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Alianza de Civilizaciones

El pasado 21 de septiembre, el presidente del Gobierno hizo pública en Nueva York su propuesta de una Alianza de Civilizaciones destinada a evitar que se alce en el mundo un nuevo muro de odio y de incomprensión. Pero si el de Berlín era la representación física de la división de Europa, y tras él se escondía la amenaza de un enemigo que era visible y cuantificable, el desafío que ahora nos perturba es más sutil, más perverso también, ya que siembra en las mentes y en los corazones la semilla del odio y de la exclusión. Y porque está también entre nosotros. Si el lugar elegido para presentar esta iniciativa no fue casual ni caprichoso, tampoco lo fue la persona a quien iba directamente dirigida. La apuesta que hizo José Luís Rodríguez Zapatero por las Naciones Unidas y por su secretario general responde a una firme convicción, a una decidida opción por el multilateralismo y por el protagonismo que, con el respaldo de los Estados miembros, corresponde a esa Organización en tanto que depositaria de la legalidad y la legitimidad internacionales.

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El reto al que nos enfrentamos es fenomenal. Buena prueba de la clara conciencia de que semejante amenaza existe son los numerosos proyectos que ya están en marcha para evitar una confrontación que para algunos es irremediable, cuando no la dan ya por hecha. Es, sobre todo, el espectro de un choque brutal entre el mundo occidental y el mundo musulmán. Entre los valores de aquél y los designios del que se ha dado en llamar islam político radical. Entre una concepción y una vivencia secularizada de la religión, circunscrita al ámbito privado, y la exacerbación de un credo que no deja resquicio alguno al libre albedrío. Algunos de esos proyectos son de naturaleza interconfesional o cultural. Los hay de alcance regional -como el proceso de Barcelona, que en breve celebrará su X aniversario-, en tanto que otros tienen vocación global, como el Diálogo de Civilizaciones del presidente Jatamí, que cumplió siete años el pasado mes de abril. Unos ponen el acento en la educación; otros, en la seguridad y en la lucha contra el terrorismo. Domina en todos ellos la idea del diálogo, de la imperiosa necesidad de democracia y de respeto de los derechos humanos; del buen gobierno y del desarrollo económico y social; de la lucha contra la pobreza y la enfermedad y contra cualquier forma de discriminación. Todas esas propuestas persiguen a la postre un mismo objetivo: la promoción de una conciencia universal sobre la unidad y la interdependencia del género humano. Nadie en su sano juicio, por otra parte, puede desconocer que afrontamos un gravísimo problema. Nadie decente puede tampoco ignorar la parte de responsabilidad que nos incumbe, al mundo occidental, a ese llamado "primer mundo", en alguna de las causas que lo han provocado. Nos sentimos a menudo impotentes, y desde luego siempre perplejos, ante el estallido de una fractura entre dos visiones irreconciliables del mundo y de las relaciones entre los pueblos. De una parte, la de los extremismos fundamentalistas, la de la voluntad de exclusión del otro, a quien se percibe con desconfianza, con temor incluso, sobre todo si es nuestro vecino. De otra, la que postula la moderación y la necesidad de entendimiento mutuo. Frente a los que predican la erradicación de aquel que no está con ellos, debe alzarse una coalición integrada por quienes -la inmensa mayoría- creen en la igualdad de todos, mujeres y hombres, cualesquiera sea su raza, su religión y su cultura; sus creencias o sus descreencias. Se impone, para ello, la movilización de los gobiernos, respaldados y atizados por la sociedad civil.

Han transcurrido nueve meses desde que el presidente del Gobierno expuso sus ideas ante la Asamblea General de la ONU. La Alianza de Civilizaciones, entretanto, ha ido tomando cuerpo. El primer y significativo paso fue el interés que, desde un primer momento, suscitó en el mundo islámico, aunque ciertamente no sólo en él. Una veintena de países, de Malasia a Argentina, de Italia a Suráfrica, ya le han ofrecido su respaldo. El primer ministro de Turquía ha aceptado copatrocinar el proyecto junto con su homólogo español. Esta decisión, mucho más que un simple formalismo, encierra una profunda carga simbólica, al tiempo que proyecta a la comunidad internacional un fuerte mensaje político. El de dos viejas naciones, cargadas de historia, con un pasado de enfrentamientos, que comparten también un legado común y que hoy están empeñadas en construir juntas un futuro mejor para la humanidad. Recep Tayyip Erdogan y José Luís Rodríguez Zapatero se han dirigido a Kofi Annan pidiéndole, en su calidad de copatrocinadores de esta iniciativa, que proceda a su proclamación formal en las Naciones Unidas y a la designación de las personalidades que integrarán el Grupo de Alto Nivel encargado de someterle sus recomendaciones con vistas a las acciones a adoptar en el futuro. Tarea ésta que corresponderá entonces al secretario general.

Si el camino que queda por recorrer es largo, y a nadie se le escapan sus dificultades, la Alianza de Civilizaciones está adquiriendo ya esa visibilidad que le es necesaria para dotarla también de una incuestionable credibilidad. El reto es importante, como lo es el mal que nos aqueja. El resto hay que echarlo con la juventud, con las generaciones venideras; de ahí el papel determinante de la educación. Hay que hacer frente a los extremistas en su propio terreno; por eso serán decisivos los medios de comunicación -la televisión en particular- e Internet. No bastará con identificar los problemas; serán necesarias medidas prácticas que, a su vez, requerirán el resuelto compromiso político de los gobernantes, presentes y futuros. Deben imponerse la democracia y el respeto de los derechos humanos; por eso no podemos permanecer hechizados ante esa paradoja que trae consigo la libertad, pues de otro modo caeremos en la inacción. Hay que aprovechar esa ola de fondo que parece agitarse en buena parte del mundo y que reclama libertad, igualdad y fraternidad.

Máximo Cajal es embajador de España

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