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Reportaje:100 años de Las Vegas

La ciudad tragaperras

Pasear en góndola, ver la erupción de un volcán o comer a la sombra de la Torre Eiffel. Todo esto y mucho más es Las Vegas, una ciudad de medio millón de habitantes que recibe la visita de 35 millones de turistas al año, que acuden a gastarse su dinero en los casinos o las tragaperras. Un sueño y una locura.

Jordi Soler

Come fly with me, ven a volar conmigo, esa canción que Frank Sinatra inmortalizó y que habla tanto de sus pulsiones vitales, lleva en su letra el espíritu de Las Vegas. Frankie protagonizó durante 43 años la vida desenfrenada de aquel emblemático enclave del juego, donde se persigue ese sueño que unifica al mundo: el de hacerse rico de golpe. Come fly with me, "volemos muy lejos; si te apetece un trago exótico, hay un bar en el lejano Bombay"; esto cantaba Sinatra en el escenario del Desert Inn, y sus palabras eran una propuesta factible en aquella tierra donde, por ejemplo en un hotel, puede encontrarse la reproducción a escala real de un canal de Venecia, con sus góndolas y sus marineros, y en otro, un volcán que varias veces al día hace erupciones brutales, con humos, derrames de lava y algún estertor del subsuelo, y en otro más, una pirámide egipcia en cuyo interior cabrían nueve aviones Boeing 747 apilados uno encima de otro, y que tiene en su cima un poderoso faro que puede verse desde la ciudad de Los Ángeles. Las Vegas es una ciudad de un poco más de medio millón de habitantes que recibe más de 35 millones de visitantes al año, y que tiene alrededor de 130.000 habitaciones de hotel, 125.000 máquinas tragaperras (casi una por cada habitación) y expide anualmente 100.000 certificados de matrimonio.

Dejemos atrás los datos duros y pasemos a la historia, que es más suave: el día de Navidad de 1829, el explorador mexicano Rafael Rivera dio con un oasis polvoriento que estaba en medio del desierto de Mojave. Rivera fue el primer hombre no indio, que no era ni paiute, ni washoe, ni shoshone, que puso los pies en lo que hoy es Las Vegas, y a partir de entonces aquel oasis fue registrado en los mapas y se fue convirtiendo en parada obligada de viajeros, comerciantes y buscadores de oro.

El 13 de mayo de 1844, 14 años después de que Rivera dejara al descubierto, sin saberlo, la caja de Pandora, el capitán John C. Fremont estableció ahí el primer campamento, un asentamiento militar al parecer inocuo, pero que años después redundaría en la nomenclatura de Las Vegas, pues hoy su nombre en letras de neón preside el casino Fremont y una de las calles principales donde se encuentra la Fremont Experience, un mamotreto tecnológico que encarna el sueño de omnipotencia que alimenta a los propietarios de aquella ciudad: en una sección de la calle que lleva el nombre del capitán se ha construido una suerte de hangar donde hay tiendas y restaurantes, vida normal de ciudad, pero con la salvedad de que amanece y se pone el sol varias veces al día, cada tantos minutos canta un gallo y cada tantos otros se oye el élitro de un grillo; una ficción ultrakistch y mastodóntica que es la antítesis de la noche perpetua que disfrutan los jugadores de bingo o de black jack, que llegan recién duchados a la hora del atardecer y que horas después, luego de haber perdido o ganado una fortuna, piden whisky y le palpan los muslos a una camarera, amparados por la noche cerrada que hay dentro del casino a las diez y media de la mañana. Aquí ya puede irse paladeando la megalomanía que durante décadas sembró la Mafia en Las Vegas: en una ciudad donde la noche y el día pueden gestionarse a placer, ir a por un trago a Bombay, como proponía Sinatra, parece un acto inocente y simplón.

En el año de 1855, 11 después de que el capitán se condenara a darle su nombre a un casino y a un hangar mastodóntico, una tropa de mormones, llegados de Salt-Lake City, construyó un fuerte de adobe, y desde ahí, en los tiempos libres que les dejaba su compromiso espiritual, comenzó a controlar la ruta del correo hacia Los Ángeles, a cultivar la tierra que circundaba el fuerte y a extraer plomo, para fabricar balas, de la montaña del Potosí. Tres años más tarde, en 1858, los mormones abandonaron el fuerte asolados por una horda enardecida de indios paiute, que lanzaba tiros al aire con las balas que al parecer habían robado del mismo arsenal mormón. En el centro de Las Vegas se conserva hasta hoy el malogrado fuerte de adobe, aunque es legítimo pensar que en una ciudad donde no se sabe con certeza si ha caído la noche, o si sigue siendo de día y lo que ha caído es la noche falsa, aquel fuerte mormón no sea el auténtico.

