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Reportaje:

Bandido por amor al arte

William Petty, un campesino inglés contemporáneo de Shakespeare y Cervantes, recorrió Europa a la caza de obras de arte para su señor, lord Arundel. Algunos de sus 'trofeos' artísticos forman parte hoy de las colecciones de importantes museos. Un libro rescata su memoria.

Todo aquel que haya puesto los pies en un museo en España, el Reino Unido e incluso Estados Unidos se ha cruzado con William Petty… ¡sin saberlo! ¿Alguna vez se ha preguntado cómo han llegado hasta allí obras tan admiradas; los cuadros a El Prado o al Louvre, los mármoles a los museos Británico y Ashmolean? Algunas, entre las más bellas, llegaron gracias a ese hombre que fue el primero en ir a buscarlas hasta el fin del mundo, robándolas, comprándolas, poniendo en peligro su vida para protegerlas, acometiendo increíbles aventuras y corriendo inmensos riesgos sólo por los objetos en sí. De este hombre que vivió en tiempos de Shakespeare y Cervantes se olvidó la posteridad. Olvidó incluso su nombre.

Se llamaba William Petty… para su desgracia, ya que este nombre, extremadamente corriente en la Inglaterra de Isabel I, sirvió para que le confundieran con otras cuatro personas que se llamaban igual: muy especialmente con un célebre economista del que fue contemporáneo. Sin embargo, fue él, nuestro William Petty, el primero en mostrar a Inglaterra lo que nunca había visto: la pintura del Renacimiento -Veronés, Tiziano, Giorgione-, las espectaculares diosas de la Antigüedad y los inmensos fragmentos de los templos griegos.

Al final de sus aventuras en Italia, Francia, Grecia y Turquía, la belleza nunca volverá a percibirse igual. Sus conquistas revolucionaron el gusto de Europa y el de los ingleses de los siglos venideros. ¿Cómo y por qué un personaje así desapareció en el torbellino de la historia?

En lo que a mí concierne, di con él por casualidad en los archivos del Estado de Venecia mientras investigaba sobre la primera pintora que hizo carrera gracias a la genialidad de su pincel: la artista barroca Artemisia Gentileschi, argumento de mi libro anterior. Los archivos evocaban la llegada a Venecia de la escandalosa Artemisia, pero también, y sobre todo, la presencia de un peligroso hereje inglés que saqueaba en secreto los palacios de su serenísima.

Los informes policiales cuentan que este hombre se presentaba enmascarado en casa de los nobles, a los que había conocido en las alcobas de las grandes cortesanas y a los que había arruinado a las cartas en las casas de juego, para proponerles la única transacción susceptible de evitarles la vergüenza y la quiebra: la compra -por supuesto, a buen precio- de los cuadros de grandes pintores que adornaban sus salones y eran el orgullo de su familia.

La transacción, en caso de realizarse, podía salirles muy cara, tanto al comprador como al vendedor. Una ley prohibía a los aristócratas venecianos desperdigar sus bienes y dilapidar su patrimonio. Bajo pena de muerte. Pero el misterioso personaje no se dejaba intimidar y les hablaba en estos términos: "¿Me vendéis este cuadro, este veronés, este giorgione, este tiziano? No os preocupéis, lo hago copiar y ponemos la copia en lugar del original. Nadie en Venecia sabrá que ha sido vendido, enviado lejos, donde ningún italiano lo podrá ver; al país hereje de Inglaterra".

Sabía mostrarse tan tenaz e inspiraba tanta confianza, y era tan seductor y tan audaz, que los grandes personajes de Venecia acababan confiándole las perlas de sus colecciones… a cambio de efectivo. En cuanto a su forma de exportar los objetos, desafiaba todas las reglas de la prudencia. Enrollaba los lienzos, los pasaba en las bodegas de los barcos o en los fondos de su silla de montar; atravesaba mares y montañas, y se enfrentaba a los piratas nocturnos y a los bandidos de día. Fuera cual fuera su método, era tal la eficacia de míster Petty que las autoridades no conseguían prever ni evitar la salida de las obras. Los informes de la policía se limitaban a dejar constancia de sus fracasos, de sus sospechas y de los intentos por no perder de vista los cuadros en sus desplazamientos por Italia.

El trabajo de los informadores se complicaba como consecuencia de la resistencia física excepcional del signor Petty, con el que se encontraban donde menos se podían esperar: por la noche, en un palacio de Venecia; al día siguiente, en un tugurio de Padua; el día después, en un lupanar; a pie, a caballo, en barco… infatigable.

