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LA COLUMNA
Columna
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Al revés

Josep Ramoneda

LA RAZÓN TIENE una lógica que la política no siempre puede atender, porque el poder es caprichoso y porque la explotación de los sentimientos políticos tiende a calentar los problemas, haciendo imposible que se den las condiciones óptimas para las soluciones racionales. En España se ha invertido el proceso lógico de reforma del sistema constitucional. Y ahora se está pagando: Zapatero, tanto tiempo en el fondo de la pista, anuncia que subirá a la red para afrontar un proceso que genera tensiones incluso en su propio partido.

La mejor prueba de vitalidad de un régimen político es su capacidad de adaptación sin fracturas a los cambios. Si el presidente Zapatero compartía la idea, que se soplaba desde la periferia, de que había llegado el momento de actualizar y mejorar el sistema institucional, la lógica dice que el camino a seguir era primero la reforma de la Constitución y después la renovación de los Estatutos para adecuarlos al nuevo marco legal.

El proceso se ha hecho al revés: las partes proponen y las reglas comunes se resienten porque no estaban preparadas para este envite. La tardía conversión de Aznar al patriotismo constitucional, que como ocurre a menudo con los conversos tomó hechuras de fundamentalismo, marcó la estrategia del PP y convirtió la reforma constitucional en una cuestión tabú. La demanda de reformas vino principalmente de la periferia, y en especial de las eternamente insatisfechas comunidades autónomas vasca y catalana, lo cual hizo que muchos sectores vieran en ella la carga de la sospecha. Entre tanta desconfianza era difícil encontrar un territorio común.

De este modo, nos encontramos ahora ante un proceso de reforma por agregación que fuerza las costuras de la Constitución. De modo tan evidente, que incluso el Consell Consultiu de la Generalitat catalana lo reconoce en sus dictámenes. Ciertamente era difícil encontrar el consenso necesario para una reforma previa de la Constitución en sentido confederal, como se pide desde Cataluña. Pero se habrían evitando las contorsiones que se están haciendo ahora con los textos para que entren en una Constitución en la que lo que de verdad quieren decir no cabe. Y lo que no se pudo hacer al principio, menos se podrá hacer al final. Ya sabemos que la reforma de la Constitución será de mínimos.

Los debates territoriales son siempre envenenados. Están en juego los repartos del poder y el odioso juego de la diferenciación entre nosotros y los otros. Ésta es la razón por la que un debate que, aparentemente, interesa poco a la ciudadanía adquiere tanta importancia para la clase política y lleva meses copando portadas. La gente quiere soluciones a problemas concretos y unas referencias que les hagan sentirse apoyados en tiempos de vértigo; los políticos quieren poder.

Decía Robert Musil que "la nación es una quimera en todas las versiones que se han ofrecido de ella". Y precisamente por ello toda nación lleva consigo un enorme despliegue de relatos y fantasías, que tienen siempre al otro en su punto de mira. El presidente Maragall ha llegado a decir que habría que corregir la trilogía de valores de la Revolución Francesa porque "la diversidad es un valor tan decisivo como la igualdad". Precisamente la igualdad de derechos y de dignidades es fundamental para el reconocimiento de la singularidad del otro, que es la base de toda diversidad.

Ahora el Estatuto catalán está en primer plano. Pero el nacionalismo vasco está al acecho, esperando ver qué sacan los catalanes para entrar después y ampliar la brecha. Desde los sectores más reacios a los cambios se recuerda el no al plan Ibarretxe. Tenía que provocar una enorme crisis: no pasó nada. Pero el plan Ibarretxe venía lastrado de origen por la división vasca y por la cuestión terrorista. El Estatuto catalán, si llega, lo hará con amplio apoyo. Pero el amor a la patria se ahoga siempre en el interés de partido. CiU va a poner las cosas tan difíciles como pueda porque piensa que si hay Estatuto los socialistas lo capitalizarán más que nadie. Lo mejor para CiU es hacer un Estatuto imposible que se estrelle en Madrid. Se equivocaría Maragall si entrara en este juego, porque la primera obligación de los gobernantes es no engañar a la gente: proponer lo realmente posible. Así lo hizo CiU mientras estuvo en el gobierno, hasta el punto de que ni siquiera osó plantear una reforma estatutaria. El conflicto es esencial a la democracia. Y como comprendió Freud, mejor que Marx, los conflictos no se superan, se buscan las formas de convivir con ellos.

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