Eternamente jóvenes
Hace unos días nos reunimos a cenar una treintena de personas que habíamos estrenado, o salido de gira, o trabajado en algún momento en una obra teatral que fue mítica en los últimos años de la dictadura: Castañuela 70. La hizo el grupo Tábano en asociación con Las Madres del Cordero, que era un descacharrante conjunto de músicos que actuaba en vivo en el espectáculo, porque la obra era una especie de comedia musical que fue perseguida y acosada por el franquismo, lo que sin duda contribuyó a su clamoroso éxito.
Como su nombre indica, Castañuela 70 se estrenó en 1970, de manera que desde entonces han pasado la friolera de 35 años, un lapso de tiempo tan inconmensurable como una era geológica. Soy consciente de que los jóvenes que lean estas líneas me escucharán como quien oye hablar del desembarco de Normandía, esto es, de una remota batalla de la abuela. El caso es que yo era actriz de Tábano (una actriz pésima) y actué en el estreno. Era jovencísima, la benjamina del grupo; todos me llevaban entre dos y diez años, lo que quiere decir que ésta era una cena de cincuentones tardíos e incluso de sesentones. A algunos hacía décadas que no los veía, y la verdad es que me temía lo peor. Una especie de noche de Walpurgis, un inquietante desfile de muertos vivientes, como suele suceder en estas reuniones conmemorativas y nostálgicas, a las que la gente suele ir movida por el afán de comprobar que los demás están mucho más hechos polvo que uno mismo.
"Una actividad creativa, trabajar con pasión, nutre y vivifica"
Pero, para mi sorpresa, casi todos estaban estupendos. Físicamente bien, reconocibles, con el ánimo caliente y la cabeza activa, envejeciendo de pie y llenos de vida. Que una treintena de personas sigan manteniendo de tal modo la integridad de lo que fueron, tras un lapso de tiempo tan dilatado, resulta prodigioso y harto inusual. Lo sé bien porque he asistido a bodas de plata de antiguas promociones y otras reuniones por el estilo, y en ellas el nivel de destrozo existencial podía competir con lo que debieron de ser las costas irlandesas tras el naufragio de la Armada Invencible.
Aquí, sin embargo, no hay tablones rotos, maderos podridos, restos astillados que la arena entierra. La vida que han vivido tiene que ser por fuerza una buena vida. La gran mayoría son actores, músicos, artistas. Empezaron en eso hace 35 años y aún siguen ahí, bregando en el oficio contra las inmensas dificultades del duro y anémico mundillo del espectáculo en España. De lo que cabría deducir que una actividad creativa y, sobre todo, trabajar en lo que a uno le apasiona, nutre y vivifica. Te hace sentirte realizado, por usar una frase arcaica que significaba, simplemente, estar razonablemente satisfecho con lo que uno es. Un consejo a los que empiezan: conviene dedicar la vida a aquello en lo que uno tiene puesto el corazón, aunque parezca poco provechoso. Porque, por muy mal que te vaya, no sentirás que has tirado tus días.
Aparte de Moncho Alpuente y de Luis Mendo, del grupo Suburbano, que han alcanzado una mayor visibilidad mediática, los demás no se han hecho famosos, aunque algunos son actores de prestigio y muy conocidos en el entorno teatral, como Gloria Muñoz, Juan Margallo, Petra Martínez o Alicia Sánchez, por citar sólo a unos cuantos. Otros han dejado la música y el espectáculo en directo, pero permanecen en los aledaños artísticos y culturales (incluso hay un luthier, esto es, un fabricante de instrumentos musicales). Tampoco creo que se hayan hecho millonarios. De manera que no cumplen esas dos condiciones estereotipadas que hoy pasan por ser la medida del triunfo: el dinero ostentoso y la purpurina de la popularidad. Y, sin embargo, dan la impresión de ser personas bien vividas, verdaderas, completas.
Por añadidura todos ellos empezaron en el mundo del espectáculo, que tiene siempre ese componente público y arrastra una necesidad de visibilidad y de refrendo exterior. Puede que alguno de ellos aspirara en algún momento de su juventud a una popularidad mayor, pero luego supieron crecer por encima de eso y se construyeron una sólida existencia en lo real. Porque la vida verdadera, esa jugosa cotidianeidad que te alimenta el corazón y la cabeza, suele tener poco que ver con el tópico social del éxito y la fama. Así están como están estos sesentones de la Castañuela: hermosos, vivos y eternamente jóvenes.
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