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Reportaje:[07] HOTELES PARA SOÑAR: SIWA (EGIPTO)

Desafío al desierto

Perdido en un océano de arena a ocho horas en todoterreno de El Cairo, surge uno de los albergues más recónditos del planeta. El Adrere Amellal desafía al desierto gracias a la benigna presencia del lago de Siwa. Entre sus palmeras, leyendas de faraones y la memoria de 'El paciente inglés'.

Algunas noches, cuando el sueño tarda en acudir, cierro los ojos y regreso a Siwa. No puedo olvidar mi primera visita, a principios de la década de los ochenta, cuando el viaje resultaba casi imposible porque el remoto oasis era considerado lugar altamente estratégico debido a su proximidad con Libia. Eran necesarias varias mañanas de papeleo en los pasillos de El Cairo para conseguir prolongar los tres días del permiso de rigor que concedía el Ministerio de Defensa.

Una mañana de otoño dejé Alejandría y en mi viejo Fiat tomé la carretera del Mediterráneo. Llegado a Marsa Matruh, con sus playas de arena blanca y su mar turquesa, me desvié hacia el sur. Enseguida quedaron atrás los pequeños poblados de los beduinos, con sus higueras y olivos enanos. Las niñas, vestidas de colores chillones, conducían sus rebaños de cabras entre matojos polvorientos. A los pocos kilómetros todo se hizo aún más seco. De tarde en tarde un conejo cruzaba raudo la carretera, mientras un halcón oteaba desde lo alto. Pronto alcancé un páramo calcinado bajo un sol implacable. El viento levantaba torbellinos de arena, que corrían por el desierto como peonzas gigantes hasta que topaban con algún impedimento y estallaban en el aire. Los beduinos decían que se trataba de ifrits o duendecillos.

En épocas lejanas, este desierto fue la morada del dios maligno Set, que despedazó a Osiris. Para los griegos era el feudo de la Medusa, cuyos cabellos eran serpientes y que transformaba a los mortales en piedra con su mirada. Para los uahatíes, los habitantes de los oasis, el desierto era lugar de mal agüero, habitado por temibles genios y ogros como la ghula, un monstruo que se metamorfoseaba en una mujer bellísima para atraer a los hombres y así devorarlos.

El oasis de Siwa era muy antiguo. Durante la época faraónica, y al igual que los otros oasis egipcios, fue muy importante por su riqueza agrícola, pero sobre todo por su valor estratégico, ya que era un bastión desde el que se defendía el valle del Nilo del hostigamiento continuo de las tribus del desierto. Y, por encima de todo, era conocido por ser la sede del Oráculo de Amón, que los griegos asociaban a Zeus y que fue consultado por los grandes del mundo heleno, de Pitágoras a Píndaro. El Oráculo alcanzó gran fama durante la invasión persa de Egipto. Herodoto relata que el rey Cambises II, tras conquistar Egipto en el año 525 antes de Cristo, se enfureció por un designio desfavorable del Oráculo, que vaticinaba el rápido fin del yugo extranjero, y reunió en Tebas a un ejército de más de 50.000 soldados, que debía atravesar el desierto líbico para alcanzar el templo del Oráculo insolente y no dejar piedra sobre piedra. Pero una tormenta del desierto levantó las dunas y sepultó a las tropas invasoras.

Dos siglos después, tras fundar la ciudad de Alejandría, Alejandro Magno emprendió el camino a Siwa para consultar al Oráculo. El viaje resultó difícil; se perdió en el desierto con su ejército y todo parecía indicar que iba a correr la suerte de los persas. Entonces, cuando el macedonio creía que había llegado su fin, Amón-Zeus envió dos cuervos que, con sus graznidos, lo guiaron a él y a sus hombres. Una vez en Siwa, fue recibido con todos los honores, y el sumo sacerdote se dirigió a Alejandro Magno con el título de Hijo de Amón-Zeus y el de Dueño de Todos los Países.

