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¿Manda Dios o manda el César?

"Si el proyecto de ley al que nos referimos llegara a promulgarse tal como está formulado, quedaría seriamente comprometido el futuro de la familia en España y gravemente dañado el bien común de nuestra sociedad". Son palabras de los obispos, pero no se refieren a la ley de los matrimonios homosexuales que el Parlamento español está tramitando en la actualidad y a la que tan virulentamente están respondiendo, sino a la Ley del Divorcio que el Gobierno de la UCD promovió en 1981. El tiempo pasa y las costumbres cambian, pero la retórica clerical se mantiene inalterable. Desde la muerte de Franco, la Iglesia católica y la derecha más ultramontana han alzado su voz para condenar la despenalización del adulterio, la autorización de la pornografía, la venta de anticonceptivos, el divorcio, el aborto terapéutico e incluso el matrimonio civil. Es decir, para condenarlo todo. Y siempre lo han hecho con los mismos argumentos: si esas reformas legales entraban en vigor, la sociedad en su conjunto comenzaría a descomponerse y todos los valores morales que compartimos acabarían desapareciendo. Nuestro país se convertiría en Sodoma y Gomorra.

No parece que la España de hoy sea Sodoma y Gomorra. Nadie piensa ya, por ejemplo, que haya que obligar a quien no cree en Dios a casarse delante de un altar. Nadie reivindica hoy la abolición del divorcio. Y a juzgar por las paupérrimas tasas de natalidad que desde hace décadas tiene nuestro país, nadie toma tampoco muy en serio la peligrosidad moral o social de los anticonceptivos. Con los matrimonios homosexuales pasará dentro de muy poco lo mismo. Nadie entenderá que se hayan celebrado disputas encarnizadas sobre esa cuestión ni que se haya invocado al mismísimo Satanás para prevenir de sus consecuencias.

Desde hace 30 años, la Iglesia y sus coristas han respondido con la misma facundia a cualquier cambio. Todas las reformas ponen en peligro la familia y, por lo tanto, a la sociedad en su conjunto. En todos los casos se invoca el derecho natural, el orden moral y la recta razón, sin que nunca se nos haya explicado por qué el orden que se predica desde los púlpitos es más moral que el que se promulga desde los parlamentos y por qué la razón de un obispo es más recta que la de los demás.

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La Iglesia pide respeto para sus opiniones, pero hace mucho tiempo que se le debería haber negado ese respeto. Llevamos décadas consintiendo cosas que no deben ser consentidas. En el documento Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, elaborado en junio de 2003 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, que entonces presidía el hoy Papa Benedicto XVI, se dice textualmente: "Las siguientes Consideraciones se proponen no solamente a los creyentes, sino también a todas las personas comprometidas en la promoción y la defensa del bien común de la sociedad". Y luego se vuelve a hablar ocho veces más del bien común, ese mismo bien común que quedaba "gravemente dañado" con la Ley del Divorcio. Es decir, el rechazo al matrimonio homosexual no se fundamenta en la defensa de un estilo de vida determinado, que puede elegirse o no, ni en el predicamento de unas determinadas creencias religiosas, que pueden tenerse o no, sino en algo que está por encima de todo eso, en un Absoluto que nos vincula a todos: el bien común. ¿Hay una forma de argumentar más tramposa, más falaz y más ventajista? ¿No se crearon los parlamentos para decidir en ellos, y no en las iglesias o en los palacios, cuál es el bien común? Y por último, ¿qué instinto suicida es el que domina a una sociedad para que más de sus dos terceras partes apoyen una medida legislativa que la perjudica gravemente, que la condena a la catástrofe y a la calamidad?

Las argumentaciones en contra de las reformas del Gobierno socialista son de tal indigencia intelectual que resulta difícil rebatirlas. Se ha dicho, por ejemplo, que esta ley pondrá en peligro la natalidad, como si los gays, ante la imposibilidad de casarse, fueran a ponerse a procrear como locos. Se ha dicho que al ver que cualquiera puede casarse ya, los heterosexuales, desencantados, no querrán hacerlo. Se ha dicho que esta reforma deja el camino abierto a que se exija a continuación el matrimonio zoofílico, como si hubiera alguna cabra que reclamara su derecho a heredar. ¿Qué respeto pueden pedir quienes argumentan así? Esto no ha sido un debate, sino una charlotada.

Hace unas semanas, en una entrevista en EL PAÍS, José Gabaldón, el presidente del Foro Español de la Familia, organización que ha convocado la gran manifestación de Madrid en contra de la reforma, aseguraba que "los estudios que determinan que no hay diferencia en los niños

[criados en parejas homosexuales] y que la educación puede ser igual que los demás han sido de encargo y realizados sin base científica. Hay estudios que demuestran lo contrario". El entrevistador entonces le preguntaba que cuáles son esos estudios, y Gabaldón respondía: "En este momento no lo sé, pero se los haré llegar". Es posible, como decía Sócrates, que no haya hombres malos, sino únicamente ignorantes.

El argumento preferido por el brazo seglar de los contrarreformistas, dirigido por el Partido Popular, es el de que los derechos civiles de los homosexuales deberían haberse reconocido mediante una legislación específica -una ley de Parejas de Hecho- y no mediante su integración en la institución del matrimonio. No cometamos el error de creerles. En noviembre de 1999, la Asamblea Nacional francesa aprobó, a iniciativa del Gobierno socialista de Jospin, la Ley del Pacto Civil de Solidaridad, ley que daba naturaleza jurídica a las uniones de hecho y que permitía por primera vez a los homosexuales ver reconocidos toda una serie de derechos salvo el de la adopción. Una ley, en fin, como la que esos fariseos de la derecha española defienden ahora. Pero ¿qué ocurrió en Francia? ¿Aceptaron templadamente la ley los conservadores de allí y los obispos, la apoyaron incluso? Nada de eso. Organizaron la misma escandalera que sus iguales están organizando en España, dijeron las mismas barbaridades y anunciaron el mismo Apocalipsis. La Iglesia católica aseguró que la ley aprobada convertía la institución del matrimonio en algo completamente inútil, y un diputado del RPR de Chirac aseguró que se trataba de "un proyecto de ley estalinista". En España habría ocurrido igual. Que a nadie le quepa duda.

En el documento del que hablábamos antes, Consideraciones acerca..., que firmaba Ratzinger y que ha servido de guía a la Conferencia Episcopal Española y a sus acólitos, se repasa prolijamente la naturaleza del matrimonio y se analizan desde los cuatro costados las relaciones homosexuales. Es un documento extenso, de 10 folios de solemne prosa. Se hacen observaciones jurídicas, antropológicas, espirituales, psicológicas, biológicas y sociales. En ningún momento, sin embargo, se emplea la palabra amor ni ninguno de sus derivados semánticos (amante, amar, etcétera). La Iglesia, que se suele llenar la boca hablando de valores y lamentando el terrible materialismo que gobierna el mundo moderno, cree que se puede discursear del matrimonio, de la adopción de niños y de la homosexualidad sin hablar de amor. Ése es el nudo gordiano de este conflicto. Que sus valores, como su reino, no son de este mundo.

Luisgé Martín es escritor.

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