El Hijo del Trueno
Nuno reconoció la mochila de Andrea zigzagueando por entre la multitud tras los cristales de la biblioteca universitaria de Fonseca y echó a correr tras ella. Le faltaban temas para el examen de artes figurativas del Románico y probablemente ella le dejase fotocopiarlos. Nacía el mes de julio dejando en el aire un bochorno asfixiante, así que tal vez la chica aceptase también tomarse una cerveza. Nuno pensaba todo esto al tiempo que sus piernas esquivaban turistas por el Franco sin perder de vista a Andrea. Entonces, la mochila torció hacia Platerías y Nuno apuró el paso. Sin embargo, no lograba alcanzarla. Se fijó entonces en el gentío y creyó ver el rostro lúcido de Gelmírez que señalaba las torres de la catedral con su báculo. A su lado escuchó una animada charla entre el obispo Teodomiro, doña Urraca y el conde de Médici, quien loaba la falta de agua tras la omnipresente lluvia. El chico sacudió la cabeza espantado. Sin duda los exámenes le estaban pasando factura. Mientras, Andrea se refrescaba en la fuente de Platerías con la complacencia de los caballos de pies anfibios, para luego subir rápidamente los peldaños de granito. Y entró en la catedral.
La catedral de Santiago de Compostela comenzó su construcción en el año 1075 y se realizó en tres etapas. Durante el reinado de Alfonso VI y el mandato del obispo Diego Peláez, los arquitectos Bernardo el Viejo y Roberto trabajaron 10 años erigiendo la cabecera. Disputas entre Iglesia y Estado paralizaron las obras desde 1088. La construcción se reanudó en 1100 tras la elección de un nuevo obispo: Diego Gelmírez, quien contrató al maestro Esteban. Durante esta segunda etapa, que duró 22 años, se construyeron casi todas las naves. La última etapa constructiva comenzó en 1168, cuando el maestro Mateo se hizo cargo de las obras y culminó el Pórtico de la Gloria y la cripta que le sirve de soporte 20 años después. Las obras finalizaron en el año 1211 a manos de discípulos del maestro Mateo.
Un murmullo envolvió la nave central al paso de gigantes y cabezudos de los cinco continentes que se dirigían al altar para rendir honores a Santiago
El corazón de Nuno chapuceaba en su garganta por las estrechas escaleras que ascendían a las cubiertas del templo. Al salir se quedó boquiabierto
Cuando el chico creía haberla alcanzado por fin descubrió, horrorizado, su rostro de muñeca convertido en madera en un retablo lateral del templo
El incienso del Botafumeiro todavía peinaba el aire cuando los rayos de media tarde pincelaban luces y sombras en el interior del templo. La había perdido. El fervor de los peregrinos hacía cola para abrazar al Apóstol, y rodeaba, como cuentas de un rosario, los altares siempre misteriosos que engordan el templo. Nuno escudriñó a su alrededor en busca de la joven y se dio de bruces con una bella mujer que caminaba rodeada de una corte de damas. La duquesa de Chevreuse, bizarra y despechugada, avanzaba sonriente en su camino triunfal hacia Inglaterra sin atender a los saludos efusivos del ermitaño Paio de San Fiz de Solovio, todavía con la luz del hallazgo sepulcral tatuada en sus ojos. Domesticados por las fraguas divinas, los bueyes de la reina Lupa pacían entre los bancos el silencio de las columnas trenzadas de hiedra. Muy cerca, en la capilla de la Corticela, las velas de los estudiantes imploraban la ayuda celestial, pero Andrea no la necesitaba para aprobar. En absoluto.