Durante las épocas romana y bizantina, Siwa y los otros oasis de Egipto gozaron de gran prosperidad, se cavaron pozos y se construyeron canales y acequias. Se cultivaba la vid, olivos, trigo y frutales. Eran considerados el granero de Roma. Luego el desierto avanzó, sepultando molinos y canales de riego. Con el islam, los oasis perdieron de golpe su importancia estratégica. Ya no eran bastiones para defender el valle del Nilo, sino pequeñas islas en el océano musulmán. Etapas para los mercaderes y sus caravanas. A finales del siglo XV, y debido a los ataques de tribus hostiles, los oasis se fortificaron. Durante el periodo otomano se volvieron prácticamente independientes, aunque pagaban un tributo. En 1820, las tropas de Mohamed Alí, el padre del Egipto moderno, tomaron Siwa para controlar las rutas de caravanas del desierto líbico. A lo largo del XIX, el oasis fue visitado por viajeros orientalistas como Von Minutoli, Bayle St. John, Caillaud James Hamilton, G. Rohlfs o Steindorff. Todos contribuyeron a forjar la imagen enigmática del "oasis de los amonitas" que ha perdurado hasta hoy.

Iba pensando en todo ello cuando, a mitad de camino, mi viejo Fiat se negó a continuar. Afortunadamente, no muy lejos se divisaba una construcción de adobe, donde un anciano y su nieto preparaban un té negro como la tinta y freían falafel en un chisporroteante aceite rojo. Muy de tarde en tarde pasaba un taxi colectivo o un grupo de militares. Cuando el sol comenzó a ocultarse, la escasa clientela se dispersó en el desierto, cada uno con un pequeño recipiente de agua con que hacer las abluciones prescritas. Una vez que el sol desapareció en el horizonte, el anciano entonó la llamada a la oración. Todos rezaron sobre una gran estera. Llegó la noche. La luz de un quinqué dibujaba un círculo al que se acercaba una pareja de tímidos fenecs, los pequeños zorros del desierto de orejas puntiagudas. El anciano les arrojó las sobras, y los animalillos, tras lanzarse sobre ellas, regresaron a la oscuridad. Bebimos el último té. Desplegué mi saco de dormir en el suelo y me tendí para contemplar el cielo más estrellado que hubiera visto hasta entonces. Escorpio, en el horizonte, se adivinaba perfectamente con sus estrellas que dibujaban las pinzas, el tórax y el aguijón.

¡Los oasis! Desde hacía dos años recorría aquel desierto. Me había cautivado la extrema sencillez y el inmenso valor que se daba a cosas que en nuestra sociedad pasábamos por alto. El cuenco de agua fresca y pura de determinado manantial, comparar y distinguir entre los frutos de un vergel y los del vecino, mojar una hogaza de pan recién hecho en aceite de oliva verde, preparar té en el suelo con las ramas de un arbusto, bañarse en una poza de agua cristalina… Los oasis me hechizaron. Aquellas islas en el desierto, que habían salvaguardado su cultura durante siglos, acababan de entrar en nuestra era. Quería capturar aquel mundo que se iba.

Por la mañana, tras un té cargado, unos militares arreglaron mi Fiat y continué a través de un desierto plano y monótono, hasta que comenzamos a descender, pues Siwa está ubicada en una depresión bajo el nivel del mar. Superadas unas colinas, el oasis surgió como un espejismo. De entre el inmenso palmeral se elevaban grandes formaciones rocosas de figuras geométricas casi perfectas: cilindros, cubos, pirámides… Un gran lago de sal despedía una luz cegadora. En ningún otro lugar como en Siwa he tenido la sensación de haber conseguido penetrar en uno de aquellos libros de la infancia, en los que un camino tortuoso conducía a un paraje mágico. Sobre la gran roca que dominaba la población de Siwa se elevaba la antigua ciudadela abandonada en 1926, cuando una inesperada lluvia torrencial disolvió en pocas horas el adobe de alto contenido en sal como si fuera caramelo. Aquella antigua ciudad fortificada parecía un termitero gigantesco lamido por el olvido.

