Perdido en el laberinto
En la primera jornada del debate sobre el estado de la nación, recuerdo que viví las horas de la tarde con una extraña sensación proyectiva. Era como si no resultara difícil prever que con total seguridad las consecuencias de las irresponsables intervenciones de Mariano Rajoy llegarían hasta las zonas calientes y templadas de todos los que se ven afectados por la extraordinaria dureza del terrorismo.
El lugar donde habita el minotauro (por recordar al gran Mario Onaindia) es un laberinto difícil de calles extrañas y esquinas oscuras. Perderse entre sus sombras resulta más fácil de lo que parece, tan solo una frase, siquiera un mal verbo y te puedes perder... quizá para siempre. Hasta la fecha, nadie ha sido capaz de inventar una brújula segura, un mapa útil en la elección del itinerario adecuado. Al igual que los antiguos marineros, guiados tan solo por estrellas, contamos con un par de elementos que nos mantienen dignos entre la bruma; un código de leyes y un código ético.
No sabemos quién le ha dicho a Rajoy que puede hablar en nombre de los muertos
El primero orienta la ruta, el segundo indica la forma de recorrerla. Y éste último es de especial importancia en los alrededores de ese sensible cuadrante donde se encuentran las víctimas.
De las palabras de Mariano Rajoy se desprendía una agresividad desbordada y una preocupante escenificación de impotencia de difícil comprensión en términos estratégicos. El tono general del discurso proponía una estridencia tras otra, una trompeta desafinada convocando a una cruzada absolutamente desmedida con la que dejarle claro al presidente que no le dará ni una sola facilidad para terminar con ETA.
Y sin embargo, nada nuevo bajo el sol. Desde las últimas elecciones generales, y en movimiento constante, la lealtad al Gobierno en la lucha contra el terrorismo ha venido siendo abandonada por el PP. En primer lugar, llevando el debate sobre la violencia a los medios de comunicación y a las actas del Congreso de los Diputados; en segundo lugar, fabricando de forma progresiva un cuestionamiento público del trabajo realizado por el Gobierno en la lucha contra ETA; no ha servido para nada el tiempo que la banda asesina lleva sin matar ni las más de 150 detenciones practicadas por las diferentes policías en lo que va de año. Todo ha consistido en ponerse nerviosos por lo que pudiera "salirle bien al presidente" sin darse cuenta de que si algo sale bien en materia de paz nos sale bien a todos, les sale bien a ellos.
A la derecha española no sólo le da igual que, en Euskadi y en España, esté creciendo la esperanza de paz sino que parece que ya ni siquiera recuerda que un Gobierno está en la obligación de intentar terminar con ETA. El Partido Popular, en vez de trabajar junto al Gobierno, ha optado por ponérselo más difícil. Hoy, Zapatero ya sabe que, pase lo que pase, no tendrá a Rajoy en el esfuerzo que todos los partidos políticos deben hacer para que el terrorismo termine de una vez por todas. Con todo, esto no es lo más grave.
El señor Rajoy pronunció la frase más dura que se recuerda en el Congreso de los Diputados, acusó al presidente de traicionar a los muertos. Si el líder de la oposición no retira esa frase, ésta le perseguirá por el resto de su vida.
Debería rectificar, darse cuenta de que lo primero que se desprende de quien hace este tipo de juicios es una preocupante tendencia a erigirse en portavoz de las personas asesinadas. No sabemos bien quién le ha dicho a Rajoy que puede hablar en nombre de "los muertos". Y tampoco sabemos quién le ha dado la capacidad de definir en qué consiste una traición a quienes ya no están con nosotros. ¿Se puede escuchar su voz y traducir su mensaje? Y en cualquier caso, ¿hay alguien que esté en condiciones de hacer una correcta interpretación del sentido de su muerte?
Lo único que sí sabemos es que quien invoca la muerte, quien utiliza a los muertos está bajando a las alcantarillas más sucias de la política en una defensa desesperada de su planteamiento político.
Es posible que nadie le haya explicado todavía que esas afirmaciones dicen muy poco de uno mismo, que terminan golpeando duro, muy duro, contra quien las lanza y que están destinadas a prostituir de nerviosa retórica lo poco sagrado que queda: el dolor de las víctimas, el profundo desgarramiento, incalculable y brutal de quienes, inesperadamente, han sido sorprendidos por los asesinos.
Rajoy demuestra que, en su caída, nada le importa, que no sabe que ese dolor merece un respeto, que la ruta de quienes sufren a ETA es una especie de viaje hacia lo más profundo de la noche, que las aguas allí son negras y que hay que nombrar la muerte con sumo cuidado y a los muertos con sumo respeto.
Es posible que, en su situación actual, el presidente del PP ya no comprenda que no se puede privatizar el dolor, íntimo, privado e intransferible de todas esas vidas rotas. Es posible que no sepa que ningún partido político es dueño del mismo.
Rajoy desprecia la ética que indica cómo comportarse en el laberinto, esos códigos no escritos que sugieren el máximo respeto por los asesinados por ETA, por todos esos que ya no pueden hablar y a quienes ponerles voz es sencillamente absurdo y pobre, muy pobre.
Lejos de comprender esto, se deja arrastrar por más ejercicios de privatización y dice que se siente apoyado por "las víctimas del terrorismo". ¿Seguro que cuenta con todas? ¿Habrá ido buscando, una por una, el apoyo de todas ellas? No sé de dónde saca Rajoy las razones de la generalización, esa preocupante tendencia al reduccionismo de todas las opiniones en una sola. ¿Será que desprecia la opinión de todas esas víctimas que no le dan la razón?
Pienso que sí, que tratando de sujetar su caída está utilizando la tragedia de un grupo concreto de éstas mientras olvida a las ideológicamente alejadas. En la defensa de una estrategia de partido desesperada, Rajoy prostituye todo. Y no dudará en terminar de romper los ya deteriorados lazos que unen a unas víctimas con otras. Pienso que todo le vale, que optará por enfrentar más a unas con otras jugando con lo más privado que éstas tienen; su dolor más profundo, su espacio más íntimo, su piel tatuada con números.
Se visualiza bien cómo comenzó todo; una frase en la tribuna del Congreso de los Diputados, un insulto a la memoria viva y una autoexclusión de los espacios de la ética, unas declaraciones tremendas del presidente de una asociación de víctimas y una convocatoria de manifestación contra el Gobierno.
Y en el aire, comienza a flotar esa sensación de que al único que no le preocupa cómo terminará esto es al irresponsable Rajoy, ese viajero perdido en las zonas oscuras del laberinto que, decidido ya a utilizarlo todo, todavía no sabe que hay cosas que no detendrá; un anhelo imparable de paz y una esperanza profunda que quizá desconozca. Una tarde en la habitación de un hospital. Unos días antes, una bomba de ETA había explotado debajo de un coche. El secretario general del PSOE entró por la puerta, se acercó a la cama y preguntó qué tal. Bien -dijo el chaval- ¿Y tú? Bien -contestó Zapatero-, te voy a regalar una Euskadi en paz.
Eduardo Madina es secretario general de Juventudes Socialistas de Euskadi y diputado en el Congreso.
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