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África: las muertes silenciosas

Apagadas las luces del G-8 con sus enfrentamientos, declaración de buenas intenciones, fotos de familia y toda la parafernalia que acompaña una cumbre que ha perdido interés y, sobre todo, capacidad de resolver los problemas que aquejan nuestra sociedad, la atención se ha desplazado necesariamente a otros temas más "urgentes", de mayor "actualidad".

Lejos quedan ya sus debates en torno, por ejemplo, a los informes de la Comisión para África y, otra vez, el Proyecto del Milenio de las Naciones Unidas (aprobado en septiembre de 2000), y casi olvidadas sus conclusiones (incrementar la ayuda a África en 25.000 millones de dólares de aquí a 2010), que deberán pasar ahora todo el filtro de renegociaciones y adaptaciones que reducirán su alcance y minimizarán su impacto, si es que llegan algún día a ser efectivas.

Mientras tanto, día tras día asistimos, con una permanente sensación de impotencia, a la avalancha de noticias que nos denuncian la tremenda situación que vive el continente africano. Los cinco millones que se enfrentan al hambre en Mauritania, Malí, Níger y Burkina Faso; las tragedias de Sudán; la extrema pobreza del área de Zambia, Malaui, Tanzania y Mozambique; los millones de muertes al año por sida, malaria y otras enfermedades, etcétera.

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Para no caer en el pesimismo, a todos los que en un momento o en otro pensamos que el problema es demasiado grande y nada podemos hacer, que África no tiene solución, puede resultar útil la lectura del libro The end of poverty (El fin de la pobreza), de Jeffrey Sachs (asesor especial de Kofi Annan).

Con todas las limitaciones que quieran señalarle sus críticos (desde la simplicidad de sus soluciones hasta la cuantificación de las necesidades), es, por encima de todo y así hay que entenderlo, una llamada a nuestras conciencias, a la necesidad de hacer algo para paliar una de las mayores infamias del presente, la muerte por extrema pobreza de ocho millones de personas al año debido a problemas que tienen solución, cuyo coste es inferior a 10.000 millones de dólares al año, el 0,04% del PIB de los países de la OCDE (frente, por ejemplo, a los 500.000 millones que EE UU destinará este año a la guerra de Irak o los 55.000 dólares de la política agrícola común en 2004).

El libro empieza con una experiencia realmente impactante: su visita a la pequeña villa de Nthandire, en Malaui, a una hora de la capital (Lilongwe), que bien merece una profunda reflexión y no puede extrañarnos que haya sido utilizada en multitud de artículos posteriores. Malaui es un país pequeño (una quinta parte de España), con 12 millones de habitantes, 900.000 (más del 7%) infectados por el sida, una esperanza de vida de 37 años, 500 dólares de renta per cápita y un 40% de analfabetos.

En dicha visita, el autor notó la ausencia de gente joven (entre 20 y 40 años). Sólo salieron a recibirle niños y viejos. Al preguntar las causas, la respuesta fue dramática. En la aldea sólo quedaban cinco personas en ese tramo de edad; el resto había muerto de sida. Los ancianos tenían que hacerse cargo de los nietos dejados por sus hijos e hijas, y tratar de sacar adelante, con sus escasos recursos y fuerzas, 8, 10, 12 y hasta 15 niños. Las labores mínimas de cuidado de los campos no podían ser atendidas, la ausencia de recursos impedía el abono de los mismos con su consiguiente agotamiento, las plagas asolaban los cultivos; en este contexto, la productividad era un tercio de lo normal, la dependencia de la climatología, total, el filo entre la vida y la muerte dependía de las lluvias de cada año.

Las chozas habían perdido parte de su techumbre y no podían pagar unas mínimas coberturas que permitieran a las familias guarecerse de las inclemencias del tiempo y de los mosquitos transmisores de la malaria. Tampoco disponían de unas redecillas (un dólar de coste) con las que defenderse de sus picaduras. En el caso de ser infectados, el hospital más próximo se encontraba a 10 kilómetros que las abuelas deben hacer andando (la ausencia de medios de transporte es total) con sus niños consumidos por la fiebre a las espaldas, para no siempre tener la fortuna de encontrar quinina ese día y sabiendo que, si al día siguiente tampoco tenían suerte, la niña o niño entraría en coma y moriría irremediablemente. Obviamente, no había agua potable, ni unas mínimas condiciones de higiene, ni ayuda internacional, ni esperanza de mejorar en un futuro inmediato.

A la extrema pobreza y a la malaria hay que añadir los otros dos jinetes del Apocalipsis, el sida y los desastres climatológicos, que conforman la "tormenta perfecta" en palabras del autor. El sida afecta a casi 900.000 personas, la inmensa mayoría condenadas a muerte porque no disponen de los recursos para pagarse el tratamiento con genéricos cuyo coste se eleva a ¡un dólar al día! (la diferencia entre la vida y la muerte en Malaui).

El Gobierno, asesorado por prestigiosos centros norteamericanos y europeos, presentó un "ambicioso" plan para salvar un tercio del total de afectados en los próximos cinco años. Los gobiernos de los países donantes dijeron que era demasiado "ambicioso". Se redujo el plan para atender sólo a 100.000. Todavía era muy caro y los donantes recortaron otro 60%. El "ambicioso" plan, que ya sólo planteaba salvar a 40.000 (y dejaba morir, por falta de recursos, a 860.000 personas), pasó a debate en el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria, y fue recortado en otro 40% hasta dejarlo en 25.000 en cinco años. Sin comentarios.

Podemos contraponer multitud de argumentos: la corrupción generalizada de los gobiernos y de la sociedad africana (no mayor que en otras áreas del planeta), su mal gobierno, sus guerras tribales, su incapacidad técnica para absorber nuestra ayuda, los negativos impactos en su industria, y otros muchos, pero al final, aun siendo ciertos, no dejan de ser parciales, y sólo sirven para tratar de acallar nuestras inquietudes, racionalizar nuestra inacción y adormecer nuestras conciencias. Al final, las cifras son las que son y no admiten réplica.

Todos los años, sólo en el África subsahariana mueren 1,2 millones de personas de malaria; 3,1 millones, de sida, y más de 3 millones, de hambre. Casi ocho millones al año, por causas que tienen solución y cuyo coste es inferior a 10.000 millones de dólares. Mueren sin hacer ruido, sin bombas, en sus casas u hospitales, por su extrema pobreza, sin que nadie les preste demasiada atención (en 2002, el mundo desarrollado dedicó 30 dólares de ayuda a cada subsahariano). Son gente sin nombre y sin historia, los desheredados del planeta, condenados a muerte porque el destino ha querido que nacieran en países con menos de un dólar al día de renta per cápita, y el mundo desarrollado está muy ocupado con sus preocupaciones diarias y prefiere mirar a otro lado, hacia quienes pueden crearles problemas a la hora de mantener su envidiada riqueza.

Aurelio Martínez Estévez es profesor de la Universidad de Valencia.

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