En 1904, ese oasis insulso y polvoriento que era Las Vegas experimentó un cambio vertiginoso con la llegada del Union Pacific Railroad, el tren que conectaba el desierto de Mojave con el resto del país. Detrás del cabús llegaron, como promesa de lo que ese territorio sería, los primeros saloons con sus casas de huéspedes, un concepto entonces en ciernes que se iría perfeccionando hasta llegar a los megaresorts que son hoy los hoteles en Las Vegas, fundamentados en aquella idea primigenia de que el jugador, o el apostador, que con cierta frecuencia es bebedor y proclive al devaneo con las chicas del saloon, tenga a mano su habitación y, si le apetece distraerse, un canal veneciano, o un volcán de erupciones brutales, o una batalla de piratas en un estanque con barcos de tamaño real; la idea es que el jugador lo tenga todo a mano -su cama, la ducha, Cracatoa, el Caribe o la tumba de un faraón egipcio- para que no se aleje de la noche artificial que permanentemente le espera con sus fauces abiertas.

Cuando todo estuvo listo, el 15 de mayo de 1905, hace exactamente 100 años, William Andrews Clark, senador por Montana, dueño de la línea del Union Pacific que pasaba por ahí, subastó 1.200 lotes alrededor de la estación que se vendieron en unas cuantas horas, y que marcaron el trazo general de lo que ese día comenzó a ser la ciudad de Las Vegas. El éxito de los saloons que habían llegado con el tren se tradujo en que el Estado de Nevada, dentro del cual está Las Vegas, fuera el primero donde se permitió la construcción y la explotación legal de casinos.

El 1 de octubre de 1910, en un golpe de timón que echaría a andar el alma negra de la ciudad, el Gobierno prohibió los casinos, y fue ese lapso, que se extendió hasta 1931, el que alimentó el juego clandestino en sótanos, covachas y catacumbas y, de paso, la pasión que tienen los habitantes de Las Vegas por jugar de noche cerrada hasta las diez y media de la mañana. Aquella prohibición tan productiva terminó gracias al proyecto de Phil Tobin, un ranchero adinerado que propuso que los impuestos recabados en los casinos fueran a parar a la educación pública y a diversas obras sociales; esto, más una enorme población flotante de gente que trabajaba en la construcción de la presa Hoover, le dio a Las Vegas un segundo aire que se consolidó en 1941, con la II Guerra Mundial y la reactivación de la base militar Nellis, que estaba ahí cerca llena de pilotos y soldados que cuando no batallaban con el enemigo lo hacían en la mesa del black jack. Durante ese año, Tommy Hull construyó, sobre la carretera que iba a Los Ángeles y que hoy es la célebre strip, El Rancho Vegas Hotel-Casino, y unos meses después, junto a este hotel originario, se construyeron el Last Frontier, el Thunderbird y el Club Bingo.

Con el final de la guerra llegó a Las Vegas, atraído por los estímulos fiscales y el dinero que producían los casinos, Benjamin Siegel, brazo derecho del gánster Meyer Lansky, un individuo de sangre especialmente fría que ostentaba el nombre con el que la Mafia designaba entonces al más valiente del clan: Bugsy. "Si le dices Bugsy al señor Siegel eres hombre muerto", advertían sus colaboradores, y esta advertencia hablaba del carácter volcánico de aquel gánster de película a quien absolutamente todos, hasta esas mismas películas, han llamado siempre Bugsy a sus espaldas. El proyecto del señor Siegel era muy simple: pedir un millón de dólares al sindicato de la Mafia (iniciativa que, de entrada, lo ponía en deuda con acreedores peligrosísimos como Lucky Luciano) y construir un fastuoso hotel-casino que llevaría el nombre de Flamingo.

