Un castillo en el más allá
Brumas, acantilados y un paisaje único. En la isla escocesa de Harris, de la que tomó su nombre el 'tweed', se alza un castillo de cuento. Rodeada de mar, la fortaleza de Amhuinnsuidhe atrapa al viajero con su belleza.
Cuando A. y B. decidieron, "sí o sí", que también ellos se marchaban en viaje de novios, no lo dudaron: pasarían 15 días en un castillo escocés. Lectores compulsivos de literatura romántica, comparten con sir Walter Scott el amor por las brumas, las nubes bajas, la lluvia omnipresente y los fantasmas; una afición que convive sin problemas con su entusiasmo por Internet. Aunque no dominan el inglés ni, por supuesto, el gaélico, han leído las traducciones de su autor preferido y llevan en su equipaje los Cantos juglarescos de la frontera escocesa ¿Por qué, entonces, deberían suponer que el camino que emprenden hacia el castillo de Amhuinnsuidhe, allá en la remota comarca de Harris, situada al sur de la todavía más remota isla de Lewis, en las Outer Hebrides, al noroeste de Escocia, será la aventura de su vida? ¿Cómo sospechar que la información en español que les proporcionará su bien amada Internet es un puro disparate?
Es un mundo hermoso, idílico, un paraíso de colinas y acantilados
Lo es, y no tardarán en darse cuenta. "El castillo de Amhuinnsuidhe se sienta en una localización de atontamiento y romántica con opiniones a Harris del sur y la isla de Taransasay más allá", leen. Esto no tiene ni pies ni cabeza, piensa la pareja al unísono. Pero viajan en autocaravana, y digan lo que digan en la agencia donde la alquilaron, estos vehículos son lentos. Por eso, aunque llevan conduciendo desde el amanecer, sólo han conseguido llegar hasta la primera área de servicio al otro lado de los Pirineos, donde acaban de aparcar. Y como los más de 600 kilómetros que llevan a la espalda pesan demasiado, se quedan dormidos sin entrar en más averiguaciones.
El nuevo día los recibe con un café y un cruasán reconfortante. Francia es hermosa, de modo que la pareja decide olvidarse del futuro lejano para disfrutar del presente, o, lo que en este caso es lo mismo, de la autopista bordeada de campos floridos y pueblos impecables que invitan a parar. Pero ellos resisten la tentación y siguen sin pausas, cansados pero felices. El hecho de chapurrear el francés también ayuda, y aunque es cierto que a lo largo del día no tienen muchas ocasiones de lucir sus conocimientos, siempre eleva la autoestima entender las indicaciones del tráfico y poder despedirse correctamente del empleado de la gasolinera.
Así, con tan buen ánimo, llegan a París cuando ya sus calles están vacías y en silencio, y con la furgoneta aparcada cerca del Sena y la silueta de la Torre Eiffel contra el cielo negro, los viajeros vuelven a Internet con esperanzas renovadas: "El castillo de Amhuinnsuidhe es en gaélico para 'sentarse por el río' y, de hecho, uno de los ríos de la pesca entra en el mar y tiene sus propios jardines de la ladera y es rodeado por 55.000 acres gloriosos de tierra señalada bajo de la planta y del pájaro, y un paraíso de colinas y de acantilados escarpados del mar, de playas de la arena y de los mares y cañadas alejadas y de los lochs". Se entiende. No es fácil, pero algo se entiende. No es que piensen pescar la trucha ni sentarse por el río, pero eso del paraíso de colinas y acres gloriosos apetece. Y las fotos, qué maravilla. Qué aguas, qué césped, qué cielos de nubes. Y qué castillo, eso sobre todo. Eso es un castillo y no los nuestros. Los nuestros son una birria, concluyen, indiferentes al hecho de que jamás han sentido la tentación de conocerlos.
"En París nos quedamos todo el día con su noche", confesarán después con cierto remordimiento. Podrían haber sido más estrictos con sus planes de viaje, pero es fácil disculparlos. París es mucho París, sobre todo para quienes, como ellos, lo pisan por primera vez. Bastante mérito tienen no dejándose atrapar por su seducción y volviendo a la carretera a las nueve de la mañana del día siguiente. A las once llegan a Calais y embarcan en el ferry que cruza el paso del mismo nombre; a la una de la tarde pisan el Reino Unido, atrasan una hora los relojes y se lanzan a la autopista después de echar a suertes quién empieza a conducir por la izquierda. Le toca a B., y aunque no lo hace mal del todo, va más despacio de lo que sería conveniente. Pasada la medianoche aparcan en cualquier parte y duermen hasta las seis de la mañana. Llueve (¿a mares?, ¿a cántaros?, ¿cómo lo dirán los escoceses?, se preguntan). En fin, lo importante es que (agotados, eso sí) ya están en Escocia y a las puertas de su primer objetivo: Glasgow.
