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EL FUTURO DEL PAÍS VASCO
Columna
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Huir del optimismo, mantener la esperanza

Soledad Gallego-Díaz

Predecir es muy difícil, sobre todo el futuro, aseguraba con gran seriedad Niels Bohr, un físico danés al que muchos consideran el segundo mejor científico del siglo XX (después de Einstein). Y no tiene sentido contemplar el futuro como si fuera un abismo porque, si miras mucho tiempo un abismo, el abismo mira dentro de ti, decía un filósofo alemán que debería formar parte de las lecturas de Mariano Rajoy. Tampoco vale gran cosa ser optimistas. Algunos creen, incluso, que el optimismo es el nuevo opio del pueblo. Pero ser optimista no es lo mismo que tener esperanza. Un político checo, el ex presidente Havel, lo ha explicado así: no se trata de la maligna convicción de que todo va a salir bien, sino de la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte.

No hay motivo para creer que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, no comparta las opiniones de Václav Havel. No hay motivo para pensar que se mueve por simple optimismo y no por la certeza de que lo que está haciendo tiene sentido. Lograr que el Parlamento español mantenga abierta permanentemente la oferta de negociación con ETA, siempre que demuestre, sin equívocos, su voluntad de abandonar la violencia, revela una encomiable voluntad de transparencia. Aunque, quizás, se comprenda mejor dentro de unos meses si la oferta logra una rápida respuesta y no languidece legislatura tras legislatura.

El terrorismo siempre ha tenido un efecto devastador, en España y en todo el mundo. No sólo por las víctimas que provoca, y puede seguir provocando, sino también porque los políticos han pretendido constantemente alejar a los ciudadanos del debate sobre cómo hacerle frente. En España, por ejemplo, el Partido Popular reclamó, durante sus ocho años de Gobierno, unidad, discreción y secreto, y el principal partido de la oposición, el PSOE, se lo aceptó casi sin discusión. Ahora, la situación es distinta y el PP se niega a actuar con la reclamada reciprocidad.

Quizás sea una buena noticia. Quizás lo único positivo de estos tiempos, que se anuncian duros, sea la posibilidad de hablar abiertamente, sin tantos tapujos y temores, sobre lo que pueden hacer unos y otros para acabar con ETA, solos o en compañía. Que se pueda discrepar o apoyar lo que proponen unos y otros con argumentos y análisis, sin que caigan sobre el crítico, o el animador, acusaciones de fascista, por un lado, o de enemigo de España y vendepatrias, por otro.

Lo visto estos días deja, sin embargo, poco espacio a la esperanza. Lo terrible no ha sido que el PP haya discrepado; lo repugnante ha sido, y sigue siendo, el tono y el vocabulario que emplean muchos de sus dirigentes y casi todos sus portavoces mediáticos. Lo que produce asombro no es si están de acuerdo o no con una resolución parlamentaria, algo perfectamente legítimo, sino la violencia verbal que les rodea y de que se rodean cuando hablan de acabar con la violencia; la descalificación brutal y el acoso que practican contra todos sus oponentes políticos (democráticos) y su ansia por arruinar cualquier debate parlamentario sobre los pasos que se vayan dando para acabar con ETA.

No quieren influir o ser escuchados, ni tan siquiera escenificar una ruptura total con el Gobierno. A todo eso, incluso a la ruptura en temas de política antiterrorista, tienen perfecto derecho, se comparta o no. Pero a lo que no tienen derecho, porque son prácticas muy antiguas y peligrosas, es a rodear todo este debate de extremismo e intolerancia.

Hay que volver a recordar a Robert F. Kennedy: "Lo malo no es lo que los extremistas dicen de su causa, sino lo que dicen de sus oponentes". Sería muy lamentable que esta frase terminara marcando el debate antiterrorista en España. Es posible que el PP no quiera poner coto a la galopada de sus extremistas, y renuncie a demostrar que puede defender su causa, con fuerza pero sin escudarse en la mentira o el descrédito. Será, una vez más, una pena. Pero el colmo sería que los socialistas cayeran en esa trampa y terminaran acosando a los críticos de sus propias filas, no con razones sino con descalificaciones. Como dice Maite Pagazaurtundua, en estos tiempos en los que cuesta tanto atreverse a mantener posiciones discrepantes, debería ser obligatoria una cuota de protección de minorías críticas. solg@elpais.es

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