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Columna
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Nuevas afrentas del trío de Königsberg

¿Se puede saber que hacían de nuevo el aún canciller federal alemán, Gerhard Schröder, y el aún no dimisionario presidente francés, Jacques Chirac, erigiéndose en representantes de la Unión Europea en una cumbre con el presidente Vladímir Putin para arreglar el mundo? Los dos grandes líderes del fracaso del núcleo europeo han pasado un conmovedor fin de semana en Kaliningrado celebrando con Putin el 750º aniversario de la fundación de Königsberg, la antigua capital de Prusia Oriental, que desde su destrucción hace 60 años se llama Kaliningrado. Han acudido diligentes a un festejo preparado por el Kremlin como afrenta a otros miembros de la UE, al excluir de la invitación, cursada a más de 40 países, a Polonia y Lituania, precisamente los Estados vecinos de ese enclave ruso en territorio europeo.

La falta de sensibilidad histórica del canciller alemán es tan conocida como el arrogante desprecio que despliega Chirac hacia unos países centroeuropeos y bálticos que recuerdan tan bien los asaltos alemanes y rusos a sus territorios como la indiferencia francesa cuando sucedían. En dichos países se toma nota, con estupefacción, del enésimo desplante franco-alemán. Aunque a nadie debiera extrañar que estos dos no se acuerden de tragedias ajenas en el siglo XX, sí parecen haber olvidado su propia situación actual.

La cumbre ruso-franco-alemana, celebrada en el antiguo balneario prusiano de Rauschen, hoy Sowjetlogorsk, no podía tener otro resultado inmediato que la generación de más desconfianza entre miembros de la UE, resultado sin duda apetecido por Putin. Éste ya había tenido gran éxito en ello cuando logró casi plena asistencia a los actos de exaltación soviética en el 60º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Los hoy socios de la UE, que vivieron el mayo de 1945 como mero relevo de una bárbara ocupación extranjera por otra, no oyeron en Moscú ni una palabra de pesar o reconocimiento a su sufrimiento de medio siglo que siguió a la llamada liberación.

El encuentro trilateral de Sowjetlogorsk ha estado revestido de toda esa simbología multipolar que gusta al eje antiestadounidense que se fraguó antes de la intervención norteamericana en Irak, cuya doctrina suprema es el antiatlantismo. Putin disfruta dándoles cancha a los dos prejubilados, aunque sabe que ambos van a la cita del G-8 en Gleneagles (Escocia) con poco más que su presencia física. Simbolismos aparte, esta semana sí que tendrá Putin una cita realmente importante. El jefe del Estado de China, Hu Jintao, inicia el jueves una visita a Rusia para intensificar las -éstas sí- excelentes relaciones bilaterales. Las reticencias europeas -que no de Schröder y Chirac- a poner fin al embargo de armas a China otorgan especial relieve a la reforzada cooperación militar ruso-china, que vuelve a los niveles óptimos de antes de la ruptura de Mao Zedong con la URSS en 1956.

Aquí está de nuevo ese fantasmal eje de ocasión, París-Berlín-Moscú-Pekín, eso sí, con las dos capitales occidentales como parientes débiles, y las orientales, conscientes de su poder y decididos a poner coto a molestos movimientos democráticos en casa y entre el Cáucaso y la frontera china. Objetivo de estas dos es dinamitar la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE). Este organismo, el único que desde el atlantismo promueve los derechos humanos y la democratización en zonas de crisis, ha sido decisivo en los reveses a los intereses antidemocráticos de Moscú y Pekín. Putin y Hu Jintao hablarán de ello, y el encuentro de Königsberg les será útil porque aumenta los recelos entre democracias europeas. Moscú no quiere más revoluciones democráticas como las de Georgia o Ucrania. La reciente matanza de centenares de manifestantes contra la satrapía del presidente Karímov en Uzbekistán ha sido aplaudida por Putin. Schröder y Chirac han callado, como ya hicieron cuando el Kremlin quiso revivir como imperio con su estafa en Kiev. Es humano que estas dos tristes figuras busquen consuelo en Königsberg, donde les tratan con respeto y se le ríen los chistes antibritánicos a Chirac. Pero es patético que presten servicios a las maniobras antiatlánticas de Putin. Hay formas más dignas de decir adiós al cargo. Incluso desde la irrelevancia se puede ser algo leal.

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