Me palpé el bolsillo. Sí, conservaba la recomendación que mi amigo Am Anwar, del oasis de Bahariya, había escrito para Mahmud Mansur, de Siwa. Las cartas conseguían maravillas. Lograban que se abrieran las puertas de una población obsesionada por la genealogía y la pertenencia al clan, donde uno de los saludos era: "Inta min min? (¿Tú, de quién eres?)". Am Anwar, que era músico, había trabajado para Mahmud Mansur, ayudándole en la recogida del dátil y la aceituna. Recordaba aún la lengua siwi, de origen bereber, y me enseñó la treintena de palabras que todavía no había olvidado.

-Mahmud te ayudará -me dijo-. Él es mi hermano.

Mahmud Mansur me recibió con los brazos abiertos. En aquella época no existía ningún alojamiento en Siwa, aparte de un fonduq donde se alojaban los beduinos de Marsa Matruh cuando acudían para comprar en época de cosecha. No existía un lugar como el Adrere Amellal Desert Eco-Lodge, recostado a los pies de la erosionada Montaña Blanca y construido con vigas de palmera, roca de sal y arcilla, mediante una técnica local conocida como kershaf. Este sencillo refugio ecológico, que ocupa varias hectáreas de desierto a orillas del lago de Siwa, tiene su propia huerta de palmeras datileras y olivos, con una magnífica piscina alrededor de una fuente romana. En este lugar tan cuidado, para que la luz eléctrica no amortigüe el brillo de la luna y las estrellas, la iluminación proviene de velas artesanales y, en las frías noches de invierno, se encienden braseros de carbón para caldear el ambiente.

Mahmud Mansur me acogió en su casa, una sólida construcción de adobe de varios pisos, donde pasé unas semanas imposibles de olvidar. Por las mañanas le acompañaba en su carreta a los vergeles regados por pozos y acequias. Subíamos a las datileras y yo ayudaba a recolectar aceitunas. Desayunábamos pan recién hecho, queso blanco y olivas, y, cómo no, los renombrados dátiles de Siwa, tan dulces que parecían confitados. Sobre unas ramas humeaba siempre una gran tetera. Tras la faena se contaban historias de cuando los alemanes y los italianos estuvieron en el oasis durante la Segunda Guerra Mundial. Un vecino conservaba, al parecer, la bañera de campo de Rommel.

Mi anfitrión contó que en las cercanías de Siwa se hallaba el extraño oasis de Al Gara, habitado por negros descendientes de esclavos. La población de aquel lugar se mantenía siempre constante en 160 habitantes, ya que existía una maldición por la cual si se superaba esa cifra, alguien debía morir irremisiblemente. De modo que, cuando una mujer iba a dar a luz, el habitante más viejo o enfermo era trasladado a la ciudad de Siwa para evitar que falleciera en el preciso momento en que naciera la nueva criatura. Una noche, alrededor de un gran fuego, me aseguraron que al sur de Siwa existía un oasis llamado Zarzura, donde se erguía una ciudad amurallada, resplandeciente como el mármol y repleta de fabulosos tesoros, cuyos habitantes dormían el sueño del encantamiento; aunque hay quien dice que estaban convertidos en piedra. Zarzura sólo la encontraban quienes se perdían en el desierto y de allí jamás se regresaba cuerdo.

A pesar de su cercanía al Mediterráneo, el oasis de Siwa permaneció siempre muy aislado. Conservaba sus costumbres, algunas tan peculiares como las del singular matrimonio entre hombres descrito por el viajero alemán Steindorff. Los terratenientes se esposaban con sus jornaleros, los llamados zagala, que no recuperaban su libertad hasta los 40 años; sólo entonces se les permitía casarse con mujeres. Las dotes, mahr, que se pagaban por los chicos eran considerables, y los fastos, mayores que los de los matrimonios heterosexuales. A los zagala no les estaba permitido dormir en la ciudad y vivían en chamizos o en cuevas. Participaban en la defensa y en las frecuentes guerras civiles. Son hechos recogidos en el Manuscrito de Siwa, guardado celosamente por una de las familias principales. En 1928, el rey Fuad visitó el oasis y, escandalizado, prohibió terminantemente los matrimonios homosexuales, aunque se dice que continuaron celebrándose durante algunas décadas.

