Barcelona en Medellín
De vez en cuando, las ciudades sienten la necesidad de mirarse en el espejo para ganar confianza, para reafirmarse en su realidad y en sus proyectos, y para encarar el futuro con optimismo. Es lo que hace Medellín, una ciudad colombiana que, harta de su pasado violento -marcado por las muertes, los secuestros, el narcotráfico, los sicarios y los paramilitares-, ha emprendido en los últimos tiempos un camino de paz por el que apuestan sus gentes con firmeza. En apoyo de este proyecto se están celebrando las jornadas Barcelona en Medellín, en las que participan un centenar de barceloneses de los ámbitos más diversos, con Joan Manuel Serrat como figura indiscutible (agotó las entradas con 10 días de antelación) y con destacados exponentes, como Antoni Tàpies, José Sanchis Sinisterra, Quim Monzó y Francisco Casavella. En las Cotxeres de Sants de Barcelona, este próximo viernes, tendrá lugar por su parte el Festival Barcelombia, una muestra de la música, la artesanía y la literatura del país andino.
Barcelona en Medellín es el nombre de un ciclo que ha llevado a la ciudad colombiana el arte, el teatro y la literatura catalana
"Medellín es un lugar único", comentaba hace tan sólo unos días Sanchis Sinisterra. "Estuve seis meses en una de sus universidades en 1986 y las historias que me contaron dan para escribir tres Cien años de soledad. En Colombia la realidad supera de largo la ficción". El alcalde de la ciudad, Sergio Fajardo, lo dice con otras palabras: "En Colombia todo es frágil". Y es que él, un matemático metido a político para ayudar a su ciudad, sabe que no es fácil convencer al mundo de que una ciudad famosa por el narcotráfico y la violencia es ahora un destino turístico interesante.
Y sin embargo, es cierto que las cosas están cambiando y que algo se mueve en Medellín, una ciudad aislada entre montañas, situada en el fondo de un valle, que el narcotraficante Pablo Escobar quiso convertir en su feudo en los años ochenta. En aquella época, los barrios de Medellín se fueron escenario de constantes enfrentamientos entre la guerrilla y los paramilitares, con un resultado escalofriante de unas 7.000 muertes violentas anuales. Eran años de secuestros, de balaceras y de violencia desatada, de una dura realidad que aparece retratada en películas como La vendedora de rosas, de Víctor Gaviria, y Rosario Tijeras, de Emilio Maillé. Tras el fracaso de la guerrilla y tras un laborioso proceso de reinserción de los paramilitares, la cifra de muertes violentas ha descendido ahora a 700 por año, pero los dirigentes de Medellín confían en que disminuya más todavía. "Hemos pasado en unos años del miedo al susto", comentaba el alcalde, "y confiamos pasar pronto del susto a la tranquilidad".
La verdad es que, una vez superadas las lógicas reticencias, Medellín se muestra como una ciudad agradable, con un río que la cruza de norte a sur, una serie de barrios con abundante vegetación que en 1948 quiso estructurar el urbanista Josep Lluís Sert, un clima eternamente primaveral y un centro que está siendo rehabilitado a marchas forzadas. El escultor Fernando Botero, por cierto, que ejerce de gran figura de la ciudad, muestra en la plaza central nada menos que 23 de sus esculturas de formato gordo, y el cantante Juanes le proporciona una característica banda sonora.
Un paseo por el centro de Medellín ofrece un fuerte contraste entre tabernas de luz escasa con prostitutas decadentes y barrocas iglesias coloniales, entre una actividad comercial frenética y niños de la calle con ojos vidriosos que esnifan pegamento, entre travestidos que parecen entrados con calzador en sus mínimas minifaldas y los nuevos habitantes que se esfuerzan por recuperar el centro. En discotecas como El Eslabón Prendío (prendío significa borracho) suenan el ballenato y la cumbia, pero también los corridos mexicanos y los tangos, ya que en Medellín fue donde murió el gran Carlos Gardel. A la entrada, los cacheos para descubrir armas son exhaustivos, mientras que en la pista las jóvenes de buena familia lucen con orgullo sus voluminosos pechos recién operados.
"Se trata de ir conquistando la ciudad barrio a barrio", expone el alcalde. "Antes había zonas seguras y zonas intransitables; aspiramos que toda la ciudad sea una zona segura". Para recuperar el más inseguro de los barrios, el de Santo Domingo -un conjunto de chabolas situado en un flanco de la montaña-, los dirigentes de Medellín han recurrido a una atrevida iniciativa: dado que la fuerte pendiente no permitía que llegara hasta allí el metro, han instalado un telecabina. El nuevo transporte, que resulta desconcertante en un escenario tan alejado de las pistas de esquí, ha contribuido a pacificar y a vertebrar el barrio, como lo ha hecho el metro en el resto de la ciudad.
Medellín, de todos modos, sigue siendo una ciudad extraña en la que, como dice Sanchis Finisterra, la realidad supera a menudo a la ficción. En ella es posible, por ejemplo, encontrar a alguien que asegura sin asomo de duda que Pablo Escobar sigue vivo, cuando en realidad murió en 1993 en un tiroteo con la policía, o a quien recuerda que era "un hombre bueno con los pobres" y señala que aún ahora, más de 10 años después de muerto, sigue haciendo algunos milagros.
En medio de este ambiente único, no pasa desapercibida la abundante presencia de policía fuertemente armada y de barceloneses despistados. Propuestas como las del diseño más moderno, o las lecciones científicas de Jorge Wagensberg, aliadas a las pompas de jabón de Pep Bou, concentran a multitudes ansiosas por conectar con lo nuevo, a gente que te pide que, por favor, expliques al resto del mundo que Medellín ya no es la ciudad violenta que fue en el pasado. Todo es euforia ahora en Medellín, aunque a veces, como es sabido, los encuentros más voluntariosos pueden originar desencuentros, como el de la mujer que, confundida por la grafía de la exposición de Antoni Tàpies, preguntó con candidez: "¿Y qué tipo de arte hace esa Antoñita Pies?".
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