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El terrorista y sus víctimas: personas en busca de sentido

La víctima terrorista propiamente dicha ya no está en condiciones de buscar sentido por sí sola. Ha muerto, ha desaparecido de este mundo, pero aun así, el sentido de su vida no ha quedado fijado de forma definitiva en el momento de su asesinato. No es ése el instante en el que hay que preguntarse si tuvo o no tuvo sentido, o si tuvo más o menos, sino que también cuenta lo que hagamos nosotros después en consideración a ella.

Para el segundo tipo de víctima, para la familia o para sus amigos, la cuestión es más clara todavía. Su sufrimiento es actual y permanente, pero el sentido de ese sufrimiento está por escribir. Y aunque su protagonismo en esa búsqueda es indudable, también depende en gran medida de actuaciones ajenas que la víctima es incapaz de controlar completamente.

Esta dependencia externa en la búsqueda de sentido no es tan evidente en otro tipo de muertes, como las causadas por enfermedad o accidente. La mayoría acontecen en un ámbito privado, ajeno a cualquier avatar político, donde la responsabilidad de la víctima para culminar la búsqueda con éxito o sin él es estrictamente individual. Aquí, sin embargo, decisiones ajenas de carácter público tienen una enorme capacidad de incidir violentamente sobre el carácter más fundamental e íntimo de la vida del individuo: sobre el propio sentido de su vida y de su muerte.

Pero en esta tragedia hay más personajes. De hecho, nos falta el personaje fundamental: el criminal, el causante de todo ese dolor. Él también se encuentra en busca de sentido. Y me atrevería a decir que más todavía, porque él se juega aún más. Si fracasa completamente, su papel estará más próximo al de asesino que al de héroe, su sufrimiento -en la cárcel, en la clandestinidad o en el exilio-, insoportable sufrimiento sin sentido, y, además, deberá asumir el ser agente provocador del mismo dolor sin motivo en la pluralidad de sus víctimas.

También él, desde luego, depende de los demás. En realidad, en el mismo instante que emprendió su actividad terrorista asumió que dependía absolutamente de los demás. Porque, por esencia, el terrorismo, consciente de sus limitaciones militares, sabe que su éxito depende en última instancia de la negociación, es decir, de nosotros.

A la postre, entonces, nos corresponde a nosotros, los que no somos terroristas y tampoco víctimas, más que por simpatía, pero no en cantidad suficiente como para que afecte sustancialmente al sentido de nuestras vidas, decidir cómo nos comportaremos y cómo distribuiremos sentido. Y deberemos decidir bien, teniendo en cuenta la justicia de la decisión, justicia inseparablemente ligada a la valoración de sus consecuencias.

Ni el terrorista ni sus víctimas quieren que la muerte del asesinado haya sido inútil. Al contrario, quieren encontrarle un sentido. Pero ambos sentidos son radicalmente incompatibles. Con el asesinato, el terrorista busca generar terror, "socializar" el dolor, eliminar contrincantes, forzar comportamientos, doblegar resistencias; pero siempre en función de un fin todavía no alcanzado. Para la familia y amigos la consecución de ese fin sería insoportable, porque implicaría reconocer que esa muerte estuvo bien, que no fue un asesinato, sino una ejecución; que, en definitiva, la víctima merecía morir y que está mejor muerta que viva.

Ellos también quieren buscar un sentido, para sí mismos y para el muerto, pero otro muy distinto: que murió luchando por lo que estaba bien, que gracias a esa muerte se movilizaron unos y otros, que su propio sufrimiento se sigue aplicando a despertar conciencias y a vencer al mal para que no dañe a nadie más y, sobre todo, a la consecución de la justicia, a la íntegra reparación conmutativa. Para la víctima es fundamental que la muerte haya resultado, a la hora de cuadrar las cuentas, absolutamente inútil para el terrorista: que no obtenga ninguna contrapartida política, que sea detenido y que cumpla su condena. Sólo así podrá tener pleno sentido su propio sufrimiento.

A primera vista, decidir parece sencillo: el terrorismo es injustificable, más aún en una sociedad libre y democrática como la nuestra, y como el que desencadenó esa macabra espiral fue el terrorista, será entonces él el que deba soportar íntegramente la falta de sentido. En definitiva, sus actos deben aparecer frente a todos, incluido frente a él mismo, como lo que son: como crímenes.

Sin embargo, esta decisión plantea un inconveniente: y es que no es asumible para el terrorista. El fracaso político y militar sí puede serlo, pero la indignidad personal, definitivamente no. Y así como el terrorista sabe que no puede imponerse militarmente y que el objetivo final es la negociación, también sabe que es muy difícil derrotarlo de forma completa, máxime si cuenta con un sensible apoyo popular. En consecuencia, si el coste de la paz es la indignidad, seguirá matando.

A nosotros tal conclusión puede parecernos esquizofrénica: seguir siendo un criminal para no ser un criminal, pero desde los presupuestos mentales del terrorista es una consecuencia lógica y natural.

Cabe entonces preguntarse si éste es un juego de suma cero (si ganan unos, pierden necesariamente otros) o es posible, respetando el sentido de las víctimas, encontrar algo de sentido para los terroristas. Estamos de acuerdo: no se lo merecen, pero reconocerles ese algo de sentido puede servir para acabar definitivamente con ellos. Pues bien, si existe algún factor que puede servir para romper la aparente incompatibilidad de sentido es el de los presos.

La excarcelación de los presos es un objetivo que desde ya hace muchos años ha venido a pasar al primer plano en la motivación del terrorista. La solidaridad se siente cada vez menos en relación a un prístino pueblo irredento, cuya traducción vital en la actual sociedad vasca parece merecerla poco, desde el momento en que el terrorista es consciente de lo bien que viven la mayoría de sus conciudadanos nacionalistas, todo el día del txoko a la sidrería. Hoy la solidaridad se siente principalmente con los presos y con sus familiares. Precisamente su política de "socialización del sufrimiento" está destinada a hacérselo pasar tan mal a los vascos no nacionalistas como el Estado se lo hace pasar a los presos y a sus familias. Por ello, abandonar la lucha a cambio de la libertad de los presos tiene sentido, al menos para la mayoría, especialmente entre los actuales activistas en libertad. Otra cosa es, por supuesto, y aunque pudiera parecer paradójico, para algunos presos, especialmente para los históricos. Matar para entrar en la cárcel, estar allí muchos años y salir sin haber obtenido nada a cambio de ese sufrimiento no es precisamente algo cargado de sentido. Por eso pedirán algo más, pero si se les dice categóricamente que no, como debe ser, la mayoría se impondrá, con permiso de los posibles Omagh, que Dios quiera que no existan.

Como hemos visto, dar ese algo más sería insoportable para todos, pero especialmente para las víctimas. Sería un atentado existencial injusto y criminal. Criminal, porque justificaría el crimen: sería incluso peor que volver a matar a la víctima, porque le arrebataría hasta el propio sentido de su vida y de su muerte. Pero liberar a los presos no es lo mismo. No deja a las víctimas sin sentido, porque han ganado, porque la lucha que emprendieron por conseguir la paz sin que el crimen imponga el marco de organización política y cívica se ha conseguido.

Sí, muy bien, podrán responder algunas víctimas, pero ¿dónde queda la justicia? Quizá habría que contestar que, puestos a elegir, como forzosamente hay que hacer, para la víctima debe ser mejor obtener más sentido con menos justicia que más justicia con menos sentido.

Rodrigo Tena es notario.

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