora de elegir una de las posibles formas de desarrollar el modelo de Estado que la Constitución de 1978 prefiguraba. Significa también que no puede obviarse, refugiándose en mayorías parlamentarias de las Cortes Generales, la existencia de otras composiciones parlamentarias, de otros demoi, que remiten a otras legitimidades, integren o no Gobiernos. El Parlamento catalán refleja una sensibilidad mayoritaria nacionalista, al igual que el Parlamento vasco, y en el Parlamento de Galicia existe una minoría nacionalista, que ahora es Gobierno, nada despreciable. El error sería en este caso ignorarlas y no valorar adecuadamente esa legitimidad, entendiendo estas expresiones como un fenómeno de élites, del pasado o pasajero. Naturalmente, otras ideas, como la de diluir esas mayorías nacionalistas modificando la legislación electoral, no debieran pasar de la categoría de mera ocurrencia.

Por nueva generación de pactos políticos de Estado entiendo un acuerdo, necesariamente incluyente, que incorpore las expresiones políticas de los nacionalismos democráticos minoritarios y que aborde la discusión sobre el modelo de Estado con la vista puesta en el futuro más que en el pasado. Utilizando como metodología la búsqueda de consensos básicos, el pragmatismo, la lealtad y la voluntad de avanzar en la solución de nuestro antiguo -que no viejo- problema de la difícil coexistencia de diferentes naciones. Partiendo, al menos de similar grado de consenso político que el alcanzado en los momentos iniciales del proceso. No es tarea sencilla, pero no debiera ser imposible.

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La mayor dificultad que percibo es que los dos grandes partidos españoles aún no están ahí y los partidos nacionalistas ya no están ahí. El partido conservador, tras unos meses de incertidumbre, se ha situado de nuevo en la senda del discurso nacionalista español clásico en la que le situó su anterior líder, Aznar López. Con su discurso esencialista, de confusión interesada entre Estado y nación, de negación de cualquier posibilidad de reconocimiento del hecho plurinacional, existen pocas posibilidades de que puedan incorporarse a consensos de mínimos en torno a soluciones más satisfactorias para Cataluña, Euskadi y, en su caso, Galicia. Hasta que finalmente alcanzó un consenso con el PSOE para iniciar la tramitación de la reforma del Estatuto de Autonomía en la Comunidad Valenciana, ni siquiera consideraba la posibilidad de abordar lo que no son más que discretas reformas de Estatutos en la España templada. El Partido Socialista Obrero Español afronta esta nueva situación con sus dos almas de nuevo distantes. De una parte el alma jacobina, heredera del republicanismo cívico y del liberalismo, defensora del Estado-nación tradicional, que históricamente ha evidenciado una gran dificultad para entender la realidad plurinacional española. De otra, el alma girondina, que intenta explorar, sin agudizar tensiones o desencuentros internos, vías graduales de profundización de la autonomía política y de reconocimiento del hecho plurinacional a partir de propuestas más o menos federalizantes. El Partido Socialista de Cataluña, como organización autónoma federada con el PSOE, es el que más lejos pretende llegar, y ya ha comprobado hasta qué punto existe desconfianza, recelo, incomprensión, cuando no abierta oposición, en amplios sectores del socialismo español y de su electorado tradicional. En una zona intermedia tal vez hubiera que situar a algunos importantes responsables socialistas, partidarios de una sincera y amplia profundización de la autonomía política para todas las Comunidades Autónomas, siempre que ello no suponga reconocimiento alguno de las diferencias entre naciones y regiones. De nuevo Andalucía puede ser pieza esencial, como ya ocurriera con su incorporación al núcleo de nacionalidades históricas tras la celebración de su referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica. A ese grupo de nacionalidades históricas se unen ahora la Comunidad Valenciana, Navarra, Baleares o Aragón. Todas ellas con más argumentos históricos que la propia Andalucía. Dicho en otros términos: el partido conservador no quiere y en cuanto al partido socialista, en el caso de que su actual líder quisiera, no es seguro que pudiera. Antes tendría que evaluar todos los daños colaterales, que pueden ser muchos, tanto electorales como orgánicos.

De otra parte, para los nacionalismos catalán y vasco ya no son suficientes, si alguna vez lo fueron, las propuestas que parten del hecho de la diversidad, entendida ésta como el derecho al reconocimiento únicamente de las diferencias relacionadas con la lengua, la cultura o el derecho civil. Se amparan en la diferencia entre nacionalidades y regiones que la propia Constitución establece y en una Disposición Adicional constitucional que reconoce y ampara determinados Derechos Históricos, no necesariamente referidos en exclusiva al País Vasco y Navarra. Entienden que estas referencias fundamentales, que fueron introducidas en la Constitución precisamente para dar cabida al hecho plurinacional, se han desvirtuado por la vía de la equiparación progresiva entre naciones y regiones, merced a la voluntad política de los dos grandes partidos españoles. Entienden finalizado el periodo de "conllevancia" y reclaman la necesidad de profundizar en una mejora clara del autogobierno y un reconocimiento de la realidad plurinacional, pluricultural y plurilingüe del Estado. Un tratamiento de las diferencias que, de llevarse a cabo, supondría un reconocimiento de asimetrías en el plano político y podría ser percibido como sinónimo de "estatuto especial".

La cuestión está en saber cuánto oxígeno político existe entre los dos nacionalismos y si hay voluntad política para alcanzar consensos y mejorar una situación actual compleja, en la que todo parece más abierto e incierto que nunca. Esta nueva etapa aconseja superar definitivamente la tradicional visión centralista y uniformizadora que aún impregna muchas actitudes políticas, para profundizar en una visión más próxima a la realidad de un Estado que ha cambiado profundamente y en el que sigue vigente el reto histórico de abordar el hecho plurinacional. Entiendo que existe amplio margen político y constitucional para avanzar. La España entendida como mero Estado-nación descentralizado, debe ceder el paso a la España funcionalmente federal de las naciones y las regiones. Frente a la desfederalización que algunos reclaman debiera propiciarse un nuevo impulso refederalizador. La dimensión histórica del camino hasta ahora recorrido es incuestionable, pero el trabajo político pendiente es formidable. Un trabajo que estará sin duda plagado de dificultades, espero que no insuperables, para proseguir en la construcción de un Estado compuesto, en un escenario político que necesariamente ha de ser y estar abierto, inacabado. El año 1978 supuso el primero de los momentos de nuestra historia en el que de manera sincera se quiso dejar atrás el pasado de las Españas vencidas, que diría Ernest Lluch, para transitar por el nuevo camino de las Españas convencidas. Hay que seguir por esa vía hasta la próxima estación. Aunque el viaje nos ocupe otros veinticinco años.

Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia.

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