Para Javier Marías
Querido Javier:
Supongo que a estas alturas ya habrás recibido muchas cartas confirmándote que los malditos carteles sobreimpresos por la censura española sobre el busto húmedo de Sofia Loren en Madame Sans-Gêne prevalecen en la versión en DVD que ahora nos venden a precio sumamente actual. Lo mismo digo, por la parte que me toca: me la compré no por buena, sino en homenaje a los viejos tiempos: cuando nuestro erotismo se consolaba con los bellos y bellas que generosamente nos llegaban desde la siempre consoladora Italia.
Pero no te escribo a cuenta del bodrio (coproducción española había de ser) filmado por Christian-Jacque. No, es que tu artículo del 10 de julio, El escote escamoteado (en realidad, el pezón: pezón, pezón, pezón, cómo odiaban los pezones aquellos censores con quién sabe qué clase de porquerías en sus cabezas), de repente salpicado de nombres que tanto me acompañaron en mi pubertad (y un poco antes, y un poco después), me hizo sentir un vacío pavoroso. Desde que murió Terenci, nadie me entiende cuando hablo del cine italiano de segunda fila, excepto en contadas y gozosas ocasiones. Hace poco, en el transcurso de una charla pública que di, me encontré explicando el argumento de Il Dentone (episodio de Los complejos al que te referiste, y que yo adoro) a una audiencia que se lo pasó muy bien, pero que no tenía ni idea de a qué me refería aunque he de reconocer que algunos, en la sala, sí habían visto Rocco y sus hermanos.
Sin embargo, ¿con quién hablar de, y sobre todo con quién compartir, la reverencia por tus amadas Elsa Martinelli y Antonella Lualdi? Comprenderás que mi admiración por semejantes damas era distinta a la tuya: sencillamente, su belleza me dejaba seca. ¿Sabías que Antonella, mitad italiana, mitad griega, nació en Beirut? Una ciudad a todas luces sorprendente: también nació allí Delphine Seyrig, tú sabes quién es.
Creo que tanto Elsa como Antonella siguen vivas, y espero que bellísimas, dada su estructura ósea, aunque condenadas a trabajar para infectas producciones televisivas. Pero ¿a quién comentarle, sino a ti (y supongo que a unos cuantos seguidores), lo mucho que quise ser Martinelli en Donatella, con aquella cintura de avispa, aquel traje de alta costura, y aquel galanzote llamado Gabriele Ferzetti, con el que se marcaba un baile en la calle en torno a una fontana? ¿O el impacto de la serena hermosura que Antonella Lualdi produjo en los cines de mi barrio de niña, cuando la vimos, por primera vez, en Perdóname, un dramón de muchísimo cuidado? Comprenderás, sin embargo, que mis inclinaciones me condujeran a albergar sueños húmedos en torno a los muchachos italianos rabiosamente varoniles y, al mismo tiempo, siniestramente enmadrados, que daban la réplica a éstas y otras, más opulentas, italianitas del momento. Hablo de Roberto Rissi (cosita más tierna) y Antonio Cifariello (éste, el mejor) básicamente, aunque también de Gabriele Tinti y de Raffaele Mattioli, y hasta (mmmmm) de Raf Vallone y el mencionado Ferzeti.
Parece que no sólo las personas con quienes charlar sobre aquellos recuerdos han disminuido, sino que incluso se desvanecen las imágenes que sin duda existieron: las parejas que iban en vespa a las playas de Ostia; Piazza Navona sin coches; telefonistas en traje de chaqueta, meneando el trasero con una ristra de desocupados en celo siguiéndolas, y aquella alegría de vivir, aquella insolencia de maneras que coincidía con nuestra pacata, asfixiada iniciación (yo antes que tú, por cierto).
¿Tendremos que resignarnos a que sólo existan en DVD los filmes (y no todos) de los grandes (completamente de acuerdo: sobrevalorado, Fellini)? ¿Habremos de perderles el rastro a nuestros ídolos de antaño? ¿Hay entre los presentes alguien que conozca a alguien del cine italiano menor de los cincuenta y primeros sesenta? Antes de que, además de la distribución de viejas películas, se nos fastidie la memoria, hagamos algo. Podríamos montar un club, crear un lobby, cantar tarantelas hasta el amanecer para ejercer presión
Qué desahogo, Javier.
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