Los días transcurrían tranquilos. ¡Había tanto por ver! No quedaba mucho del templo del Oráculo, pero el lugar era soberbio, en un promontorio que dominaba el palmeral y las montañas de Dacruur en forma de pirámide. Otro lugar asombroso era la roca de Gebel Mauta, con pasadizos asfixiantes que conducían a tumbas egipcias repletas de frescos. Pocos placeres podían compararse al de zambullirse de noche en el agua fresca de las pozas de piedra construidas por los romanos, rodeadas de vergeles frondosos, sin mayor preocupación que contar las estrellas fugaces.

Llegó el último día y Mahmud me había reservado una sorpresa. Tras rendir buena cuenta de un glorioso méchoui de cordero, asado en un agujero cavado en la arena y recubierto de brasas, aparecieron los músicos. Acompañado de la simsimía, una especie de lira de cinco cuerdas como salida de un relieve faraónico, un cantante de voz recia entonaba una letanía rítmica e hipnótica. Otro de los intérpretes seguía el ritmo rascando una botella. Finalizado un largo preludio, entraron todos a la vez con palmas y el cantante elaboró una complicada estrofa poética, parecida a la música beduina de Marsa Matruh. De pronto se llevó la mano a la oreja y, subiendo unas octavas, comenzó a cantar a gritos, como en trance, sin desafinar ni un ápice. Nunca había escuchado algo semejante. Era como si el espíritu del oasis se expresara a través de aquellas prodigiosas cuerdas vocales. El lagbi, savia de palmera fermentada, iba de mano en mano. Al atardecer, Mahmud Mansur, que no bebía, consideró que había llegado el momento de irnos y de dejar a los zagala que continuaran su fiesta.

Nos detuvimos en la poza de Ain Suhna y me sumergí en sus aguas transparentes. Al poco apareció un zagala con su carreta tirada por un asno y me observó fijamente mientras nadaba.

-Fih haga? (¿Ocurre algo?) -pregunté un tanto importunado.

-Según -contestó.

-¿Según qué?

-Cada año el genio de esta poza se cobra la vida de un hombre como tributo.

-Y… ¿este año?

-¡No! Este año aún no -contestó desafiante como si esperara con ansia verme tragado de una vez por aquella poza milenaria.

-¡Pues no seré yo el primero!

Me apoyé en las paredes de piedra y salí de un impulso, como mi madre me trajo al mundo, ante la mofa de la chiquillería que acababa de llegar dispuesta también a refrescarse.

Al atardecer, el templo del Oráculo de Amón brillaba dorado sobre un peñasco. Abajo, entre los vergeles, los zagala, tocados con burdas túnicas, que imaginaba parecidas a las de los campesinos romanos, regresaban a toda la velocidad que les permitían sus carretas, compitiendo peligrosamente por los caminos de arena, levantando nubes de polvo y rodeando el lago de sal cristalizada que parecía un espejo de fuego.

¿Cómo olvidar el oasis de Amón?

Algunas noches, cuando el sueño tarda en acudir, cierro los ojos y regreso a Siwa.

El feudo del conde Almásy, por Jacinto Antón

¿Y si el desierto no fuera más que polvo de cielo destruido? Esa bella idea de Edmond Jabès se ajusta como la chaqueta y el gorro de piloto a la personalidad del conde Almásy, el aviador y explorador cuya personalidad reflejó hermosamente retorcida por el más arrebatado romanticismo El paciente inglés. La sombra de Almásy, el verdadero, nacido en 1895 en el castillo de ámbar de Bernstein, ex húsar y piloto de la fuerza aérea húngara, audaz pionero del automovilismo, políglota, homosexual, aventurero enamorado del desierto, miembro de los servicios de inteligencia alemanes, asesor de Rommel en África, protagonista de una de las más osadas incursiones de comandos de la II Guerra Mundial (la Operación Salam), quizá agente doble, se cierne como un halcón sobre Siwa, puerta del desierto, y las mágicas extensiones doradas que rodean el oasis, especialmente el Gran Mar de Arena, al sur, verdadero feudo del conde.

