La mirada del emigrante
Más de dos millones de españoles emigraron a Europa a partir de los años cincuenta. Un libro recoge imágenes cotidianas de esta experiencia. Ellos son los fotógrafos y los protagonistas. Detrás de cada foto hay una vida de dureza y desarraigo.
La imagen fue captada en una calle de la localidad holandesa de Eygelshoven un día indeterminado de 1965. La escena es intrascendente. Tres hombres caminan por la acera con aire desenvuelto, vestidos de domingo. Es una foto hecha sin otra intención que servir de recuerdo. No hubo un profesional detrás de la cámara. Fue un acto simple, un clic que capturó un momento en la vida de estas tres personas. En sí misma, individualmente considerada, carece de interés.
El hombre de la izquierda en la foto es Herminio Álvarez Vila, mitad asturiano, mitad madrileño, camisa blanca arremangada, pantalón oscuro, reloj de correa metálica en su muñeca izquierda, repeinado, aire decidido, acompañado de dos compatriotas, uno extremeño y otro andaluz, cuyos nombres no recuerda ahora, justamente 40 años después de aquel paseo. Ahora, esa foto es un documento, tiene otro significado, es una de las 130 imágenes seleccionadas por el Centro de Documentación de la Emigración Española de la Fundación Primero de Mayo, que ha editado un libro titulado Miradas de emigrantes, obra de Susana Alba, José Babiano y Ana Fernández Asperilla. Es una obra gráfica representativa de la vida y cultura de los más de dos millones de hombres y mujeres que protagonizaron el mayor flujo migratorio español a Europa. La mitad de aquellos trabajadores viajaron irregularmente, sin un contrato de trabajo. Lo que son las cosas: ahora hay un millón de irregulares en suelo español. Son fotos obtenidas por amigos, familiares o compañeros convertidas en testimonio. Ayudan a describir aquel fenómeno, las condiciones de vida y de trabajo, el entorno familiar, la vida cotidiana de aquellos hombres y mujeres. A la modestia de la técnica se une el valor del sentimiento. Porque detrás de cada foto hay una vida laboral, una vida de emigrante que, en miles de casos, aún no ha concluido.
Herminio, aquel joven decidido y repeinado de la foto, cumplirá el próximo 31 de julio los 65 años y dará carpetazo a su vida laboral en Holanda. Siendo hijo de sastre, trabajó cinco años en una mina. Aprendió el holandés a fuerza de hacer crucigramas. Regresará definitivamente a Gijón después del verano, donde tiene casa, aunque de vez en cuando viajará a Holanda porque allí quedan sus dos hijos, chico y chica, casados con holandeses, plenamente integrados en otra sociedad. Para entonces dejará su cargo de tesorero en la Federación de Emigrantes Españoles en Holanda y pasará a formar parte del centro de emigrantes retornados. La aventura habrá durado 43 años, desde aquel 12 de octubre de 1962, fecha que tiene grabada en su memoria, cuando llegó a Lieja con unos conocidos, soportó un crudo invierno, conoció las minas y decidió labrarse un futuro como emigrante.
Herminio conoció las vicisitudes del emigrante económico que ha de aceptar los peores trabajos y los peores salarios, una característica general de aquella emigración. "La característica principal del trabajo de los españoles en los países de acogida era la descualificación, la subordinación y la penosidad, así como una mayor exposición a los riesgos de accidente laboral y de enfermedad profesional", escriben los autores de este libro. Aquellos españoles aceptaron los trabajos más duros, la construcción y el servicio doméstico en Francia, la industria química y metalúrgica en Alemania, la hostelería y la industria en Suiza, la minería en Bélgica Aquellos hombres y mujeres vivieron sus primeros meses en barracones, en ocasiones en antiguos campos de concentración, en residencias colectivas, incluso en naves y antiguos establos, como fue el caso de los temporeros agrícolas.
En un barracón vivió José Sánchez. Fue en Heidelberg (Alemania). Una foto dejó testimonio de aquel momento, sentado en actitud de escribir sobre una mesa donde sobresale un reloj despertador. La imagen describe a un José Sánchez con cara de niño. No llega más lejos. Era un adolescente: había viajado a Alemania solo sin haber cumplido todavía los 18 años. Así comenzó su aventura como emigrante. Había estado unos años antes con su padre, conocía algo el alemán, pero decidió hacer la aventura en solitario, junto a otros amigos andaluces. Se puso a trabajar en una fábrica de rotativas, comenzó a llevar una vida de adulto sin serlo, malcomía, "me llamaban miajita por lo delgado que estaba", fumaba, así que cayó enfermo de tuberculosis y tuvo que ser hospitalizado. "Las autoridades alemanas no me dejaron salir del hospital hasta que no volvieran mis padres", recuerda. Aquella aventura dura todavía después de 40 años. José Sánchez ha trabajado en la Opel, ha sido taxista en Alemania, trabaja actualmente en una compañía aérea, se ha casado, tiene tres hijos, y sigue en activo. Ha comprado una casa en Sevilla y una parcela de terreno entre Mairena y Carmona, pero se quedará en Alemania hasta que se jubile. Tiene 55 años y reconoce que "Alemania me ha dado mucho".
Aquel flujo migratorio afectó también a cientos de miles de mujeres, de tal manera que, durante los años sesenta y setenta, la tasa de actividad de las mujeres españolas emigrantes era muy superior respecto a las que se quedaron.
Una de aquellas mujeres fue Dolores Visi. Es la chica de la derecha en una de las fotos. Una foto sencilla. Posa junto a su hermana delante de un coche. Ambas visten el uniforme de empleadas en una fábrica de productos eléctricos de Lieja (Bélgica). La imagen está tomada en 1970. Dolores tenía 15 años, pero entre los dedos de su mano izquierda sostiene un cigarrillo encendido. "No tuve niñez", explica esta mujer, casada con un belga, madre de dos hijas, residente en Bélgica. "No escogí mi vida. Me trajeron a Bélgica con nueve años, fui a la escuela, aprendí el francés en un año y me convertí en la intérprete de la familia para todo. Tenía que ir al médico, al Ayuntamiento a resolver trámites; en fin, no supe lo que era ser una niña". Su padre, minero, enfermó cuando Dolores tenía 14 años, y ese hecho la obligó a trabajar en una fábrica de componentes electrónicos. Era un trabajo en cadena. Pudo estudiar por las noches y obtener el secretariado. "Todas esas circunstancias me hicieron sentir extranjera. Durante muchos años no quise ser española", reconoce. Ese conflicto interno se ha resuelto. Hace algún tiempo ha recuperado la nacionalidad española. Viaja con frecuencia a Almería, de donde era natural su madre. Y allí piensa regresar cuando se jubile.
El 80% de aquellos emigrantes volvieron a casa. Sufrieron el desarraigo y la incomprensión de un país que nunca ha reconocido el esfuerzo que hicieron. En la mayoría de los casos les quedó la impresión de que aquella aventura no sirvió para mejorar su calidad de vida respecto de aquellos que se quedaron. Una parte vivió una segunda emigración en suelo español. Y otra parte decidió quedarse hasta el final. Tal es el caso de Herminio, de José y de Dolores, tres ejemplos de entre los cerca de medio millón de españoles censados en los países de la Unión Europea, tres rostros anónimos en tres imágenes fotográficas, tres miradas de emigrantes.
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