Bugsy lo sabía todo acerca del hampa, pero del mundo de la construcción y de la parte operativa de los casinos no tenía ni idea, y además tenía una novia, Virginia Hill, que, a los ojos de Meyer Lansky y de Lucky Luciano, era una mala influencia que volvía a Bugsy frívolo y le quitaba lo volcánico. A la mitad de la obra, Bugsy se dio cuenta de que ya se había acabado el millón de dólares y, para no quedarse nuevamente corto, pidió otros cinco, y fue entonces cuando Luciano, que dirigía las acciones de la Cosa Nostra desde su mansión en Cuba, tronó contra Bugsy y le dio un plazo inamovible de dos meses para que terminara el hotel. En diciembre de 1946, cumpliendo a medias con el plazo que le había puesto Lucky Luciano, Bugsy inauguró el casino con el hotel todavía a medio construir. Era la noche de Año Nuevo y los jardines estaban llenos de antorchas y sembrados de flamencos rosados y artificiales, y, en la música, Xavier Cugat y Jimmy Durante se iban alternando con las rutinas de la comediante Rose Marie. Para la medianoche, el casino estaba a tope, pero en las horas subsiguientes, la falta de diseño en la parte operativa del casino provocó que los jugadores pelaran sus arcas y, como no había habitaciones de hotel para descansar, o refrescarse, o refocilarse, se fueran con sus ganancias a otro casino.

Ya entonces, Lucky Luciano había descubierto que Virginia Hill, la novia incómoda, había hecho una serie de depósitos cuantiosos en un banco suizo que eran parte de los seis millones de dólares que la Cosa Nostra le había prestado a Bugsy; así que Luciano mandó llamar a Meyer Lansky a su guarida cubana y, mientras acababan con un asado de cerdo, le ordenó que matara a Bugsy, ese hampón descarriado que para Lansky era como un hijo.

La orden de Luciano tardó en cum-plirse: se ejecutó el 20 de junio de 1947, en la casa de Virginia Hill en Beverly Hills, con cuatro tiros simétricos en la cabeza volcánica del gánster. Aunque Lansky aseguró que él no había sido el autor, y aun cuando se le vio llorando el día del asesinato, dos hombres suyos se habían hecho cargo del Flamingo unas horas antes de que Bugsy fuera liquidado. En 1993, el Flamingo fue remodelado, y con aquella maniobra se fue el último rastro de Bugsy Siegel: la amplia y confortable suite Bugsy, donde dormía y conspiraba con Virginia, y su oficina blindada con unas capas de acero de espesor insólito. Tres años antes de la remodelación, Barry Levinson había rodado la película Bugsy, con Warren Beatty como el gánster, Annette Bening en el papel de la novia incómoda y Ben Kingsley en el rol de Meyer Lansky.

La gran explosión de Las Vegas llegó en los cincuenta con el Stardust, que importó de manera integral el Lido de París como espectáculo; el Dunes, que presentó Minsky's Follies, un show parteaguas que tenía bailarinas que enseñaban los pechos; el Tropicana, que importaba por temporadas el Folies Bergère, y el Moulin Rouge, que era un casino interracial al que podían entrar los negros. Pero el hombre que detonó aquella explosión, y que le quitó a Las Vegas el aire de pueblo vaquero que tenía, quien sofisticó aquel oasis del desierto de Mojave, fue Frank Sinatra, que llegó a la ciudad a los 35 años para cumplir con un contrato que le había ofrecido el Desert Inn ligeramente manchado por algunos escándalos: había dejado a su esposa, Nancy, para irse con Ava Gardner, y venía de unas vacaciones en Lake Tahoe, donde, según la prensa, había intentado suicidarse y, según él, le había fallado el cálculo en las píldoras para dormir. "Era el rey de Las Vegas, porque en cuanto ponía un pie en la ciudad llegaba el dinero", recuerda Sonny King, un célebre lounge singer de aquella época. Sinatra conquistó Las Vegas apenas llegó, y simultáneamente se enroló en la noche ficticia de los casinos, un negocio redondo que le permitía cantar de noche y después jugar y beber todo el día, y también de noche; un tren de vida legendario que compartía y potenciaba con sus amigos del Rat Pack, Sammy Davis Jr. y Dean Martin, que era el rey de la bebida y el jolgorio.

Al final de aquella década explosiva, Sinatra fue visto en varias francachelas con JFK; ahí se consolidó una peligrosa amistad, con rango de secreto de Estado, que terminó de manera abrupta en 1963, cuando Kennedy, ya presidente, muy presionado por sus asesores, mandó investigar los nexos de Sinatra con la Mafia y descubrió, entre otras pruebas, una fotografía donde el cantante aparece, con un whisky en una mano y un trozo de cochinillo en la otra, sonriendo junto a Lucky Luciano en la famosa guarida cubana. Aquella investigación ofendió tanto a Sinatra que desde entonces votó por los republicanos, cuando antes del incidente había sido un demócrata convencido, y el resultado de aquella foto fue la recomendación del Gobierno de Nevada para que a Sinatra se le retirara el permiso para cantar en Las Vegas, recomendación que no se aplicó quizá porque Frankie arregló oportunamente las cosas con alguno de sus amigos alrededor de otro asado de cochinillo.

