En el ombligo del mundo
Sólo he ido a Cuzco una vez. Fue poco antes de venir a vivir a España, y precisamente por esa razón. Pensaba que los españoles me preguntarían si conocía Machu Picchu y me avergonzaba responder que no. Por lo general, las cosas que están más cerca son las que uno siempre puede ver y nunca ve. Y ésta no era cualquier cosa. Era la capital del imperio inca, cuyo nombre significa "el ombligo del mundo".
Viajé desde Lima por tierra, y eso ya me permite hacer una recomendación a quienes quieran visitar la ciudad: vayan en avión. El viaje en autobús, al menos hasta el año 2000, duraba más de veinte horas de rodeos entre las montañas con varios tramos de carretera sin asfaltar. Las últimas seis horas las pasé acompañado por una gallina y un cerdo, que resultaron bastante más agradables que el niño del asiento de atrás, firmemente decidido a batir la marca mundial de horas de llanto ininterrumpidas. Cuando el autobús se detuvo al fin, el que quería llorar era yo.
Las paredes del Koricancha estaban cubiertas de láminas de oro
El mejor lugar para alojarse en Cuzco es el hotel Monasterio, construido en 1592. Ahí, los arcos de medio punto y la arquitectura barroca española se combinan con las pinturas de ángeles de la escuela cuzqueña y los marcos de pan de oro. Cada salón tiene un decorado distinto, pero el diseño resalta la armonía estética entre las dos culturas. Paseando entre las celdas de los monjes, el refectorio o la capilla, uno se siente transportado en el tiempo: a una época en la que dos mundos chocaban, pero uno estaba seguro bajo la protección de Dios.
Como yo no tenía un duro, no me quedé ahí. Me alojó un amigo cuya casa disponía de unos veinte minutos diarios de agua caliente al mediodía. El salón era una especie de centro de acogida internacional. Podías compartir el suelo con gente de cualquier país, y a veces conseguías dormir. Solía desayunar queso, pan y el famoso mate de coca, una infusión que contrarresta los efectos de la altura y es legal. Después salía a pasear.
El primer día descubrí el Koricancha, el templo del Sol. En la puerta, un viejito se me acercó y se identificó como miembro de la Asociación Nacional de Guías Turísticos. Me mostró su carné y me habló en inglés. Me cobró por adelantado. Una vez dentro, detuvo su exposición en cada una de las piedras del templo. Las observaba con solemne detenimiento y me decía con aire cómplice:
-Heavy stones, big stones.
-Escuche, yo hablo español.
-Sí, heavy stones, big stones.
Pronto descubrí que el que no hablaba español era él. Y tampoco hablaba inglés. Lo único que me dijo durante todo el recorrido fueron esas dos frases.
Escuchando a los guías ajenos supe que las paredes del Koricancha habían estado enchapadas con más de 700 láminas de oro puro. En su interior, los incas guardaban un sol incrustado de joyas, un campo de maíz y varias estatuas, todas de metal precioso. A su alrededor, en forma de rayos solares, serpenteaban líneas que marcaban la posición del astro rey, como si el templo mismo fuese un reflejo del cielo. El botín de guerra fundido en Cuzco dio 580.200 pesos de oro y 215.000 marcos de plata, que Francisco Pizarro repartió entre sus soldados, al igual que las tierras y los indios.
El Koricancha fue entregado a los frailes dominicos, que conservaron la base, pero edificaron su iglesia encima como símbolo de que el dios cristiano había derrocado al sol. Lo mismo ocurrió con muchas de las edificaciones cuzqueñas, que combinan los iconos religiosos incas con los católicos. El monasterio de Santa Catalina se erigió sobre la casa de las Vírgenes del Sol. La catedral, sobre el palacio del Inca Viracocha. La Compañía de Jesús, la última en llegar, elevó su iglesia sobre el palacio del Inca Huayna Capac. Toda la arquitectura de Cuzco es un gran mestizaje de dos imperios.
Pero eso no me lo dijo mi guía. La mayor parte se la escuché a una inglesa que le hablaba a un grupo de cámaras fotográficas, detrás de las cuales se amontonaban algunos turistas japoneses. Después de salir y despedirme de mi viejito descubrí que la Asociación Nacional de Guías Turísticos no existe.
Cuzco la nuit. Para resarcirme tras el episodio del Koricancha, mi amigo me llevó a conocer la noche cuzqueña. Como destino barato de interés cultural y reputación mística, Cuzco atrae a miles de estudiantes en viaje de promoción y a otros tantos hippies. Las casonas coloniales albergan innumerables bares y discotecas donde se puede bailar desde reaggeton hasta salsa. Lo difícil es encontrar un local que ponga música andina.
