Damas, poetas, surrealistas y por libre
Beatriz Hernanz y Natacha Seseña editan sendos libros de poesía con algunas conexiones
Historiadora de prestigio, Natacha Seseña fue compañera de fatigas, noche, poemas, viajes y cafés de Ángel González, Juan Benet, García Hortelano, Gil de Biedma, Valente, Claudio Rodríguez y otros monstruos divinos de los años cincuenta. Ahora, en "el invierno" de su vida, Seseña ha vencido un "pudor antiguo" y se ha decidido a publicar su primer libro de poesía, Falso curandero (Ellago Ediciones), que resume en 40 poemas esa vocación escondida que ha cultivado desde que era muy joven.
Su padrino ha sido Ángel González, que ha escrito el prólogo del libro, donde dice: "Es aconsejable cuidarse y no frecuentar a ciertas amistades para evitar males mayores. Natacha Seseña, cuya predisposición a la lírica vengo observando yo desde hace tiempo, no tomó las debidas precauciones. Su amistad con poetas y con ejemplares de otras especies literarias, de los que nunca se cuidó, y la lectura continuada de sus libros redundaron en lo que tenían que redundar: ella también".
Beatriz Hernanz también. Con menos juergas, menos fatigas, menos años y menos pudor, pero con la misma vocación precoz y persistente, acaba de publicar su cuarto libro de poemas, La piel de las palabras (Calima), que cierra un ciclo inspirado en el espejo (el yo), el amor (el tú), las ciudades (el nosotros) y la palabra (la dignidad del ser humano).
José Manuel Caballero Bonald ha prologado La piel de las palabras, y escribe: "La autora mira en ese espejo -en esa poesía- su presente, las señas inconfundibles de su experiencia, sin olvidar que ese espejo puede ser a veces deformante. Como dice la propia Beatriz Hernanz, "escribo contra las trampas de las sombras". Ha valido la pena el esfuerzo.
Seseña y Hernanz tienen amigos (y padrinos, y amigos de amigos) comunes, pero hasta ayer por la tarde, cuando se vieron en la Residencia de Estudiantes, ni se conocían ni se habían leído. La conexión fue inmediata. "A mí, el maestro [Ángel González] me dice que soy automática, surrealista y desolada", dice Seseña. "¿Tú eres también surrealista, verdad?". "Sí, pero puesta al día, a mi aire. Y desolada también. La vida es sólo desolación".
Sentadas en el banco que donó en los años veinte a la Residencia el duque de Alba, las dos se intercambian sus libros con curiosidad. Seseña abre el de Hernanz al azar y lee: "La ciudad se mide en el espejo / la dibujaría con palabras, / recorrida de grúas, de silencios / que se callan y despiertan / contemplando / cómo nace el día y su distancia".
"¡Qué bueno!, qué bien escribes", dice. "Me gustaría haberlo escrito a mí". "¿De verdad? A ver, lee ahora uno tuyo". "El tiempo es un falso curandero. / El tiempo ha tardado en llegar. Pero ya está aquí / y ha extendido su urdimbre: / implacable y fría como huesos viejos, / intacta como caja de hilos sin estrenar, / balsámica como eucalipto fresco, / aburrida como tarde de domingo. / El tiempo ha llegado: / ilumina como luz de un viejo cine. / Esteriliza, también".
"¡Ése podría haberlo escrito yo!", exclama Hernanz. "La penúltima parte de mi libro se titula La sangre del tiempo. Y mis amigos siempre me dicen que mis poemas de amor no parecen de amor". Seseña: "Exacto. Es que sólo el Opus cree que hay que ser optimistas todo el tiempo".
Siguen leyendo un rato más, y hablando. Hernanz anima a Seseña a publicar sus otros poemas escondidos. Seseña invita a Hernanz a la presentación de su libro, el lunes en la Residencia.
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