Si Alejandro Magno es el santo patrón de Siwa, Almásy, a lomos de su aeroplano Rupert, merecería ser su ángel tutelar. Como Alejandro, el húngaro fue guerrero, valiente y soñador -y gay-, y no cejó en su afán de inmensidades y maravillas (rastreó hasta su muerte la legendaria Zerzura, la ciudad y el oasis perdidos, el Shangri-La del desierto). El Hefestión de Almásy -que tuvo otros amantes, entre ellos seguramente Taher Pachá, sobrino del rey Fuad, y, de jovencito, el obispo Miklos, al que denominaba, para disimular, "mi tío"- se llamaba Hans Entholt (véase la reciente e indispensable biografía de John Bierman, The secret life of Laszlo Almásy, the real english patient) y era un joven actor alemán al que el explorador, que lo amaba, consiguió rescatar del frente ruso sólo para que -"el destino es más cruel que el desierto", decía el aventurero magiar- lo matara una mina en 1943 durante la retirada del Afrika Korps.

No hay noticia de que Almásy, como sí hizo Alejandro, consultara al viejo oráculo de Amón sobre la posibilidad de deificar a su amante -entre otras cosas porque Siwa, tras un corto periodo en manos del Eje (Rommel visitó el oasis el 21 de septiembre de 1942), volvía a ser la base de sus inveterados rivales, las patrullas del desierto británicas del Long Range Desert Group-. Durante años, Almásy recorrió los océanos de arena en torno a Siwa persiguiendo su gran obsesión, que no se llamaba Katharine, sino Cambises. Es cierto que, como Ralph Fiennes en el filme de Minghella, el conde explorador real llevaba siempre la Historia, de Herodoto, debajo del brazo, pero no porque le cautivara como al primero el trágico relato del trío compuesto por el rey Candaules, su mujer y el favorito Giges, sino por la información acerca de la desaparecida expedición enviada por el monarca persa Cambises contra el oasis de los ammonios (Siwa). El contingente entero, 50.000 hombres, según las fuentes antiguas, ahogado por un repentino qibli, una tormenta de arena, yace sepultado en algún punto del océano de dunas entre los oasis de Dajla y Siwa. Almásy hizo del ejército perdido uno de sus griales (el otro fue Zerzura, buscándola halló las célebres pinturas de nadadores de Wadi Soura y los uadis del Gilf Kebir), e incluso llegó a encontrar en sus exploraciones un ánfora griega y otros supuestos testimonios del desastre narrado por Herodoto. "Lo único que me interesa es buscar el ejército de Cambises, y Rommel me da la gasolina para hacerlo", dijo en una ocasión, y de hecho es el mismo pacto fáustico del protagonista de El paciente inglés, que se vende a los nazis para encontrar a su amante.

Si alguien podía hallar algo en el desierto, ése era Almásy, que una vez incluso encontró una mariposa en medio del Gran Mar de Arena. Pero el gran pecio de las dunas le eludió. Acaso porque es la naturaleza de los griales permanecer perdidos para siempre a fin de que podamos seguir buscándolos, y porque, como escribió el poeta Tom Lamont en ese himno de nuestros deseos, esperanzas y miedos que es Siwa door (La puerta de Siwa): "Pronto aprendemos que algunas cosas están escondidas para nosotros / o al menos agonizantemente pospuestas, / que algunas puertas nunca parecen abrirse, / que otras nunca parecen cerrarse / y que todas las puertas están / de alguna manera prohibidas".

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