En 1966, el magnate Howard Hughes decidió aprovechar las ventajas fiscales que ofrecían los negocios en Las Vegas y compró varios hoteles, entre ellos el Desert Inn, y una buena cantidad de predios en lugares estratégicos que incluían el aeropuerto; esta compra masiva desarticuló la red de propiedades y deshizo el margen de influencia que tenían las familias de la Mafia en la ciudad. La Cosa Nostra encargó a Frank Rosenthal, alias Lefty (Zurdo), la recomposición de la red mafiosa en la ciudad, y éste, a su vez, le encomendó la tarea a su brazo derecho, Anthony Spilotro, alias The Ant (La Hormiga). A la desarticulación de Hughes se sumó la complicación del espionaje que efectuaba permanentemente el FBI por medio de un sistema de micrófonos y agentes con pinta de tahúres que había instalado en la mayoría de los casinos. Lo primero que hizo Spilotro cuando llegó a Las Vegas a principios de los setenta fue instalar su oficina en la tienda de souvenirs del casino Circus Circus y cambiarse el apellido de Spilotro por el de Stuart, que era el de su sirvienta; una medida hasta cierto punto inútil, pues todo el mundo seguía llamándole La Hormiga.

Era la época en que Elvis Presley cantaba sus últimos estertores en el hotel Hilton. Salía a escena excedido de peso, sudoroso y atiborrado de anfetaminas, con un físico que no tenía nada que ver con el Elvis de la película Viva Las Vegas y un show para señoras que insistían en adorarle. En aquella temporada, el cantante logró una cosa imposible: convertirse en uno más de los imitadores de Elvis Presley.

Para instaurar el orden en su territorio y demostrar quién mandaba, la hormiga Spilotro se cargó a cinco de sus empleados y los mandó enterrar en el desierto, entre un asentamiento de indios shoshone y otro de indios washoe. Trabajaba siempre en sintonía con su patrón, el zurdo Rosenthal, que era el jefe del casino Stardust. La Hormiga acumuló durante sus años en Las Vegas una serie de actos meritorios que lo llevaron a encabezar el libro negro del Estado de Nevada. Para 1979 ya había asesinado a un número excesivo de personas, distribuía todo tipo de drogas y había formado una banda que asaltaba joyerías y que tenía el nombre burdo de El Hoyo en la Pared. El zurdo Rosenthal le solapaba todo, hasta que en 1986 llegó lo insolapable: descubrió que La Hormiga se acostaba con la señora Rosenthal. El 14 de junio de ese año, la hormiga traicionera y su hermano fueron llevados al desierto y golpeados con un bate de béisbol hasta la agonía, y después fueron enterrados, todavía vivos, entre un asentamiento de indios paiute y el cementerio de los indios shoshone. En 1995, Martin Scorsese recreó esta historia con Robert de Niro como el zurdo Rosenthal, Joe Pesci en el papel de La Hormiga y Sharon Stone en el rol de la dama de la discordia.

Cuando La Hormiga y su hermano desaparecieron del mapa hacía tiempo que Las Vegas había dejado atrás sus años dorados y comenzaba a convertirse en lo que es hoy: un parque de diversiones para adultos que sueñan con volverse ricos de golpe, con sus grupos de mafia globalizada, sus campeonatos mundiales de boxeo y sus espectáculos estándar, como los de Rod Stewart, Barbra Streisand, Elton John o el Cirque du Soleil: lo mismo que ha sido siempre, pero con un matiz industrial y planetario, y todo revuelto con la escalada general de las atracciones en los hoteles, que compiten para ver quién logra meter en su jardín la cosa más grande y más estrambótica; en suma, lo mismo, pero sin pátina, sin Frank Sinatra cantando Come fly with me, o perdiendo dos dientes en una bronca con el dueño del casino, o enfilando su automóvil contra las puertas del hotel Sands y contra su portero, que no le dejaba entrar. Aquel cantante emblemático que proponía tragos en Bombay representaba a la perfección la esencia de lo que en realidad se cuece en la ciudad de Las Vegas: la vida al filo de lo prohibido.

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