La maldición de la precuela
La última precuela de La guerra de las galaxias pone en evidencia, paradójicamente, no el talento de su avispado creador, George Lucas, sino el de Francis Ford Coppola. Comprendo que esta aseveración, conciudadanos, merece una explicación; y como articulista a vuestra disposición que soy, esta explicación que os debo os la voy a dar.
Y es la que sigue. El señor Coppola tuvo el inmenso talento de incluir la precuela de El padrino nada menos que en El padrino II, prueba viviente de que segundas partes sí pueden ser buenas cuando detrás se encuentra alguien a quien le sobran ideas para un guión que, recogiendo la historia de la salida de Vito Corleone de Sicilia, su llegada a Estados Unidos y su ascenso a la categoría de padrino, enlace con la continuación de la saga familiar. Es decir, que Coppola, con semejante lección magistral y apoyándose en la interpretación con que uno de los grandes, Robert de Niro, precedió a su precedente Marlon Brando, se libró para siempre de la posibilidad de que alguien (incluso él mismo, en apuros económicos casi siempre) rodara una trilogía para teenagers sobre los antecedentes del clan Corleone. Imaginen tres entregas plagadas de delincuentes juveniles con acné persiguiendo a la niña de turno entre pizzas de descongelado rápido.
Esta brillante conclusión mía la he sacado, conciudadanos, de esa imagen incluida en la publicidad de La venganza de los sith, en la que aparecen juntos Hayden Christensen, Ewan McGregor y un Yoda volador que más bien parece la abeja Maya ¿Podemos creer que los componentes de un trío tan banal, pesado y sin humor, se convirtieron más adelante en el majestuoso y aterrador Darth Wader, el elegante Obi-Wan Kenobi y el oportuno Yoda que admiramos en los primeros tres capítulos? Anda ya.
Pero la maldición de la precuela es un negocio, y ni siquiera necesita grandes estrellas que se lleven una pasta; con unos niñatos y un par de secundarios les sobra. El técnico-productor-director se fabrica asimismo un guión (por otra parte, parece que los guionistas profesionales ya no son necesarios) con cuatro cositas (o dos: la fuerza, el lado oscuro), y el resto se obtiene digitalmente. El resto, en realidad, es muy poco, pero a quién le importa. Entre dos luchas o batallas, y dos exhibiciones de aparatos letales, los actorcitos recitan con intensidad sus nimiedades, paseándose por un futuro que parece haber sido diseñado por un sádico: sin bares, sin restaurantes, sin bolsillos en las túnicas, pero, eso sí, con tresillos y una futura mamá preocupada por decorar la habitación de su rorro. Francamente, en el sector porvenir sin esperanza, prefiero Blade runner, que tenía restaurantes asiáticos, cabarés con actuaciones eróticas de replicantes, y cristalería de diseño para el bourbon.
Pelos de punta se me ponen al pensar que, en su afán de precuelear (perdón por el palabro) y dada su profunda sequía neuronal, Hollywood alcance a proporcionarnos algún día la versión previa de Casablanca, digerida para que la engullan los adolescentes y otros subadultos junto con las palomitas y las chocolatinas. Casablanca, como toda película inteligente, da muchas pistas acerca del pasado de los personajes. Nada resultaría más estimulante que situar a una pareja juvenil en una precuela donde se mostrara su geográficamente alejado crecimiento. Ella, en su nórdico país natal, con su corrector de dientes y sus trenzas rubias, trotando entre fiordos con el romanticismo en flor; paralelamente, él, un poco más crecido, pero todavía adolescente y con esmoquin blanco para la fiesta del instituto, ya pensando en comprarse un sombrero y una gabardina a juego con los que embarcarse en tremendas aventuras europeas. Por en medio, como estamos en la Depresión económica del 29, él pierde a su papá de un ataque de bolsa y tiene que hacerse camarero en un garito que burla la Ley Seca para mantener a su mamá y sacarle partido al esmoquin.
Y no sigo, conciudadanos, que igual me lo copian.
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