De repente, un murmullo envolvió la nave central al paso de gigantes y cabezudos de los cinco continentes que se dirigían al altar para rendir honores a Santiago el Mayor, decapitado en Palestina tras difundir el mensaje apostólico por la vieja Europa. Las cocas de piel cartón-piedra le guiñaron un ojo al pasar y señalaron el Pórtico de la Gloria. El maestro Mateo, el santo dos croques, se dejaba golpear por las cabezas de quienes suplicaban inteligencia y otros deseos ocultos. Sus rizos de granito y la columnata central brillaban por la caricia de millones de huellas dactilares en su epidermis rugosa. Al alzar la vista, Nuno se encontró con la cegadora mirada de apóstoles, evangelistas, arcángeles, águilas, toros, ancianos del Apocalipsis..., el paraíso y el infierno arrojaban palabras desde el clamor pétreo de las alturas. El profeta Daniel sonreía con picardía, tal vez a él, tal vez a la antiguamente exuberante reina de Saba. No había ni rastro de su compañera, y mucho menos de los apuntes. El profeta se mofaba con desparpajo del suspenso anunciado cuando un sonido desgarrado estremeció la atmósfera dorada de la catedral. La tormenta que se intuía desde primeras horas se acercaba peligrosamente mientras la miopía de Andrea se colaba en el Palacio Episcopal. El corazón de Nuno chapuceaba en su garganta por las estrechas escaleras que ascendían a las cubiertas del templo. Al salir se quedó boquiabierto. Cientos de sombras vagaban sobre las pesadas losas de la bóveda escoltada por cinco torres. Prisciliano susurraba al oído de Alfonso el Casto cualquier apostasía; don Gaiferos sonreía su muerte dulce arropada de romances; Bernal de Bonaval y Airas Nunes escribían versos contra la desmemoria; Almanzor lloraba las campanas perdidas; el ahorcado descolgado vociferaba: ¡milagro!, ¡milagro!, ¡milagro!; la castañera muerta por el impacto del Botafumeiro repartía olorosos saquitos de periódico en aquella romería en que peregrinos -héroes y anónimos- quemaban sus viejas ropas en la Cruz dos Farrapos. Aguardaban una nueva vida libre de pecado. Y Nuno había vuelto a perder a Andrea.
La furia de las campanas
La muchedumbre aplaudió entusiasta cuando la Berenguela, con su reloj de una sola aguja, cantó la medianoche y la Quintana de Muertos despertó a la de Vivos, dieciocho peldaños más arriba. El campanero, tañedor y sastre, aprovechó la furia de las campanas para matar un cerdo en sus cuadras de los tejados. Los alaridos del animal se perdieron en el eco de las campanadas, y cuando parecía que ya nada podía superar aquella danza inquietante, un rayo atravesó la torcida Torre de las Campanas. Miles de centellas incendiaron el cielo del antiguo Libredón al tiempo que la Puerta del Paraíso comenzaba a arder. Pronto las llamas ascendieron hacia los tejados y el pánico se adueñó de aquellas ánimas, pese a haber superado, todas ellas, el examen de san Pedro y estar ya lejos de las llamas del infierno. Nuno descubrió las gafas de Andrea revoloteando de nuevo por la plaza y se escabulló en su busca, a pesar de que el creciente revuelo de cenizas y humo le dificultaba el paso. Al llegar a la iglesia de Salomé, en la Rúa Nova, la chica se ocultó entre sus muros. Cuando el chico creía haberla alcanzado por fin descubrió, horrorizado, su rostro de muñeca convertido en madera en un retablo lateral del templo. No podía ser otra. Las gafas de nogal delataban a aquel ángel que le recriminaba su laxitud estudiantil.
Sintió la tentación de acariciarle la barbilla dorada, pero, justo en ese instante, el cielo deshilado en serpientes de fuego vio a Nuno huir despavorido. La expresión severa de su compañera espoleaba sus zancadas. A medida que avanzaba y las piernas dolían, y el aliento se hacía dificultoso, y el pecho estallaba miró atrás para divisar las torres de la catedral incendiadas. No eran líquenes, sino llamas. No era humedad, sino ceniza. No era granito ardiente, sino ascuas. No eran vencejos, sino humo que ganchillaba el aire. Nuno echó a correr de nuevo en medio de la algarabía, y corriendo, corriendo, corriendo llegó hasta el puerto del río Ulla en Iria Flavia, donde dos hombres escoltaban una tumba de piedra que flotaba trémula bajo la torre de Augusto. Parecían esperarle. Él, exhausto, colocó su cabeza decapitada sobre los hombros y se introdujo en el arca sin oponer resistencia. Y comenzó a flotar en el océano rumbo a Palestina.
Al abrir los ojos, el profesor le anunciaba el fin del examen. El muy desgraciado sonreía como el profeta Daniel. Pero tal vez esto, el examen digo, fuese sólo sueño.
Catedral de Santiago
La catedral de Santiago de Compostela comenzó su construcción en el año 1075 y se realizó en tres etapas. Durante el reinado de Alfonso VI y el mandato del obispo Diego Peláez, los arquitectos Bernardo el Viejo y Roberto trabajaron 10 años erigiendo la cabecera. Disputas entre Iglesia y Estado paralizaron las obras desde 1088. La construcción se reanudó en 1100 tras la elección de un nuevo obispo: Diego Gelmírez, quien contrató al maestro Esteban. Durante esta segunda etapa, que duró 22 años, se construyeron casi todas las naves. La última etapa constructiva comenzó en 1168, cuando el maestro Mateo se hizo cargo de las obras y culminó el Pórtico de la Gloria y la cripta que le sirve de soporte 20 años después. Las obras finalizaron en el año 1211 a manos de discípulos del maestro Mateo.
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