Otro problema consignado en los archivos: el extranjero -oscuro de piel, cabello negro y aspecto de condottiere- no se parecía en nada a un hombre del norte, y tenía mucho cuidado en no practicar el culto anglicano. Asistía como un buen católico a los oficios religiosos, se persignaba ante las imágenes de la Virgen, hablaba italiano a la perfección y jugaba a despistar a sus enemigos perdiéndose entre la multitud. Aristócrata con los aristócratas, gran amante con las mujeres, jugador, pendenciero y espadachín; un bribón entre bribones: no sólo poseía el don de la ubicuidad, sino que tenía todas las cualidades de un camaleón.

Los espías de Venecia del siglo XVII tenían mucha razón en pisarle los talones a cualquier precio. A la posteridad le habría gustado que hubiesen llegado más lejos. Gracias a este personaje, hoy día, en los ambientes artísticos, se cuestionan la autenticidad de algunos cuadros. Así, muchas familias italianas que creen tener en su casa un tiziano, un veronés, un giorgione…, están descubriendo que, desde hace cuatro siglos, en el salón de su palacio cuelga una copia. Pero como el falso ha sido hecho inmediatamente después del original, es muy difícil saber cuál es la primera versión, si la de Londres, la de El Prado, la del Louvre o la de Venecia, porque las telas, los pigmentos, los colores… son tan cercanos al original que es difícil saber cuál es la copia.

Todas estas dudas que perturban hoy a los expertos, como lo hicieran en el pasado a los policías de su serenísima, motivaron mi deseo de saber más. ¿Quién fue realmente el signor William Petty, con el que di por casualidad en los archivos del Estado de Venecia?

Pocos años después leí, en The London Times, un artículo que explicaba que en las obras de construcción de un hotel en la avenida más importante de Londres, en el Strand, al excavar los cimientos se habían encontrado… restos de templos antiguos. En un principio pensaron que eran romanos, lo que tenía su lógica porque las legiones de Adriano habían invadido Inglaterra. Pero no, eran griegos. Y debían hallarse allí desde hacía mucho tiempo porque se pueden reconocer en un cuadro de Van Dyck, a inicios del siglo XVII. ¿Cómo es posible que estos restos, que se encuentran en el cuadro de Van Dyck y que se habían perdido durante cuatro siglos, desde el XVII, se encuentren hoy en el subsuelo de Londres?

El artículo daba una explicación: porque en este mismo lugar había estado la casa del más grande coleccionista católico de Inglaterra, lord Arundel, y que éste tenía un agente que se llamaba William Petty, a quien había enviado a Venecia a comprar cuadros venecianos y después a Grecia para llevar a Inglaterra lo nunca visto, es decir, la antigua Grecia. Pero, en aquel momento, Grecia era Turquía, e ir con los turcos era la cosa más disparatada. Entonces, yo me dije: ¿quién es este aventurero que hace cosas tan insólitas? Porque lo último que deseaba hacer un cristiano de aquella época era traer fragmentos de templos griegos en naves que eran fácil presa de los piratas, de las tormentas; traer piezas de mármol gigantescas… Era el modo más seguro de caer prisionero de los piratas y ser vendido en el mercado de esclavos de Túnez o Argel.

Quien hizo estas cosas debía de ser un personaje extraordinario. Yo estaba a punto de descubrir que la persona que inventó el concepto de museo, el concepto moderno de arqueología, un conquistador sin par, había sido un insignificante campesino nacido en el lugar más horrendo de Europa, es decir, en la frontera entre Inglaterra y Escocia.

Tenéis que imaginaros que éste es el momento en que Isabel de Inglaterra ha mandado cortar la cabeza a María Estuardo, y que vivir en la frontera era lo más peligroso que se pueda imaginar, porque los escoceses pasaban para matar a los campesinos ingleses y los ingleses pasaban a su vez para matar a los campesinos escoceses, también ellos segando gargantas, cortando manos, quemándolo todo… La madre de William Petty murió crucificada y colgada a las puertas de su casa, víctima de estas incursiones. Estamos hablando de una infancia completamente perdida en la niebla, en la brutalidad y en la ignorancia del pasado más total.

Pero allí, en esta frontera, había algo a lo que nadie había prestado atención: el Muro de Adriano, una muralla construida por los antiguos romanos para proteger el mundo civilizado de los bárbaros; la última frontera. Y este muchacho comprende que aquello era el inicio de una gran aventura, es decir, de la historia de ese lugar perdido donde aún se encontraban los restos de su pasado que, si se recogían, estudiaban y conservaban, tal vez su conocimiento podría llevar a un futuro mejor. Este concepto, que quizá nos parece trivial, es de una total modernidad. Por ejemplo, el pillaje en el museo de Bagdad en la guerra de Irak: con ello se pierde la memoria, y, por tanto, la civilización.

