Entre las ruinas de Bam
En diciembre de 2003, un terremoto convirtió la ciudad iraní de Bam y su hermosa fortaleza en un campo de ruinas sembrado de 30.000 muertos. Olvidados en su desolación, año y medio después algunos supervivientes posan ante los restos de sus casas.
Durante siglos, sólo evocar el nombre de Arg e Bam destapaba un mundo de ensueños y placeres. Cuando las caravanas procedentes de China e India -cargadas de los más exquisitos perfumes y especias, sedas, brocados y orfebrería- enfilaban el desierto duro y pedregoso de Dast e Kavir, hasta los camellos presentían que lo peor del viaje tocaba a su fin, y hombres y bestias avanzaban imantados por la frondosidad del palmeral de Bam, la dulzura de sus dátiles y el frescor de las aguas cristalinas de un oasis como no existía otro. Hoy, año y medio después del terremoto que redujo a escombros la ciudad, sólo los muertos descansan en paz. "¿Se puede vivir en un contenedor cuando hemos alcanzado los 46 grados en los albores del verano?", se pregunta el doctor Jaled para explicar la frustración de las decenas de miles de personas que 18 meses después de la catástrofe viven hacinadas en cubículos metálicos de 16 metros cuadrados. Jaled, de 63 años, es de origen paquistaní, pero está casado con una iraní oriunda de la zona y hace más de 30 que vive en Bam.
Aquella madrugada del 26 de diciembre de 2003, Jaled, como de costumbre, se había levantado hacia las 4.30 para hacer sus ejercicios matinales y encomendarse a Alá antes de comenzar la jornada. No había dormido bien. La noche anterior, a las 20.10 y las 22.40, se habían registrado dos fuertes sacudidas sísmicas, y se sentía inquieto. Antes de que lograra tranquilizarse oyó cómo la casa se resquebrajaba, y mientras se le venía encima tiró de su hijo Reza, de 25 años, y ambos escaparon ilesos del derrumbamiento. Afortunadamente, su mujer y sus otros dos hijos no estaban en Bam, sino en Kerman, la capital provincial. Volvieron a media tarde, cuando Irán comenzó a percibir la dimensión de la tragedia.
Ahora, Jaled vive solo en una diminuta casa prefabricada y tiene una miniclínica en otro de los habitáculos que se levantan con ayuda del Gobierno y de organizaciones humanitarias internacionales. "He sido muy feliz en Bam y no podía abandonar a sus gentes cuando más me necesitaban. Mi suegra y muchos parientes y amigos murieron ese fatídico viernes. Yo no podía irme, pero tampoco había ni hay condiciones para mi familia, que se quedó en Kerman", cuenta el doctor.
En el paisaje de Bam son símbolos de vida tanto los contenedores como los cajones prefabricados con un par de ventanas que les dan cierto aire a habitación. Oficialmente son viviendas temporales, pero los damnificados temen que sean definitivas. Unos y otros se alternan y forman barrios alrededor de los escombros a que quedaron reducidas las casas y mansiones que había antes del terremoto. A las 5.30 se pararon los relojes de Bam, y desde entonces todo parece congelado en el tiempo. "Hasta los zapatos de los muertos asoman entre las ruinas, sin que nadie, en 18 meses, se haya atrevido a recogerlos", afirma la fotógrafa Isabel Muñoz, que, dice, asistió en esa ciudad, de la que volvió el mes pasado después de tres semanas de estancia, a uno de los espectáculos más penosos de su vida. "Fue tan impactante", señala, "que hasta una de las cámaras se paralizó desbordada por el dolor lacerante de la población".
Nada más conocerse la intensidad de destrucción que generó un terremoto que apenas alcanzó una magnitud de 6,3 en la escala Richter, emprendí viaje a Bam. Entonces, el polvo a que había quedado reducida la ciudad olía a muerte, y los supervivientes, como fantasmas, removían las ruinas en busca de los suyos. De una sola sacudida, la naturaleza arrancó 30.000 vidas. Aquellos primeros días fueron una espantosa pesadilla de padres que no querían despertar y arañaban los escombros buscando los cuerpos de sus hijos; de ancianos que recitaban una letanía de lamentos por quedar vivos y solos, y de niños que no entendían lo ocurrido. El termómetro descendía 20 grados al caer la tarde y, sumidos en tinieblas, los supervivientes soportaban a la intemperie temperaturas por debajo de cero. De día, el sol descomponía los cuerpos de los muertos, y de noche, el frío helaba los huesos de los vivos. Todo en medio del caos y una sed infinita, porque no había ni agua, ni luz. No he vuelto desde entonces, y la evolución de la tragedia la sigo a través de entrevistas por teléfono.
