¿Otra belleza?
El escritor italiano Alessandro Baricco ha realizado una proeza literaria. Ha convertido el largo y a veces farragoso texto de la vieja Ilíada, escrita en hexámetros griegos, en unas pocas páginas que se pueden leer de una tacada. Este diario ya dio cuenta de esta noticia: en una entrevista de Jacinto Antón publicada el 2 de julio, en la que Baricco nos contaba que "La Ilíada es un gran monumento a la guerra que encierra amor a la paz"; y en Babelia del 16 de julio, donde el extraordinario conocedor del mundo clásico que es Carlos García Gual nos garantiza que esta versión del poema épico, publicada aquí por Anagrama, guarda "la grandeza de la visión homérica de ese universo heroico: la matanza feroz y estridente, extrañamente cercana, en la paradójica belleza de esa guerra atlética, gloriosa y sangrienta".
Baricco ha eliminado a los dioses, cuyo papel es enorme hasta el exceso en el texto homérico, con el resultado de subrayar la humanidad de los guerreros. El escritor no oculta sus intenciones contemporáneas: "No son éstos unos años cualesquiera para leer La Ilíada", ha escrito en una apostilla final al texto. "Son años de guerra. Y por mucho que guerra siga pareciéndome un término erróneo para definir lo que está sucediendo en el mundo [un término socorrido, diría yo], lo cierto es que son años en que algo así como una orgullosa barbarie, relacionada con la experiencia de la guerra durante milenios, ha vuelto a convertirse en una experiencia cotidiana".
La voz del poeta muestra cosas que queremos olvidar, o que damos erróneamente por periclitadas. La humanísima inhumanidad de la actividad bélica, sin ir más lejos. La tenebrosa y deslumbrante belleza de la guerra, que fascina a la humanidad desde siempre. O el dolor de las mujeres, madres y esposas de los guerreros, un clamor por la paz ya en el texto helénico, como lo es ahora en la actitud de Cindy Sheehan frente a George W. Bush. Esa Ilíada merece una lectura estrictamente contemporánea, con el contraste de otros dos textos sobre la guerra publicados también estos mismos días. Los lectores de EL PAÍS han podido leer en agosto el fascinante Diccionario de la guerra, del periodista Jon Lee Anderson, probablemente uno de los mejores conocedores y testigo directo de los conflictos violentos de nuestro tiempo. Y también su larga crónica La caída de Bagdad (Anagrama), en la que narra en primera persona y de primera mano desde la capital iraquí los últimos días del régimen de Sadam Husein y la entrada de las tropas norteamericanas. De la mano de Anderson no vemos héroes ni nobles combates, no nos deslumbran tampoco la violencia y el dolor. Al contrario, su voz está cerca del aliento y del pulso de los seres humanos ordinarios, en los que sobresalen el miedo, las miserias y el horror, la mentira y la manipulación de las que son víctimas, y su menuda pero a fin de cuentas grandiosa humanidad.
Baricco pide, en su apostilla, una belleza tan deslumbrante como la de la guerra, pero distinta. "Construir otra belleza es tal vez el único camino hacia una auténtica paz. Demostrar que somos capaces de iluminar la penumbra de la existencia sin recurrir al fuego de la guerra". Añorando la belleza de las guerras de antaño, quiere una épica sin violencia en un mundo lleno de violencia sin épica. ¿Pero acaso no añoran todas las épocas la supuesta nobleza de una forma anterior de guerrear? Su quimera es una hibridación ejemplar entre un pacifismo de corazón con una lúcida percepción sobre la naturaleza humana. ¿O acaso no hay una nueva épica guerrera en la fascinación por la soberbia superioridad tecnológica de los ejércitos norteamericanos? ¿Y no hay asimismo una épica del sacrificio individual sin límites al dictado de la voluntad y el designio de un dios terrible, en este caso ya no como aureola de la imaginación ideológica, sino como el propio combustible de los comandos suicidas que nos atacan?
Por desgracia, no hay otra belleza. Si esto es una guerra, no es distinta. Es la guerra de siempre. Y lo es en sus resultados incluso aunque no admitamos que sea guerra, porque es sucia, apestosa, horrible e inhumana, y sólo sirve para esparcir el dolor y el llanto.
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