La vida nocturna en Cuzco cuenta con el añadido de que la baja presión atmosférica reduce los efectos del alcohol. Sobre todo los turistas ingleses, acostumbrados a que sus bares cierren a las once, se mostraban grata y ruidosamente sorprendidos por esta peculiaridad.
A medida que transcurrían los bares fui viendo en acción a los ejemplares de la fauna cuzqueña que los peruanos llamamos bricheros. Se les reconoce porque son igualitos al Che Guevara, pero usan el pelo largo y la nariz ganchuda andina. Suelen decorar su plumaje con mochilas o jerséis de lana de alpaca y todo tipo de signos exteriores de autenticidad. Abandonan sus guaridas a media noche para salir a la caza de nórdicas altas y rubias, pero se conforman con lo que encuentren. Durante la temporada baja son omnívoros.
Como producto típico, los bricheros tenían más éxito que las artesanías. El que era un fracaso era yo. Descubrí que soy demasiado peruano para interesarles a las cuzqueñas y demasiado occidental para parecerles exótico a las turistas. Lo peor de la noche no fue acostarme solo -uno está acostumbrado- ni dormir al lado de una fogosa pareja de australianos, sino acostarme sobrio por culpa de la altura.
Al día siguiente, la ciudad amaneció llena de banderas del orgullo gay. En el camino al centro topé con un grupo de turistas holandeses admirados por la tolerancia sexual del mundo andino. También había una familia católica italiana escandalizada pidiéndole a su guía que les devolviese el dinero. Al abnegado guía le costó mucho explicar que las banderas con los colores del arco iris eran emblemas del imperio incaico y estaban ahí porque era 24 de junio, día de la fiesta del sol. Los cuzqueños se preparan a conciencia para el Inti Raymi, que es el nombre quechua de la fiesta. Más de 500 personas se disfrazan como el antiguo séquito imperial. La celebración empieza con el Inca dando un discurso en el Koricancha, ante un gran disco dorado. Tras eso ocupa su trono de oro y es llevado en andas. El trono actual -igual que el disco- es una réplica, por supuesto. El original pesaba 80 kilos de oro macizo y fue reclamado por el vencedor Francisco Pizarro como trofeo de guerra. Después lo fundieron.
Presidida por el anda, la procesión del Inti Raymi da una vuelta a la plaza de Armas. Y pasa frente a la catedral. Pero no se detiene ahí. Sale de la ciudad y asciende 350 metros por la montaña hasta el verdadero escenario de las ofrendas al sol, que además es otro de los grandes misterios de Cuzco: la fortaleza de Sacsayhuamán.
Con tres hileras de murallas que asemejan la dentadura de un tiburón, la fortaleza ha sido un desafío intelectual para arqueólogos e historiadores. Sus piedras más pesadas llegan a las 70 toneladas, y nadie sabe quién y cómo las arrastró a su ubicación actual desde las canteras, la más cercana de las cuales está a tres kilómetros de distancia montañosa, sin caminos llanos.
Si es inexplicable el transporte, también lo es la técnica de construcción. Las piezas encajan a la perfección unas con otras, al punto en que es imposible meter una hoja de navaja entre ellas. Y eso sin cemento ni ningún tipo de pegamento. Fue necesario tallar cada una de las piedras que conforman las más de sesenta paredes de más de ocho metros de altura para que se adapten las unas a las otras, algunas de ellas con más de diez ángulos por lado. Para el cronista colonial Garcilaso de la Vega, la única explicación posible era el pacto de los indios con los diablos. Analistas más recientes, pero igual de imaginativos, atribuyen Sacsayhuamán a la colaboración de extraterrestres.
Al final del Inti Raymi me sentía más satisfecho con mi viaje. Como para rematar un día perfecto, en la falda del cerro encontré a una niña primorosa con un traje típico que paseaba junto a una llama con el fondo bucólico de las montañas. Tras ella, andando con tierna torpeza, venía un hermanito con el rostro traviesamente embarrado y esa sonrisa limpia de la inocencia. No me resistí a sacar la cámara fotográfica para capturar esa hermosa y espontánea imagen de postal. Al verme enfocar, la niña me dijo:
-¿Fotos? Five dollars.
Yo guardé la cámara.
Dejé para el final el plato fuerte de la visita a Cuzco: Machu Picchu, la ciudad secreta de los incas. Es verdad que era secreta, y tanto que los conquistadores nunca la descubrieron. Emplazada en el pico de una montaña a 2.200 metros sobre el nivel del mar y rodeada por el río Urubamba, la ciudadela se mantuvo a salvo de miradas extrañas hasta el siglo XX. Es posible llegar a Machu Picchu en un tren que tarda unas tres horas y media desde Cuzco. Pero mi amigo me consiguió un descuento para hacer el Camino Inca, cuatro días de caminata por las montañas.
