Poder sin responsabilidad
En la década de los ochenta del siglo pasado Joaquín Leguina, a la sazón presidente de la Comunidad de Madrid, decidió imponer un recargo en el impuesto general sobre la renta de las personas físicas con la finalidad de obtener financiación adicional que le permitiera dar una mejor prestación a los ciudadanos en el ejercicio de las competencias que se habían asumido a través del Estatuto de Autonomía.
Contra la decisión comunitaria se interpuso un recurso de inconstitucionalidad, que acabaría siendo desestimado por el Tribunal Constitucional, al declarar que encajaba plenamente en la Constitución el recargo autonómico sobre un impuesto estatal. Pero mucho antes de que el Tribunal Constitucional dictara su sentencia, el Gobierno de la Comunidad de Madrid había decidido revocar su decisión y suprimir el recargo ante la protesta generalizada que dicha decisión había suscitado.
No es aceptable que los gobiernos autonómicos se limiten a pedir al Ejecutivo que les pague el déficit sin más
La resistencia al aumento de la presión fiscal se ha convertido en un elemento diferenciador en estos decenios
La resistencia al aumento de la presión fiscal se ha convertido en uno de los elementos diferenciadores de las democracias en estos últimos decenios. Desde que en 1978 se iniciara la revuelta fiscal en California que conduciría casi inmediatamente al triunfo de Ronald Reagan, la tendencia a congelar primero y reducir después la presión fiscal se ha ido imponiendo de manera imparable en prácticamente todos los países democráticos. Y también, en cierta medida, de manera irresponsable, como subrayaba el New York Times en su editorial de ayer sábado, en el que señalaba expresamente la responsabilidad de la política fiscal de la Administración Bush en la tragedia de Nueva Orleans.
En España esa resistencia ha tardado algo más en llegar como consecuencia de que nos incorporamos muy tardíamente al club de los países democráticos y partíamos, en consecuencia, de un nivel de presión fiscal ridículamente bajo en comparación con el de los demás países europeos. Pero desde que empezamos a aproximarnos a ellos también desde este punto de vista, la reacción ciudadana frente a la presión fiscal está siendo semejante.
En estos días lo estamos comprobando. A pesar de que sabemos desde hace mucho tiempo que hay un déficit sanitario importante, aunque no sepamos cuál es exactamente la cuantía del mismo, a pesar de que sabemos que ese déficit está aumentando año a año y amenaza con aumentar todavía más en los años que vienen, a pesar de que sabemos que tal déficit no es enjugable con medidas de ahorro, aunque sería muy conveniente que se adoptaran todas las medidas que fueran posibles en este sentido, a pesar de todo ello y de que existe un acuerdo generalizado en que la sanidad pública debe mantenerse con los niveles de calidad en la prestación del servicio que ahora mismo tiene, cuando se propone una fórmula para intentar hacer frente a ese déficit, como la que acaba de presentar esta misma semana el vicepresidente segundo y ministro de Economía, Pedro Solbes, la respuesta es un rechazo casi generalizado de lo que se propone.
Las reacciones que se han producido esta semana son sorprendentes y, además, difícilmente entendibles cuando se van a cumplir casi 25 años de la puesta en marcha del Estado Autonómico. Nuestro Estado ha descansado en la vinculación de la financiación de las comunidades autónomas con las competencias que habían asumido a través de sus estatutos de autonomía. Cada una de las competencias era valorada conjuntamente entre el Gobierno del Estado y el Gobierno de la comunidad autónoma y a continuación se producía la transferencia de los medios materiales y humanos necesarios para el ejercicio de la misma por su nuevo titular autonómico. Los problemas que puedan surgir en el ejercicio de una competencia transferida pasan a ser preocupación del Gobierno autonómico y no del Gobierno de la nación, ya que se supone que el Gobierno autonómico dispone de los recursos suficientes para la prestación del servicio a los ciudadanos que se deriva de la titularidad competencial.
Esto es así con todas las competencias transferidas. El vínculo competencia-financiación es central en la operatividad del Estado Autonómico en su conjunto. Si no se respeta ese vínculo, ni el Estado ni las comunidades autónomas pueden operar con normalidad. Este es el problema que plantea el debate que está teniendo lugar en el Parlamento de Cataluña sobre la financiación, ya que lo que se propone es desvincular la financiación de la distribución competencial.
Y, sin embargo, en materia de sanidad se está procediendo por todas las comunidades autónomas como si dicho vínculo no existiera y como si los problemas que derivan del ejercicio de la competencia sanitaria no tuvieran que ser abordados por los gobiernos autonómicos, sino que tuviera que hacer frente a los mismos el Gobierno de la nación.
Comprendo que la competencia sanitaria no es una competencia más, sino que es una competencia cuya prestación exije casi tantos recursos económicos como todas las demás competencias juntas. Se trata además de una competencia que se ve muy afectada por el envejecimiento de la población autóctona y por el crecimiento de la población inmigrante y es lógico, en consecuencia, que se pueda solictar una revisión de los criterios de financiación con base en los cuales la competencia fue asumida.
Pero lo que no se entiende es que no haya habido ni una sola propuesta por parte de los gobiernos autonómicos sobre cómo debería hacerse frente al déficit sanitario. No es aceptable que los gobierno autonómicos se limiten a pedir al Gobierno de la nación que les pague el déficit acumulado sin más, sin responsabilizarse en lo más mínimo en la generación de los recursos necesarios para hacer frente a dicho déficit. La oferta del Gobierno es algo ventajista, en la medida en que se reserva los impuestos sobre alcohol y tabaco y deja a las comunidades el de gasolina y electricidad y puede ser contraofertada, pero lo que no parece razonable es que los gobiernos autonómicos pretendan ejercer el poder sin la responsabilidad correspondiente.
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