Bajo las bombas
El brutal ataque terrorista que ayer padeció Londres merece, además de las lógicas expresiones de pesar y la condena unánime del mundo civilizado, algunas reflexiones políticas sobre la respuesta de las democracias ante situaciones como ésta y acerca de la utilización interesada, y aun sectaria, que se suele hacer de tan execrables sucesos. A Dios gracias, no hemos oído todavía a ninguno de nuestros iluminados comentaristas de domingo, ni a los parlanchines portavoces del partido de la oposición, sugerir que los comandos de ETA estén detrás de las bombas londinenses, ni Tony Blair ha caído en la tentación de acusar al IRA como responsable último de los asesinatos, ni su Gobierno ha convocado multitudinarias manifestaciones de adhesión a su persona, ni se ha manipulado el dolor de las víctimas y sus allegados para llevar las aguas al molino del propio interés, político o de cualquier otra especie. Estas son cosas que, en medio del horror, reconfortan en un país como el nuestro, sometido en los últimos meses a la irritación demagógica de algunos periodistas descontentos y a la deformación parlamentaria impulsada por quienes perdieron las últimas elecciones generales tras los ataques del 11-M y la gestión de esa crisis por nuestras autoridades del momento. El jueves negro de Londres y el jueves negro de Madrid tienen la misma firma, se explican por las mismas causas y merecen la misma respuesta unánime de parte del mundo civilizado. Ésta no puede ser, de nuevo, una guerra indiscriminada y cruel como aquella en la que se embarcó el trío de las Azores. Es posible que los atentados en la capital británica no sean -por lo menos, no principalmente- una respuesta a la invasión de Irak, pero a estas alturas también parece obvio que la guerra convencional contra Sadam Husein y la brutal invasión de un país extranjero no constituían la réplica adecuada a la insidiosa agresión de Al Qaeda. Diga lo que diga el presidente norteamericano, el problema con el que tenemos que enfrentarnos no es la existencia de un imaginario imperio del mal al que tenemos que vencer, sino el averiguar cómo las sociedades democráticas y abiertas son capaces de defenderse de los integrismos criminales de cualquier especie, sin renunciar a su sistema de vida, basado en los valores de la libertad.
Una primera condición para que la lucha contra este terrorismo de nuevo cuño sea exitosa es precisamente el reconocimiento de su carácter internacional, que demanda respuestas basadas también en acuerdos y decisiones de idéntico significado, lo que enfatiza la necesidad de recuperar el papel de la ONU y sus instituciones anejas. Por eso es tan grave la actitud de quienes han pretendido enmascarar lo sucedido hace año y medio en Madrid con lucubraciones mendaces sobre las motivaciones e identidad de los terroristas. Por eso, también, el tremendo error cometido por la Casa Blanca y sus socios de Londres y Madrid a la hora de lanzarse a la aventura bélica en Asia, de espaldas a la legalidad y sin el asentimiento de sus principales aliados, sólo se explica por razones ajenas a la lucha antiterrorista y ligadas a oscuras motivaciones de poder. Desde que fue tomada aquella decisión, que ha costado decenas de miles de vidas inocentes, hemos visto debilitarse los organismos supranacionales mientras se perpetraba la profunda división de Europa, se potenciaban los sentimientos ultranacionalistas y los fundamentalismos de todo género, y se sumía a las poblaciones del llamado primer mundo en un ambiente de miedo y desesperanza. Los gobernantes, junto a las justas lamentaciones por lo sucedido, deberían hacer un examen de conciencia sobre lo equivocado de aquella determinación, aparentemente audaz, sin que ello signifique que tengan que sentirse culpables por lo sucedido. Los culpables del terrorismo son, exclusivamente, los terroristas, pero los líderes políticos son responsables de tomar las medidas adecuadas que garanticen, a un tiempo, la seguridad y la libertad de los ciudadanos sin añadir más horror al horror ya causado. Es una tarea nada fácil, desde luego, virtualmente casi imposible, pero de la que de ninguna manera pueden abdicar quienes voluntariamente se presentan ante la ciudadanía como conductores de su destino.
