¿Vetos a la igualdad?
El Congreso de los Diputados aprobó ayer definitivamente el proyecto de reforma del Código Civil que permite que dos personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio y les otorga todos los derechos propios de ese estado, superando el veto que se había presentado en el Senado la semana anterior. Los partidos conservadores de ámbito territorial diverso que propiciaron ese veto con el argumento de que la unión entre personas del mismo sexo podrá ser unión de hecho u otra cosa, pero no merece la denominación de matrimonio.
El problema que se plantea, obviamente, no es semántico. Si lo fuera, ya tendríamos una ley de ámbito estatal que regulara estas uniones. Sin embargo sólo las comunidades autónomas las han elaborado, reconociendo facultades diversas a los que integran estas uniones, en particular en lo relativo a la adopción, que unas permiten y otras excluyen de manera expresa. El debate se centra en si las convicciones éticas, morales o religiosas, propias del ámbito privado, pueden adquirir relevancia pública y justificar una discriminación legal. Se argumenta, desde esas creencias que, como el matrimonio sólo es posible entre el hombre y la mujer, cualquier otra forma de entenderlo será otra cosa, pero no matrimonio.
Ningún derecho reconocido a las personas de distinto sexo que contraigan matrimonio queda limitado o matizado
El argumento plantea algunos problemas de índole constitucional. El primero, que el artículo 14 de la Constitución proclama de manera categórica que "los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal". El principio de igualdad es un derecho fundamental de protección reforzada y, además, un principio inspirador del ordenamiento jurídico, porque se ha proclamado como "valor superior" de nuestro ordenamiento jurídico en su artículo 1.1, de manera que ni siquiera las leyes aprobadas por una mayoría suficiente en las Cortes Generales pueden vulnerar ese mandato, bajo sanción de inconstitucionalidad.
Una pareja que contrae matrimonio tiene ciertos derechos y obligaciones reconocidos por las leyes. Entre otras, están la obligación de prestar alimentos, respetar la parte de la herencia que forzosamente debe corresponder al cónyuge, la de socorro mutuo, el derecho a percibir pensión de viudedad, al ejercicio compartido de la patria potestad, derechos de subrogación arrendaticia, a percibir prestaciones asistenciales, a adoptar hijos en común o a gozar de la protección que los poderes públicos deben dispensar a las familias, cualquiera sea su clase, conforme al artículo 39.1 de la Constitución.
De todos esos derechos carecen quienes forman una familia, un proyecto estable de convivencia, pero no pueden casarse porque son personas de igual sexo. La reforma pretendida quiere que esa imposibilidad cese, que termine lo que de alguna forma se percibe como una discriminación que puede ser contraria a la Constitución.
Por eso, cuando el Senado veta una reforma como la planteada, basándola en respetabilísimas creencias religiosas, éticas o morales, impide un avance hacia la igualdad jurídica de los integrantes del matrimonio. Cuando se escudan en la dicción literal de la Constitución sobre el matrimonio que contiene el artículo 32.1, olvidan explicar que allí se dice que "el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica", es decir, que no se exige que el vínculo sea entre ellos, salvo que se busque de propósito una lectura restrictiva.
La Constitución añade, en el art. 32.2 que "la ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad de contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos". Cómo haya de ser el matrimonio es, por lo tanto, una cuestión de legalidad ordinaria. Y el legislador, al elaborar una norma jurídica, puede disponer que el matrimonio tenga la forma que le parezca oportuna, siempre que se respeten esas directrices constitucionales, y por encima de todas, como valor superior del ordenamiento jurídico, el principio de igualdad.
Nuestro Código Civil, cuando regula el matrimonio, no puede obviar las exigencias constitucionales. Además ni uno sólo de los derechos reconocidos a las personas de distinto sexo que contraigan matrimonio queda limitado o se matiza. Simplemente se trata de que también los tengan quienes son de igual sexo pero desean una comunidad de vida semejante a la de los demás, con idénticos efectos jurídicos y sin pretender imponer unos valores diferentes.
Se trata, sencillamente, de acabar con una discriminación histórica y reconocer una realidad social que es mayoritariamente aceptada en una sociedad tolerante y democrática como la nuestra.
Edmundo Rodríguez Achútegui es portavoz de Jueces para la Democracia
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