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Las razones de la sinrazón

Debo recordar que toda obra literaria es histórica y autobiográfica al mismo tiempo. Los libros son fruto de su autor y de su época, se insertan en una tradición y obedecen a los requerimientos de cada situación concreta del autor y de sus circunstancias, en la doble perspectiva de responder a los estímulos del momento literario y del momento histórico. Cervantes en esto no es una excepción. Nada nace de la nada y todo tiene una larga gestación, ajena a la voluntad de los creadores y previa al proceso de sus obras. Por supuesto que la autobiografía es algo mucho más profundo que el reflejo del anecdotario individual y que el contenido de la memoria biográfica. Porque el lenguaje es la versión de nuestra vida en palabras. Lo que se entiende mejor retomando la idea original de Lacan de que nuestro yo está hecho de palabras.

Que Don Quijote está hecho de palabras no hay que demostrarlo. Su problema es que cree demasiado en las palabras, hasta rebosar de palabras, sacadas de los libros e incorporadas a su vida, con más fuerza que la cosecha de su experiencia inmediata, sin poder olvidarla, sin embargo. Que Cervantes está hecho de palabras tampoco necesita ninguna explicación, siendo un escritor. "Don Quijote", más allá del asombro y de la admiración, está escrito por un hombre que, antes de ponerse a escribir, ya viejo, aquel libro, había ido madurando en su inconsciente entre dudas, imaginaciones, desalientos, gozos y certezas un texto, no racionalizado por la necesidad de la escritura, que estaría inevitablemente habitado por su propia persona y que sería el resultado de una enorme cantidad de afluencias externas involuntarias, a la vez culturales y vitales.

Cuando Cervantes se pone a escribir su libro, ni España ni Europa, ni, naturalmente, él mismo eran lo que habían sido. Se había pasado del optimismo cenital del gran siglo imperial de Carlos I y Felipe II a los primeros síntomas de la decepción en tiempos de Felipe III. Y los signos parejos a este proceso son vividos por Cervantes como la propia herida del paso de los años. Podemos comparar la literatura de Fray Luis de León, de Antonio de Guevara o de Fray Luis de Granada, por un lado, con la de Quevedo, por el otro, como los casos extremos de esta transformación. Pero en Europa, la decepción renacentista está sumando otra decepción a las esperanzas renacentistas. Descartes, como un símbolo, que se alimentó en su juventud de la ontología metafísica del Padre Suárez, cerró la herencia del pasado, para inaugurar la mirada de la modernidad.

La casualidad y la fortuna fraguaron las circunstancias desde las que Cervantes escribió su libro. El joven, ávido de cultura, apasionado, casi aventurero, soñador y autor incipiente, había pasado a ser un hombre viejo acorralado, con los sueños cortados, incluido el de la gloria literaria, conocedor de cárceles y desdenes sociales, pobre y con un fardo de fracasos y de incomprensiones a la espalda. Podemos pensar que todo esto, lo histórico y lo personal, está presente en la gestación subliminal del Quijote, de tal manera que podemos leer el Quijote, generalizando mucho, como la crónica de una experiencia histórica y cultural. Pero Cervantes no es un cronista, porque tiene el despego suficiente para distanciarse de los datos de su experiencia inmediata y reflexionar sobre ellos. Porque, por así decirlo, Cervantes mantiene la mirada virgen de su juventud, las creencias intactas de sus primeros años, de sus lecturas iniciales.

Vapuleado, marginado, ninguneado, encarcelado, humillado y ridiculizado, algo en él sigue fiel al joven que fue. No se da por vencido y se refugia en la literatura, que era lo mejor que sabía hacer. No es una tabla de salvación, sino su manera de ser hombre, de adquirir el ser que le faltaba, que le hacía aguas por todas partes. Es un milagro de resistencia y de lucidez. Hace suyos los desastres de su país, la crisis de la conciencia histórica de su tiempo, el desgaste de los valores que tanto le costaron adquirir durante los años de su formación. Carga con todas las decepciones renacentistas y la lectura de su libro nos permite hacer el recuento de sus lamentos por la pérdida de todas las seguridades que le mantuvieron a lo largo de su vida, frente a las que reacciona con una ironía que nunca se había permitido. Cervantes sabe que su mundo se ha terminado, que la cultura del Renacimiento era mentira, que ha sido engañado. El desencanto barroco se anuncia en él, nace con él. Pero está muy lejos de Quevedo, que no cree en nada. Cervantes cree descreyendo, que es el no va más de la inteligencia. Éste es el punto de partida de su originalidad.

Está lejos de Fray Luis de León; pero quiere salvar sus palabras, quiere salvar los libros, incluidos los de caballerías. Tiene las armas para destruirlos, pero no se atreve a utilizarlas. Si quisiera, pudiera haber sido un Quevedo, un violento iconoclasta, un huracán destructivo, una hoguera de palabras, sacrificadas a la nada. A veces sus párrafos sólo necesitan un retoque, un adjetivo, un adverbio para hermanarse con la prosa gélida de Quevedo. A veces raya la coprología quevedesca, pero se detiene a tiempo. Probablemente lo que representa Quevedo sería la mala tentación de las horas bajas de Cervantes, que sabe que la abrasión de aquél tiene sus razones, pero se resiste a ponerla en práctica, a aceptarla. Lo que le caracteriza frente a él es que prefiere la razón de la sinrazón a la razón de su pasado, porque también él sabía que crea monstruos.

El secreto de Cervantes está en que se toma en serio al joven que fue, a sabiendas de que ya no es; lo mantiene vivo y muy a su pesar lo mata, sin dejar de quererlo. Descartes, no muchos años después de la muerte de Cervantes, pero en su misma órbita cultural, hace tabla rasa del pasado, con una fervorosa pasión adánica por empezar desde cero. Cervantes presiente a Descartes. Ya en él aparece el racionalismo moderno y quizá por eso ha resistido tan bien el paso de los siglos. Ya conoce la verdad naciente de los nuevos tiempos; ya no se deja embaucar por las fintas de la vieja cultura. Duda, y en la duda ha crecido siempre el mejor arte.

Luciano G. Egido es escritor y periodista, premio de las Letras de Castilla y León (2004) y premio Nacional de la Crítica (1995) por su novela El corazón inmóvil.

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