La primera vez que llamé al doctor Jaled conducía por la carretera que atraviesa la planicie polvorienta que separa Bam de Kerman. Algo más de 120 kilómetros que el sol, el asfalto y la calima del desierto envuelven en una pegajosa neblina gris. Caía la tarde de un sábado cualquiera, y el doctor cumplía con la rutina de regresar a Bam tras pasar con los suyos un fin de semana. Acordamos una hora para el día siguiente en un lugar con buena cobertura. En Bam aún no funciona la telefonía fija, y la móvil sufre numerosas interferencias.
No es la falta de teléfono lo que más incomoda a la castigada población, sino los frecuentes cortes de agua y de electricidad. Jaled señala que, aunque faltan algunas medicinas, la situación sanitaria es aceptable. "El gran problema es la salud mental. No se han tratado las depresiones y, con el paso del tiempo, cada día son más los que caen en ellas. No hay una sola familia sin varios muertos, y a este pesar se unen los problemas económicos".
Decenas de miles de personas se vieron obligadas a partir de cero porque sus negocios desaparecieron. En pleno dolor, muchos tuvieron que luchar contra los ladrones y depredadores que el mismo día de la catástrofe acudieron a rebuscar entre las ruinas para saquear cajas fuertes y llevarse alhajas y piezas de valor. La precariedad de la vivienda, con familias de hasta seis miembros en un contenedor, también merma las escasas fuerzas.
Bam tenía 80.000 habitantes cuando la tierra tembló, y nació como núcleo urbano a principios del pasado siglo en la llanura que se extiende a los pies de la colina donde se yergue la ciudadela de Arg e Bam. El principal conjunto arquitectónico de la antigua Persia después de Persépolis, la fortaleza, de 185.000 metros cuadrados de extensión, estuvo abandonada durante varias décadas, hasta que en 1953 fue declarada tesoro histórico iraní y se inició su reconstrucción y reconversión en museo. Mientras, a la sombra del famoso palmeral, la nueva ciudad crecía rodeada de aldeas y pueblos, muchos de los cuales también resultaron dañados por el terremoto, en los que viven otras 120.000 personas.
El opio hace estragos entre los supervivientes, que debilitados por las desgracias se entregan a la droga que circula con más facilidad por esta región. Bam se encuentra en la encrucijada de Afganistán (el mayor cultivador del mundo de amapolas opiáceas), Pakistán (el laboratorio de la droga) y las corruptas monarquías del golfo Pérsico, cuyas clases altas, junto a las de Irán, son las grandes consumidoras.
Shahla Ajpari, de 36 años, vivía en Teherán cuando ocurrió el terremoto: se trasladó de inmediato a Bam con una ONG iraní y ahora trabaja para el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas. Shahla reconoce que la reconstrucción va mucho más despacio de lo previsto; pero que no es sólo falta del Gobierno, sino sobre todo del carácter de las gentes del sur. "Tal vez sea la proximidad del desierto o el desmadejamiento que provoca el calor, pero especialmente la gente joven no planta cara a la desgracia, no saca fuerzas de la angustia para reponerse y reactivar su ciudad y su vida. Muchos se sientan en su desdicha y aguardan a que el Gobierno o las ONG reconstruyan su futuro, y eso es imposible".
Un tercio de los 70 millones de habitantes de Irán tiene menos de 15 años, y dos tercios, menos de 35. Bam es el último eslabón del desencanto de la población con el régimen de los ayatolás. Con el petróleo por las nubes, y tras un crecimiento económico continuado desde 2001 superior al 5% anual, la capacidad adquisitiva de la mayoría de los iraníes apenas supera la de 1978, cuando el Sha estaba a punto de ser derrocado. Oficialmente, el desempleo afecta a un 16% de la población activa; pero las cifras reales son mucho más altas, sobre todo entre la inmensa masa de jóvenes y en los núcleos apartados del poder, como Bam.