En España hemos padecido durante los últimos meses la demagogia -esa sí, culpable- del antiguo ministro del Interior, y actual secretario general del PP, jaleado por una abundancia de corifeos mediáticos, en torno a la identificación del "verdadero autor intelectual" de los atentados de Madrid. Se ha puesto en duda la limpieza de la investigación judicial y policial sobre aquellos sucesos, al tiempo que se propagan toda clase de teorías peregrinas, culpando de los hechos lo mismo a terroristas etarras que a espías franceses o marroquíes, e incluso a guardias civiles más o menos corruptos, o más o menos hábiles, con tal de ocultar la miserable actitud de un gobierno que ocultó información, cuando no mintió descaradamente, tratando de rentabilizar en las urnas el pánico generado por los atentados. Se ha politizado a las víctimas, discriminándolas y dividiéndolas, difamándolas cuando se expresaban de forma diferente a la deseada por los gurúes de la radio episcopal, injuriando a sus representantes y calumniando al encargado oficial de su tutela. Se ha roto la unidad democrática y la solidaridad debida con los directores de la lucha antiterrorista y se ha obstaculizado y ridiculizado el valeroso esfuerzo del gobierno y el parlamento, a la hora de buscar una solución duradera para nuestro particular terrorismo doméstico. La memoria de los casi doscientos muertos en las estaciones madrileñas no sirvió para moderar la indecente actitud de quienes no paraban en barras a la hora de defender su mancillado honor de gobernantes, incluso a base de confundir a la opinión pública, dividir al cuerpo social y crispar hasta el extremo la convivencia política. Quizás el sacrificio horrible de las inocentes víctimas del metro londinense sirva ahora para que rectifiquen su actitud, y atiendan a los deseos de unidad democrática que expresan los ciudadanos de cualquier ideología y condición, frente a una amenaza que es común a todos.
En el plano internacional, el reforzamiento de las instituciones de ese género y la cooperación, todavía muy pobre, entre los diferentes sistemas y servicios de seguridad son la única manera posible de confrontar el peligro. Éste no es un problema de americanos, ingleses o españoles; es un problema global que demanda respuestas globales. Requiere, por lo mismo, una Europa política más unida y fuerte, con un liderazgo más relevante que el que ejerce el antiguo anfitrión de las Azores, y una cohesión mayor en la de-fensa de los valores fundamentales de la democracia frente a los particularismos de unos y otros. Demanda también una Alianza Atlántica menos sometida al unilateralismo de la primera potencia mundial y más comprometida con el futuro de las poblaciones a las que defiende. En definitiva, el mensaje de muerte de los fanáticos seguidores de Bin Laden pone de relieve la necesidad de un cambio profundo en nuestras instituciones de gobierno y en las motivaciones que agitan las pasiones del poder.
La batalla tiene que darse en muchos frentes: en el policial y judicial desde luego, pero también en el cultural, en el educativo y en el religioso. Atañe a la integración de los inmigrantes que llegan por oleadas al mundo desarrollado, a las cuestiones planteadas por el multiculturalismo, a la lucha contra las desigualdades económicas, y a la eliminación del exasperante y ciego egoísmo de las sociedades capitalistas. Atañe, en definitiva, a la recuperación de los valores de la democracia, a la eliminación del odio como caldo de cultivo de la política y al reconocimiento de la existencia del otro en el marco de nuestra convivencia plural. Algo por lo que deberían velar (en España, por ejemplo) no sólo los responsables políticos, sino los medios de comunicación, y de manera connotada aquellos que, en nombre de la defensa de sus accionistas, inundan los hogares de basura televisiva o inmundicia radiada, contribuyendo a ese ambiente de división social y miedo. La Alianza entre Civilizaciones, objetivo proclamado por José Luis Rodríguez Zapatero, puede parecer un programa ingenuo o utópico, pero es el camino adecuado para acabar con la insidiosa amenaza del terror global. Para que tan elogiable deseo se convierta en realidad, son precisas la represión del crimen y la victoria sobre los terroristas. Pero también, y sobre todo, la recuperación de un clima de confianza entre los dirigentes del mundo democrático, en el terreno doméstico y en el plano internacional. Algo que, hoy por hoy, brilla por su ausencia.
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