Procesos y decisiones
Se supone que el presidente del Gobierno no habla a tontas ni a locas. Se supone que cuando afirma que está dispuesto "a arriesgar", a "llegar hasta el final" para conseguir la paz, lo hace porque tiene razones para creer que es posible alcanzarla. Y lo mismo cuando anticipa que acudirá al Congreso a pedir autorización para iniciar conversaciones con ETA, si se dan las condiciones adecuadas para acelerar su final. De hecho, algunas de las manifestaciones e iniciativas más destacables de Rodríguez Zapatero en este ámbito sólo adquieren sentido como mensajes de respuesta a otros previamente recibidos.
El problema está en que no se sabe qué recados ha enviado ETA al presidente para hacerle pensar que, más allá de su optimismo antropológico y del análisis de la coyuntura, hay ahora motivos para vislumbrar la definitiva desaparición del terrorismo sin mediar concesiones políticas. El problema está en que, mientras resulta muy evidente el cambio de disposición del Gobierno -de una posición estrictamente de combate al terrorismo, a una nueva que trata de combinar la represión con una expectativa de final dialogado- no se ha visto todavía la clara voluntad ni las actitudes inequívocas de ETA que le den sentido. El único dato verificable, y el factor que ha propiciado el actual clima, es que van a cumplirse dos años sin un asesinato, indicativo a su vez de la crisis en que ha puesto a la organización la ofensiva total del Estado tras la ruptura de la tregua y la irrupción en Occidente del terrorismo islamista, que maneja otras escalas. Sin embargo, todavía no se ha producido por parte de ETA ni de su entorno político, más allá de declaraciones polivalentes, un gesto recíproco perceptible.
Se sabe que los preliminares de este tipo de procesos resultan oscuros y a veces sólo entendibles por quienes conocen sus entresijos. Pero mientras Rodríguez Zapatero no pueda compartir sus datos y la organización terrorista no alumbre la declaración que se espera de ella, lo que propone el presidente se presenta como un acto de fe. Y ya se ha visto que el primer partido de la oposición no está dispuesto a creer. El PP, que desde el Gobierno ha contribuido decisivamente a situar a ETA en su actual situación, ha interiorizado el antiterrorismo como una doctrina propia, lo que le lleva, cuando está en la oposición, a desconfiar groseramente de quienes gobiernan. La desmesura desplegada estos días por Rajoy y otros dirigentes populares anula el fundamento que podía haber en sus admoniciones.
Y en ésas estamos. El Congreso ha declarado solemnemente la obviedad nunca verificada del punto 10 del Pacto de Ajuria Enea, que en las actuales circunstancias y conocido el descuelgue del PP, suena a misiva (sin sello, pero con destinatario conocido). Todas las fuerzas parlamentarias, excepto la segunda, apoyan la apertura de un proceso de diálogo del Gobierno con "quienes decidan abandonar la violencia". Pero aún no sabemos si ETA ha decidido ya echar el cierre definitivo a casi medio siglo de historia criminal. En este impasse, las evocaciones de la palabra diálogo, tan grata a los oídos de los terroristas, suenan más que las rotundas condiciones que le anteponen los miembros del Gobierno y del PSOE. Y a su vez, las bombas recaudatorias y los parabienes de Arnaldo Otegi a la etapa que se abre se cargan de veneno.
Al final, en manos de Josu Ternera y sus conmilitones queda la demostración de si está fundado el optimismo constitutivo de Rodríguez Zapatero o si, por el contrario, tiene razón el pesimismo tremendista de los sucesores de Aznar. Pero ETA debería saber que está posiblemente ante su última oportunidad y que lo que haga o deje de hacer a partir de ahora va a afectar sobre todo a sus militantes, a sus presos y a su brazo político.
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