La inflación (del 17% el año pasado) se ceba en los más débiles, cuyos salarios jamás crecen tanto como aumentan los precios. Mientras ellos subsisten con productos subvencionados como patatas o pan, en Teherán, especialmente, despegan los nuevos ricos y se ensancha, como en los tiempos del Sha, el abismo entre ricos y pobres, entre la minoría y la mayoría.
Los profesionales y la escasa clase media huyeron de Bam ante la falta de perspectivas. En la ciudad derruida se quedaron los más pobres, y otros sin recursos acudieron, como moscas al panal, al escuchar las multimillonarias ofertas de ayuda de numerosos Gobiernos y ONG internacionales. Del maná prometido llegó menos del 10%, en parte por las trabas burocráticas del régimen, cuyos ayatolás no veían con buenos ojos que centenares de occidentales con los bolsillos repletos acamparan por tiempo indefinido en su suelo.
La victoria en las elecciones presidenciales del mes pasado de Mahmud Ahmadineyad, el ultraconservador ex alcalde de Teherán, de 49 años, suscita una nueva incógnita para la maltratada población de la ciudad en ruinas. Nadie sabe si este supuesto purista arremeterá en verdad contra la corrupción y la drogadicción, ni si su método será el endurecimiento del castigo o, como predica, la adopción de políticas que faciliten el empleo y la integración de los jóvenes en la reactivación de la economía tanto a nivel nacional como local.
Para los millones de iraníes que reciben el salario mínimo (10 euros), las promesas de Ahmadineyad de repartir los beneficios del petróleo entre los desfavorecidos son una nueva esperanza. Y en la larga cola que desde la madrugada serpentea ante la nueva sede del banco central se percibe cierto respiro. Los centenares de personas que la forman desean beneficiarse de los créditos que ha abierto el Gobierno a los habitantes de Bam para restaurar casas o pequeños negocios, incluidas las famosas teterías, que desde tiempo inmemorial han deleitado a los viajeros con selectos tés de India, Sri Lanka (antes Ceilán) y China. Son créditos a largo plazo sin intereses, que se devuelven sólo en un 85%.
Si la reconstrucción de Bam y de los demás pueblos y aldeas del oasis se realiza con extrema lentitud, la de la ciudadela de Arg e Bam marcha también muy despacio. Declarada monumento de la humanidad por la Unesco, un equipo de este organismo de Naciones Unidas trabaja desde entonces en esa maravilla de la ingeniería antigua, cuyas altas murallas, levantadas para proteger a la población de las arenas del desierto y de la furia de los enemigos, resistieron 2.000 años de invasiones y cercos, pero se desplomaron como un castillo de naipes cuando los sacudió la naturaleza. Arg e Bam quedó convertida en una montaña de polvo rojizo.
Conocida desde antiguo como la Pompeya viviente del desierto, la derruida Arg e Bam estaba integrada por la fortaleza propiamente dicha -que, como un castillo feudal, se levantaba sobre un promontorio rocoso-, unas 400 casas de tres tipos, cuarteles y cuadras, todo ello dentro de tres círculos concéntricos de murallas en las que sobresalían 38 torreones de vigilancia. También este único museo sufrió el robo y el pillaje en los primeros días de caos. En su interior se guardaban, además de piezas históricas de valor incalculable, los planos necesarios para su reconstrucción.
Pese a todo, la normalidad comienza a instalarse en Bam. Las condiciones son muy precarias, pero el mercado ha vuelto a llenarse de frutos secos y frescos, de verduras, de especias y carne. Las calles están salpicadas de tenderetes e incluso han abierto sus puertas algunas tiendas. A falta de escaparates se ha puesto de moda el uso de la calzada, en la que se exponen hasta trajes de novia. Porque entre las montañas de escombros aún sin recoger también crece el amor, y las bodas reaparecen, los niños nacen y la vida vuelve.
Testigos surrealistas de la tragedia de entonces y del renacer de ahora, siguen tercamente en pie algunas paredes solitarias que la sacudida sísmica despegó del resto de la casa, que quedó a sus pies reducida a pedazos. Algunas conservan aún restos de sangre de los corderos que estrellaron contra ellas algunos supervivientes enloquecidos que, en un rito milenario de ofrenda de animales, trataron de liberar a sus muertos de los malos espíritus. No en vano, en Arg e Bam se erigió uno de los primeros templos zoroástricos, que guardó la llama eterna en honor de Zaratustra.
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