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Columna
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Brindis al sol

Josep Ramoneda

La política se libra en el terreno de la imagen. Y todo proyecto político se construye sobre algunas dosis de ficción. Pero en el caso español la ficción ha alcanzado al conjunto del sistema. Estamos en un debate estatutario y cualquiera diría que estamos en una cadena de procesos constituyentes. Es idea compartida por cuatro de los cinco principales partidos catalanes (la excepción es el PP) que Cataluña es una nación. Una idea razonable porque se dan muchas de las características que la teoría política establece para hablar de nación. Probablemente, la amplia mayoría parlamentaria que esta idea tiene no se corresponde con una mayoría social equivalente. Todos conocemos la teoría de la espiral del silencio, que explica cómo una idea va creciendo y va haciéndose hegemónica sobre la pérdida de voz de los que disienten de ella. Así se construyen las correcciones políticas. Y así se ha ido quedando al margen de ella el PP, a pesar de que el presidente Pujol no tuvo reparo en incluirlo en sus alianzas. La nación catalana no tiene Estado propio. Sin embargo, estamos suficientemente cerca de la segunda revolución laica para entender que nación, Estado, lengua y cultura son cosas distintas, no forzosamente condenadas a coincidir.

De la idea de que Cataluña es una nación los distintos partidos sacan conclusiones distintas. El PSC propone una articulación de España como nación de naciones, sobre la base de un proyecto que se empeña en llamar federal para no asustar pero que es confederal. Iniciativa per Catalunya se sitúa en un horizonte parecido. Esquerra Republicana parte del principio "una nación, un Estado" y sitúa al Estado catalán como objetivo final. CiU practica un cierto nacionalismo vergonzante, en atención a la diversidad y moderación de una parte de su electorado y al miedo a las grandes mudanzas propio de un partido conservador, expresando la eterna insatisfacción sobre cualquier forma de articulación de Cataluña en España, pero manteniendo la ambigüedad sobre la meta a alcanzar. Quizás, el cambio generacional ponga fin, algún día, a las medias verdades del pujolismo.

Sin embargo, estas diferencias no han impedido que el debate estatutario se desarrollara en un territorio de ficción: se está haciendo un Estatuto y se razona en términos de Constitución. El Estatuto es una ley española, no estrictamente catalana, que regula el lugar de Cataluña en el conjunto del Estado. Y que, por tanto, está sometido a normas de rango superior, en especial la Constitución. Esto, tan simple, parece como si no tuviera importancia, porque las ideologías nacionalistas mantienen siempre viva la deslegitimación de un derecho con pecado original. Llevar al Estatuto más allá de lo legalmente aceptable podría ser entendido como estrategia para abrir un nuevo proceso constituyente en toda España. Pero en la actual coyuntura es imposible que este proceso prospere: basta mirar la composición de las Cortes. A lo sumo, puede conducir al rechazo del Estatuto y la consiguiente confrontación. Una confrontación que servirá para alimentar los recelos y los resentimientos de siempre y garantizar que la distancia entre ficción y realidad siga creciendo. Algunos piensan que así se realiza la construcción nacional.

En éstas, el Estatuto valenciano llega al Congreso y es presentado como modelo a seguir. De momento, hay un dato interesante: la intransigencia del PP va por comunidades. El tribunal superior de justicia, la agencia tributaria o cierta alusión a los derechos históricos no son tabú donde gobierna el PP. Pero lo más ilustrativo es la cláusula Camps. El Estatuto quiere para Valencia lo mismo que el que consiga más. Muy legítimo: pero es un ejemplo de cláusula brindis al sol. Es decir, sin relevancia jurídica alguna. De Cataluña, vendrán muchas más. Para que todos juntos sigamos fieles al juego de la ficción.

Lo que no saben los ciudadanos es que en medio de tanta retórica los acuerdos finales dependerán de florentinas transacciones de trastienda: que Maragall se comprometa ante Mas a no convocar elecciones después de cerrar el acuerdo del Estatut o que el tripartito garantice que cambiará el sistema electoral, será más decisivo que el concierto o los derechos históricos. Gobernar es lo que importa.

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