Y este pequeño campesino, de una manera instintiva, comprende que la memoria se puede rescatar gracias a los objetos que aún se conservan. Aquí comienza la gran historia de William Petty. Después se irá a estudiar a Cambridge, cosa extraordinaria para un campesino -cómo que él está por convertirse en el mayor latinista de su generación-, y pasará a ser el preceptor de los hijos de la mano derecha del rey de Inglaterra, es decir, de lord Arundel.

Lo que descubre Arundel es que el muchacho tenía, además del saber adquirido en Cambridge y de una gran resistencia física, algo que no hubiera podido imaginar de un campesino con ese pasado: un ojo especial para la belleza. Como le dirá su mentor: "Hay que aprender a mirar, señor Petty; el mundo se enriquece a medida que se aguza la vista para descubrir su belleza".

Imaginaos a este tipo que ha vivido entre las ciénagas del Muro de Adriano, después entre los libros de Cambridge, luego en la prisión del castillo de Arundel en Londres; este tipo que se halla de repente plantado en el mundo mediterráneo… Su filosofía de vida, al descubrir Italia, la podéis adivinar: "Dos cosas son importantes en este mundo: hacer el amor y saquear Venecia".

Lógicamente, en primer lugar se recorrerá todos los burdeles de la ciudad. Así lo he podido rastrear en Italia y en Grecia. De este modo descubrí la gran historia de amor que él vivió en Quíos con una fascinante mujer, medio griega, medio noble, medio italiana.

Más allá de su pasión por las mujeres y de sus amores con Teresa, a la que nunca abandonará, Petty se ha revelado como un personaje de gran actualidad, en el sentido de que es él quien dio inicio a la tradición del viaje a Oriente que más tarde vivirán los ingleses con el grand tour. Pero en ese momento posterior -y estoy pensando en los tiempos de lord Elgin, quien se llevó los mármoles del Partenón-, el expolio de antigüedades se había convertido en un mercado, en un modo de enriquecerse, una manera de prepotencia: la capacidad de llevar fragmentos de civilizaciones perdidas a Inglaterra, España o Francia.

Petty no se enriqueció y prefirió permanecer en la sombra para ser libre. El sueño puro por conservar la memoria y preservar la belleza. Por ejemplo, había planeado el loco proyecto de llevarse la Puerta de Oro de Constantinopla, que es como querer llevarse el Patio de los Leones de la Alhambra, a Londres. No lo consiguió. Pero fue el último en verla, porque poco después el monumento fue destruido por la indiferencia, porque nadie se dio cuenta de su importancia. Este episodio plantea una pregunta extremadamente actual: arrancar los vestigios del pasado de sus territorios originales ¿se considera una acción de pillaje o de salvamento? ¿Se trata de robo o de conservación?

En cuanto a Petty, sus aventuras son tan revolucionarias para su época, que incluso sus derrotas tienen un valor de triunfo. Fue él quien descubrió el obelisco que hoy está en la plaza Navona de Roma. Estaba roto y abandonado sobre la Via Appia. El ojo de Petty lo había reconocido, y ya se lo estaba llevando a Londres cuando su salida de Roma fue impedida por el Papa. El Pontífice decidió colocarlo delante de su palacio, para placer de la posteridad. Porque el arte entonces era un arma de poder, y, por tanto, una historia de vida y muerte. No sólo el Papa, sino también los grandes personajes de Europa, de Richelieu a Felipe IV, fueron tras Petty para quitarle los tesoros que él descubría para Arundel. Su vida fue la del cazador que huye de sus cazadores. Hasta el punto de ser víctima de la Inquisición española por escapar de quienes intentaban sobornarle.

Porque nació campesino, sin fortuna y sin nombre; porque tuvo que mantener en secreto sus transacciones; porque quiso ser libre y no persiguió honores, Petty permitió que le robaran su obra. Otros publicaron sus descubrimientos, otros se vanagloriaron de sus hazañas, otros le arrebataron su gloria.

Por supuesto, sus trofeos se pueden ver hoy en los mejores museos del mundo, y todas las enciclopedias mencionan la importancia de los Mármoles Arundel: una colección capital para la historia del buen gusto, para el conocimiento de Grecia. Pero las enciclopedias también cuentan que fue lord Arundel en persona quien los encontró y trajo poniendo en peligro su vida. Sí, fue Arundel quien financió su adquisición, arruinándose… Pero no fue él quien se aventuró con los turcos.

Ni una sola palabra del hombre que arrancó estas maravillas del corazón del Imperio Otomano, que las escogió… Sobre William Petty, silencio total. A causa de la integridad de sus intenciones, ha perdido su propio pasado, y este hombre, que tenía el sueño de salvar la memoria de la humanidad, ha sido olvidado. Fue un aventurero puro, un soñador, un cazador de eternidad.

'La extraordinaria vida de William Petty', de Alexandra Lapierre, sale a la venta el día 17 de mayo en Planeta.

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