Habían decidido anotar sus impresiones del viaje con la buena intención de hacer un álbum de recuerdos, pero a Glasgow lo han despachado con un par de adjetivos amables. Los días pasan y la meta está todavía muy lejana, un dato que sospechaban y que ahora corroboran gracias al folleto en italiano que les han dado en la oficina de turismo. Ellos no hablan italiano (por cierto: ¿por qué no hay folletos en español en casi ninguna parte?), pero, a pesar de todo, consiguen enterarse de que las soñadas Outer Hebrides (o Hébridas Exteriores, como traducen sin mucho convencimiento), adonde se dirigen, están a 70 kilómetros de la costa escocesa. También se han enterado de que, de las 500 islas que forman el archipiélago, sólo 50 están habitadas y lejísimos de Glasgow. Sin embargo, el lago Lomon, que está ahí mismo, al alcance de la mano, vale la pena. Y al cabo de un rato están paseando por sus orillas suaves con los ojos clavados en el castillo pequeño y coqueto que se mira en las aguas y que ellos no piensan visitar. Se reservan para el que la guía recomienda, el castillo de Inveray, la mansión de los Campbell, unos duques muy pragmáticos que a cambio de algunas rebajas en los impuestos permiten que durante un par de horas los turistas anden curioseando por sus habitaciones.
Suenan las gaitas aquí y allá, y a estas alturas del viaje, A. y B. se sienten ya tan integrados en Escocia que no dudan en comprarse sendas falditas, las famosas kilt, con los cuadros y los colores que te acreditan como perteneciente a tal o cual clan; un atuendo que no pueden lucir en la cercana Oban, junto a un fiordo muy bello, porque hace un frío que hiela las pantorrillas. Quizá por eso, al día siguiente, y con una temperatura de 15 grados, toman el sol en bañador en una playa solitaria de Dunstaffanage mientras admiran desde lejos otro castillo. Después, aparcados en un bosque cerca de Invergarri, A., con ayuda de B., busca la palabra que resuma ese estado de divina embriaguez en que ambos están sumidos, y que no puede ser debido únicamente al whisky de la región. "Éste es un mundo hermoso, ondulado, suave, tierno, idílico, fantástico, magnífico, increíble, onírico ". Es cierto. El viaje, a pesar de que la meta parece cada vez más inalcanzable, está mereciendo la pena. "Mañana", se dicen, "nos embarcamos hacia la isla de Skye. Y luego, sin perder más tiempo, a la isla de Lewis y a nuestro castillo".
Ese al que llaman "nuestro castillo" es, por supuesto, el de Amhuinnsuidhe, y, también por supuesto, no es de su propiedad, sino de Aquí nuestros amigos, a pesar de que ya están un tanto escarmentados, regresan a Internet, que por esta vez se muestra medianamente comprensible: "Diseñado en el estilo baronial escocés por el arquitecto David Bryce y construido por el Earl de Dunmore en 1868, fue poseído recientemente por la familia de Bulmers de la fama de la sidra, hasta que su compra de land del norte Scarr-Pasilll como parte de un empalme hizo una oferta con los isleños. Cuando era poseído por el Bulmers, el castillo de Amhuinnsuidhe (avin-suey pronunciado) significa en gaélico 'sentarse en el río', el castillo estaba disponible para el hire de los grupos para tirar y pescar a días de fiesta. El chef es Rosemary Shrager, famosa con la serie de la TV por los cursos llevados a cabo de la cocina aquí. Bajo nueva propiedad en fecha de 2003, ahora ofrece a la comodidad y a tablero para los grupos de hasta 18 por una semana".
Entusiasmados, los turistas se lanzan a navegar de web en web. Los textos que hablan de las maravillas que se van a encontrar siguen siendo demenciales; pero a todo se acostumbra uno, y ellos terminan desechando con naturalidad lo incomprensible hasta conseguir una información casi coherente. Así es como se enteran de que el castillo está "adornado" -"querrán decir 'decorado", se dicen- a un altísimo nivel: contiene encantadores muebles y pinturas, posee todas las instalaciones modernas, ofrece un paraíso de playas blancas de arena y de montañas y cañadas, cuatro dormitorios "gemelos" -"querrán decir 'dobles"-, tres "solos" dormitorios -"querrán decir 'individuales"-, todos con cuarto de baño en la habitación. La mayoría de los dormitorios tiene "opiniones" espectaculares al mar -"querrán decir 'vistas"-. Hay además teléfono, fax, conexión rápida de Internet e instalaciones de videoconferencia. Y en 1920, el autor de La cacerola de Peter, James Barrie, escribió uno de sus juegos mientras permanecía en el castillo (esto no consiguen entenderlo). En cuanto a los precios, veamos: 1.295 euros por la semana para la comodidad y el "tablero" -"querrán decir 'y la mesa"-, y pesca semanal, 600 euros.