Desde que llegué al punto de salida me di cuenta de que algo iba mal. Mis compañeros de grupo -norteamericanos, alemanes, daneses- llevaban báculos de caminata, mochilas especiales, gorros y bolsas de dormir térmicas. Yo había amarrado mi bolsa de dormir a mi mochilita de viaje cuasi escolar con una cuerda deshilachada.
El primer día de camino fue de calentamiento, y pensé que todos esos gringos eran unos exagerados consumistas. Sólo el segundo día comprendí en dónde me había metido. El camino sube hasta los 4.000 metros de altura, cerca de los picos nevados, y cada vez que uno llega a una cima descubre que detrás hay otra mucho más alta. En la última de ellas caí casi muerto. Tenía la boca seca. Me sentía mareado. Súbitamente, una silueta improbable empezó a cobrar forma en el horizonte. Al principio pensé que era un espejismo, pero cada vez parecía más real: como caído del cielo -que no estaba muy lejos- había un campesino en medio de la nada vendiendo coca-colas y cervezas. Hice acopio de fuerzas para acercármele.
-Por favor, dame una botella.
-Son 10 dólares.
-¿Qué? ¿Dónde las has comprado? ¿En Nueva York?
-Si consigue usted un precio mejor
Miré a mi alrededor. En las quebradas, el viento aullaba.
Pasábamos la noche en carpas pequeñas. Me tocó de compañera una italiana que hablaba dormida. Pero las noches eran bonitas. El cielo ahí es tan limpio que uno entiende por qué los antiguos lo llamaban "bóveda celeste": las estrellas caen desde arriba hacia los lados formando una inmensa cúpula de luces sobre el fondo negro.
También de día había cosas que ver. No sólo el paisaje. El recorrido pasa por los puestos de control con que los incas vigilaban la vía hacia la ciudad sagrada. Centros de avituallamiento para los autorizados y retenes para los profanos, los puestos son pequeñas joyas de arquitectura precolombina enclavadas siempre en parajes majestuosos.
El tercer día descendimos hasta la selva montañosa. La vegetación se volvió cerrada y espesa. Delante de mi grupo había una pareja en luna de miel. Habían contratado un tour exclusivo. Cenaban en mesas con mantel y velas, y su mayordomo a veces nos pedía que nos apartáramos para no estorbarles la vista. Los odiábamos. Pero tuvimos la oportunidad de una pequeña venganza. A la hora de la cena, el mayordomo se acercó a preguntarnos si teníamos por casualidad un descorchador de vinos. La italiana le pidió que por favor se apartase, que nos estorbaba la vista. De todos modos, nadie tenía un descorchador.
El último día despertamos aún a oscuras y ascendimos hasta una puerta de piedra labrada en la cúspide de una montaña, a unos 2.700 metros sobre el nivel del mar. Ante nuestros ojos, el amanecer se abrió paso entre la cordillera iluminando la ciudad sagrada. Sólo por ese momento, todas mis taquicardias valían la pena.
Si la construcción de Sacsayhuamán ya resulta inexplicable, la de Machu Picchu es a todas luces imposible. Sus piedras llegan a tener 30 ángulos, y dan forma a templos, residencias, terrazas, calles y sistemas de regadío y circulación de agua para abastecer a unas 1.200 personas, la mayoría de ellas niños, mujeres y sacerdotes. Su adaptación al entorno es milimétrica. Machu Picchu reina solitaria en el centro de las quebradas y los picos adyacentes.
Una de las piezas más importantes de la ciudadela es el Intihuatana, un monolito del tamaño de un piano de cola situado en el templo de las Tres Ventanas y diseñado para "capturar el sol". El momento culminante del Intihuatana ocurría en los solsticios de invierno, cuando el sol parecía irse apagando día tras día. Entonces un sacerdote oficiaba una ceremonia para retenerlo. A partir de ese día, para alivio de los campesinos, el sol empezaba a crecer de nuevo.
Regresé a Cuzco en tren. Tras cuatro días de caminata sin baños debo de haber olido como un puma. Y así viajé hasta Lima, porque en casa de mi amigo cuzqueño un italiano había acabado con las reservas de agua. Sólo reparé en mi estado cuando mi madre, que me iba a saludar con un abrazo, retrocedió y me mandó a tomar una ducha. Semanas después llegué a España listo para informarle a todo el mundo sobre las maravillas del imperio incaico. En los cinco años que llevo aquí, sin embargo, nadie me ha mencionado Cuzco. En realidad, la curiosidad más frecuente sobre Perú ha sido el sensacionalista reality show de Laura Bozzo que aparecía en Crónicas marcianas. Aun así, yo sigo esperando que alguien me pregunte.
Más información sobre el hotel Monasterio, en: www.monasterio.orient-express.com.
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