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PRIMER PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS PARA LA DANZA

Voluntad, estilo, fuerza y vuelo de Maya Plisétskaia y Tamara Rojo

El premio de las Artes distingue a las dos bailarinas como "la más alta expresión de sus generaciones"

La más grande bailarina rusa del siglo XX, y probablemente la última gran diva de la danza clásica, recibía hace un año en el enorme escenario del Palacio de Festivales de Cannes el Premio Irene Lidova a toda una carrera, a toda una vida entregada al ballet. Entonces el telón se abrió y en el centro estaba la mujer que fue cisne, princesa, diosa, tan erguida como siempre y dispuesta a dejar a todos con la boca abierta. De la fantástica blusa que le hace a medida su amigo Pierre Cardin emergía intacto un cuello que es leyenda. Con 79 años (este mes de noviembre cumple los 80), hizo un emotivo solo que había creado Maurice Béjart para ella tres años antes. Maya aún baila, corrobora un milagro que es una lucha contra el tiempo.

Esencialmente poseen el instinto, la costosa respiración de la danza y la belleza que son capaces de generar

El escritor moscovita y teórico del ballet Vadim Gayevski escribió hace 15 años un hermoso texto: Los personajes españoles de Plisétskaia, y allí habla de "un baile tan prodigioso como arrogante". La arrogancia no es otra cosa en ballet que esa majestad reservada a poquísimas artistas, y quizás Maya Mijailovna lo ha expresado como ninguna. Del dolor al éxtasis, la bailarina hace expresión sincera de una danza que hace olvidar los rigores de lo técnico o terrenal. La proyección escénica de Plisétskaia es probablemente la más legendaria de la historia del ballet del siglo XX, su fuerza y su imposición marcan un antes y un no hay nada después, como la glosa Sloninski en una expresión precedente de Vera Krasovskaia.

La bailarina española Tamara Rojo, actualmente primera figura del Royal Ballet Covent Garden de Londres, con 29 años y una meteórica carrera que la sitúa entre las mejores bailarinas clásicas de la actualidad, comparte hoy premio con la leyenda rusa. El arco de tiempo que las separa las une, sin embargo, en una cosa: la ingrata y oscura historia del ballet clásico en España, una batalla perdida que se ha convertido ya en tumba, en un pecado o delito de lesa cultura. Maya Plisétskaia, en su libro de memorias (traducido a más de 15 lenguas y no al castellano) pasa con elegancia por su estancia en España, una etapa que terminó con más sinsabores que honores. Ella tiene la nacionalidad española desde 1989, fue directora del desaparecido Ballet Nacional Clásico (que entonces ya había cambiado de nombre por cuarta vez en una vergonzante comedia burocrática), y después se fue a Múnich, donde reside con su inseparable Rodion Schedrin. El compositor de El caballito jorobado se casó con Maya cuando ella estaba en su esplendor. Desde entonces son inseparables y en 1967 le escribió Carmen Suite sobre el original de Bizet; el cubano Alberto Alonso ideó para ella la coreografía y así se urdió lo que hoy es ya un clásico. No era el primer papel español de Plisétskaia. Antes había sido Laurencia (inspirado en Fuenteovejuna), Kitri (o Quiteria) en Don Quijote, y finalmente, la bailarina sobre la mesa en el Bolero de Béjart. En ella se cumplía ardorosamente "el alma de la España rusa" que decía Asáfiev. Tamara también es una Quiteria que pone en juego toda la bravura balletística, pues lo baila todo bien (su Giselle de ahora roza lo escrupulosamente perfecto, y esto es muy difícil de decir en ballet). La consagración le llegó en realidad hace tres temporadas, y como tiene que ser en ballet, a través de la larga sombra del pasado. Fue con Ondina. Frederick Ashton había creado el papel y la obra para Margot Fonteyn en 1958 sobre una partitura de Hans Werner Henze. Otras lo habían bailado, pero el ballet se olvidó y la reposición en Covent Garden tuvo a Tamara como protagonista. Demasiada gente recordaba todavía a Margot (y ahí está la película de 1959). Se repetía aquello que pasaba con Callas y ciertos papeles en ciertos teatros: nadie quería pisar sobre esas huellas tan míticas como malditas. Pero Tamara nunca tiene miedo y mientras la escritora Freda Pitt la calificaba con ese adjetivo tan británico de "deliciosa", el decano de los críticos ingleses, Clement Crisp, no vacilaba en decir que si Ondina había resucitado era por el hallazgo de haber encontrado a una chica capaz de darle toda la vida que el mito necesitaba. Ondina, en un momento de la obra, persigue su propia sombra: ella va sobre sus puntas levemente, sola. Tamara Rojo lo consiguió, y no es un milagro: es trabajo. Probablemente el otro rasgo común entre Rojo y Plisétskaia sea que creen sobre todo en el trabajo. Tamara no tiene nunca días libres y ya arrastra fama de infatigable.

A Maya Plisétskaia y a Tamara Rojo, errantes y adoradas, las separan algo más que esas tres o cuatro generaciones intermedias. Ellas pertenecen a dos momentos diametralmente opuestos de la historia reciente del ballet académico. Mientras la rusa es un monumento estoico, la española asiste con su arrojo al cambio estético más acusado desde los tiempos de Fokin. El ballet está mudando de piel, para algunos se está muriendo; para otros, sencillamente evoluciona. Plisétskaia resistió con gallardía el inicio de esos cambios cismáticos, aún sobre las tablas, y así fue más moderna que las modernas. Sin duda, ahí reside la trascendencia y el valor de su danza (un baile que se adorna sólo de sus propios laureles, de su poesía) en esa lucha contra el tiempo. Tamara es hoy una hermosa empecinada, clásica entre las clásicas. Menuda, pero con una seguridad que asusta. El Premio Príncipe de Asturias a Maya y Tamara hay que leerlo como una parábola que quiere premiar al ballet mismo, un arte hoy peligrosamente herido. Ellas, esencialmente poseen el instinto, la costosa respiración de la danza y la belleza que son capaces de generar, pues las bailarinas, cuando son grandes, llegan a ser como sus figuradas heroínas vestidas de tul.

Maya Plisétskaia.
Maya Plisétskaia.REUTERS
Tamara Rojo.
Tamara Rojo.ULY MARTÍN

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