En cristiano: 430.000 pesetas la pareja si no pescan, y 630.000 pesetas si les da el capricho de pescar. ¿Es caro? ¿Es normal? Barato no es, eso seguro, pero ¿por qué tendría que ser barato el capricho y el lujo? Y que este castillo es un hotel de lujo ¿quién lo pone en duda? "Un lujazo, la verdad. Pero un lujazo que merece la pena cuando se trata de celebrar nuestra luna de miel", se confortan uno al otro los recién casados. Y antes de irse a la cama vuelven a brindar.
¿Cuánto tiempo llevan ya rodando por el mundo? La pareja echa cuentas y se alarma. "Seis días hasta ayer", comprueban sorprendidos durante el desayuno los que sólo disponen de medio mes de vacaciones y habían decidido pasar una semanita viviendo como los millonarios que no son. "Cuatro días de ida, siete de relajo en el castillo y otros cuatro para volver a casa", se dijeron antes de salir. Pero el caso es que el tiempo vuela, ellos se han dejado atrapar por Escocia y hasta el momento sólo conocen el castillo en fotografía. Bonito sí que es. Más que un castillo parece un palacio, una mansión señorial y elegantísima más adecuada para bailes de salón que para torneos medievales. En resumen: este castillo es un hotel de lujo provisto de salones regios y de todas las instalaciones modernas para congresos, fiestas, reuniones de trabajo y convenciones de ejecutivos. Con teléfonos y fax, conexión rápida a Internet, sistemas de videoconferencia, espacios para el dibujo, biblioteca , y para los paseos románticos de quienes, como ellos, están dispuestos a llegar al fin del mundo con tal de tener un viaje de novios de los que no se olvidan así como así.
Lo que no están dispuestos a reconocer es que probablemente no han errado la meta, pero sí el camino. Quizá el avión hubiera sido mejor opción, y ahora, cuando se enteran de que hubieran podido volar desde Londres, Glasgow o Inverness (si su www.castlekook.com no les engaña), tienen un momento de desaliento. Pero es sólo un momento, "porque, sí, de acuerdo, ya podríamos llevar varios días en Amhuinnsuidhe, pero ¿es que el viaje en sí mismo no está siendo una gozada?". Y como la respuesta a ese interrogante sólo puede ser un sí, los aventureros se reaniman y emprenden el camino hacia la isla de Skye: última etapa antes de alcanzar su objetivo.
"Amanece lloviendo a cántaros", escribe A. en su diario. "Recorremos la región, que es impresionante, y a la una de la tarde nos montamos en el ferry y en cinco minutos estamos en Skye, la otra isla importante de las Hébridas. Hace un frío terrible y llueve de verdad. Damos unas vueltas con la caravana. Cuando escampa un poco paseamos por el pueblecito de Broadfor. Hay tiendas con ropas de lana tradicionales y carísimas. (Cuando hablamos de pueblos nos referimos a media docena de casas bajas; una de ellas con oficina de Correos, otra con servicios higiénicos municipales, un parking reglamentado. Todo perfectamente limpio, bien instalado y señalizado). No compramos nada. Hay muchas gaviotas. Sale el sol y comemos al aire libre. Nos damos un gran paseo y llegamos hasta la esquina más alta de la isla. Otra vez lluvia y ventisca. Lagos, inmensos campos verdes y ondulados, acantilados fabulosos, carreteritas estrechas con ensanchamientos periódicos para ceder el paso al que se cruza contigo. Ovejas por todas partes. En Dunvengan hay un castillo del siglo XII que nunca ha estado deshabitado: ahora tampoco. Puede visitarse, pero se nos ha hecho tarde".
De vuelta a casa, A. y B. contarán a los amigos que a partir de ese momento decidieron ponerse las pilas, y que esa misma noche tomaron otro ferry que les llevó, por fin, hasta la isla de Harris. Llegados a este punto, entrar triunfalmente por las puertas de su castillo fue cuestión de un par de horas y algunas idas y vueltas hasta encontrar el camino. De lo que disfrutaron en aquel alojamiento privilegiado apenas hablan, pero tuvo que ser mucho. Tanto como para perder la conciencia del paso del tiempo y volver al trabajo con varios días de retraso. ¿Una locura? Es probable, pero no se arrepienten en absoluto.
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