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Columna
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Los males del milenio

Acabo de leer en el último suplemento de The New York Times que cada jueves incluye este periódico, y al que desgraciadamente no le prestamos demasiada atención, que una reciente investigación con todos los predicamentos científicos concluye que la mitad de los occidentales urbanos más o menos profesionales desarrollará a lo largo de su vida una enfermedad mental, por lo menos. Como quiera que me considero parte del 50% de la masa, de toda masa, y por mucho que lo he intentado nunca he logrado ser excepción de nada, soy un tipo supercorriente con cierta tendencia hacia el mundo pop, me estoy interrogando estos días por la clase de enfermedad mental que fatalmente me toca en suerte estadística. El periódico de Nueva York da muchas pistas entre los trastornos mentales a escoger en el actual supermercado psiquiátrico, con sus síntomas y toda la pesca, y cierro el suplemento con la viva sensación de que los padezco o los voy a padecer casi todos.

Bien, me digo, en primer lugar eso es hipocondría monda y lironda, y yo ya la he padecido ante de ver las pelis de Woody Allen gracias al diccionario semiótico del doctor Marañón, que era amigo de mi abuelo, también médico y del que heredé el precioso diccionario. Es más, en la popular semiología del doctor Marañón, que ante todo trataba de enfermedades físicas de nombre asqueroso, también se hablaba de algunos trastornos mentales englobados en los llamados males fin de siècle, como entonces se decía. Y como los males mentales sonaban tan bien, tan literariamente franceses, cuando Francia era la vanguardia, también los adopté todos inmediatamente, como la mayoría de las enfermedades físicas graves descritas en la enciclopedia. O sea, que durante la adolescencia y buena parte de la segunda juventud yo padecí sucesivamente de melancolía, spleen, aquellos vapores del alma para los que no había pastillas, de algo parecido a l'ennui célebre de Madame Bovary (y supongo también de la tía Regenta), de acedía, del famoso síndrome de Stendhal (que ahora han rescatado los publicitarios de coches), los humores morosos, la histeria y demás morbos noveleros siempre de nombre poético. Todos, excepto aquello de la neurastenia, que era un término médico que no soportaba porque mi madre me lo reprochaba todo el tiempo por cualquier pijada taciturna.

En resumen, que en pleno franquismo inferior y superior yo tuve gracias al doctor Marañón todos los síntomas de los males fin de siècle, y a mucha honra. El problema es que el suplemento de The New York Times nos está hablando ahora mismo de unos padecimientos psiquiátricos muy diferentes y no mencionados por el doctor Marañón: esos nuevos males del milenio y de los que inexorablemente uno de ellos te tocará en desgracia si perteneces, como yo, a ese 50% de tipos corrientes. Y aunque los nombres son mucho menos sugestivos y poéticos que aquellos males fin de siècle (sólo proceden de la narrativa del celuloide, de los telefilmes, del formato digital o de la literatura de los prospectos farmacológicos), resulta que esta otra vez también soy carne de cañón. La hipocondría, faltaría más, sigue ocupando un lugar destacado en el nuevo hit-parade de las enfermedades del nuevo milenio y ahora la explican por ciertos desarreglos químicos del cerebro relacionados con la famosa serotonina, que está visto que la fórmula lo mismo vale para un roto cerebral que para un descosido mental. Pero hay muchos más trastornos de moda entre los que elegir el que te corresponde por estadística, y yo, personalmente, me quedo con los siguientes y por este orden de preferencias hipocondríacas: la fobia social, el tic obsesivo-compulsivo (el famoso TOC), la ansiedad generalizada, el estrés inmotivado, la depresión todoterreno, los bajones anímicos por una chorrada, la insuficiencia adrenalínica en el trabajo y la excesiva euforia la primera hora y media luego del desayuno y cuando se toma la pastilla recomendada por el psi de cabecera o simplemente un capuccino de puta madre, como es mi caso mañanero.

El problema es que en los tiempos del doctor Marañón y de mi abuelo, que por cierto fue uno de los pioneros españoles en el arte o ciencia de la hipnosis y del que me leí todos sus libros, es que estas nuevas enfermedades del milenio ya no proceden de la demanda, sino de la oferta. No son, como antes, males personales que el doctor de cabecera (Marañón o sólo Marcelino Alas) intentaba resolver por cirugía o por hipnosis, sino que es justamente al revés de aquellos maravillosos médicos de la Institución Libre de Enseñanza. Ahora todo funciona así: la multipoderosa y global industria farmacéutica descubre un nuevo componente químico cerebral, y está todo el santo día dedicada a ello, y luego inventa un nombre rotundo y seudotécnico para llamar y poner de moda, gracias a los media, la enfermedad resultante por defecto o exceso de ese mismo componente químico en tu cerebro. Primero es la pastilla comercializada, globalizada, y luego ocurre el nuevo mal del milenio. Menos mal que también han inventado el efecto placebo. O la autohipnosis, como yo lo llamo.

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