Woody baña Oviedo con su sentido común
El director estadounidense habla de cine con José Luis Garci ante 2.500 personas
Las piernas cruzadas, un traje marrón, el pelo revuelto hacia delante, como un Séneca de la modernidad, las eternas e inconfundibles gafas de pasta, que lo mismo le sirven para darse buenos revolcones con sus musas rubias, que para ocultar una mirada furtiva y certera sobre todo lo que le rodea. Así se presentó ayer Woody Allen en Oviedo, la ciudad que le ha encantado con la varita mágica de su ritmo enemigo de la vorágine, para dar una charla multitudinaria en el Auditorio Príncipe Felipe ante 2.500 personas, en uno de los actos estrella con los que la Fundación de los Premios Príncipe de Asturias ha querido celebrar el 25º aniversario de su existencia.
Allen, que el jueves presentó en Cannes, aclamado, su última película, Match point, recaló en Asturias con su esposa, Soon Yi; sus dos hijas y su hermana, para reafirmar su compromiso con una ciudad que le ha seducido y a la que seguirá vinculado con su apoyo a una fundación que promueva el cine independiente y de autor. Natural, sobre todo en alguien como él, sensible y neurótico, eterno miedoso, pero artista firme y arriesgado siempre, que va por libre y que reniega de gran parte del cine que se hace en su país, como dejó patente ayer cada vez que respondía a las preguntas de su colega José Luis Garci.
"Hoy nadie sabe en Nueva York quién es Buñuel, ni Dreyer, no tienen acceso a ellos"
"En Estados Unidos es muy difícil hoy hacer la película que quieres", aseguró Allen, que también relató por qué ha rodado Match point en Londres: "Los estudios querían controlarlo todo y yo dije que no", afirmó. Así que cogió el macuto, las cámaras y a la familia y se fue a rodar a Inglaterra, donde le ha iluminado la suerte. "Todo estaba como bendecido en esta película. Cuando necesitábamos un determinado clima, lo teníamos, cuando los actores improvisaban, encajaba. Ha sido muy estimulante desde un punto de vista artístico, tanto que pienso volver a rodar allí este verano", dijo.
Observa con tristeza que los grandes estudios de su país han lanzado el cine por un barranco y, además, las nuevas generaciones están huérfanas de maestros: "En nuestra generación, en Nueva York, esperábamos las nuevas películas europeas muy expectantes. Las veíamos y discutíamos sobre ellas. Ahora, no saben quién es Buñuel, ni Dreyer, no porque lo desprecien y no les vaya a gustar, simplemente porque no tienen acceso a ellos", dice preocupado.
Un suicidio artístico, una venda opaca que él ya denunció en Un final made in Hollywood, donde Allen da un corte de mangas a la industria con la historia de un director de cine que se queda ciego mientras rueda una película y la termina. Provocación es lo que no le falta, pero tampoco, juicio. Esto último le sobra: "Para hacer una película no necesitas ser un técnico experto. Eso lo aprendes rápido. Lo que hace falta es sentido común e imaginación. Es muy sencillo, a los técnicos, los contratas".
Jugo, alma, visión, experiencia, discurso, intención y algo que contar. Como Nueva York, una ciudad, que según Garci, Allen ha convertido en género cinematográfico: "Bueno, no soy consciente de eso. Además, es curioso, mi visión de Nueva York es romántica y viene de mi infancia y de las películas que vi sobre ella hechas en Hollywood". Paradojas, pues, también es lo que encierra el cine maravilloso de este genio contemporáneo que tanto nos ha ayudado a comprendernos. Y lo ha hecho siempre sin concesiones, utilizando esa ecuación certera que busca la comunicación unida a la innovación: "El cine y la arquitectura van muy unidos. Es equilibrio. Yo busco eso, mantener la atención del público pero buscando una cierta experimentación. El público siempre es conservador, va a rechazar lo que no satisface sus expectativas, por eso, hay que ofrecerle la experimentación en pequeñas dosis, para que no le quite su atención", aseguró.
Con buena música, por ejemplo. Las obras maestras de Allen o todo su cine tiene forma de sinfonía, de sonata o de fascinante pieza de jazz, son constantes repeticiones siempre renovadas radicalmente, que nos suenan diferentes entre sí. Y nunca matemáticas, cálculo, ni suma bastarda de números, porque él reniega del negocio y reivindica el arte. "¿Es otro el cine desde que se cambiaron las cifras por las letras?", le preguntó Garci: "Es cierto, tienes razón. Ahora todo el mundo, en lugar de leer las críticas, busca la recaudación, es como la lotería. Y eso crea tensión y nervios en la industria", afirmó.
La estatua ansiosa
Si hay algo difícil, si existe una pirueta que tenga mérito es plasmar en una estatua, algo que es inmóvil por naturaleza, "una constante ansiedad". Las comillas son de Woody Allen y el piropo va dirigido por el cineasta a Vicente Santarua, el autor de la obra que no se mueve y capta al artista caminando por la ciudad desde hace dos años que está instalada en la calle de las Milicias Nacionales, en el centro de Oviedo. Allí acudió ayer el gran genio con su mujer, Soon Yi, y sus dos hijas, que manosearon la obra y compararon bien a modo con el original, que no salía de su asombro: "¡Es papi!", exclamaban las pequeñas, mientras su padre, que no paraba de dar las gracias a todo el mundo, se parecía más que nunca a uno de esos personajes suyos que se sienten marcianos ante la sacudida de las sorpresas inesperadas. "Es muy raro, único e inusual verse en una estatua, pero me ha impactado y me ha gustado que la gente de Oviedo me la dedicara", aseguró Allen en una rueda de prensa que dio por la mañana. "El artista ha retratado perfectamente esa constante ansiedad en mi cara y en la mirada", añadía.
Menos mal que la pudo ver con gafas, porque una de las aficiones más sonadas en la ciudad es que los juerguistas se las quiten en alguna que otra noche loca. Pero para que no hubiera disgustos, la imagen de Allen durmió el viernes custodiada por los municipales para que nadie la tocara y para que las fotos pudieran hacerse sin problemas. Woody y su familia llegaron a pie desde el hotel Reconquista, y la gente, al verle, no salía de su asombro. Unos le vitoreaban, otros le pidieron autógrafos, los de La Mallorquina, la pastelería que está al lado de la estatua, le regalaron unos bombones y Allen trató de ser amable con todo el mundo. También admiró otras estatuas como el Culis monumentabulis, ese imponente trasero que Eduardo Úrculo plantó a la puerta del teatro Campoamor, y habló de su relación con una ciudad que él sigue viendo como "de cuento de hadas", según repitió ayer, para enmendarle la plana a Clarín y a su Regenta. "Estoy preparando una película que podríamos rodar en Barcelona y en Oviedo, con técnicos españoles y algunos actores secundarios también", adelantó. Además, apoyará una futura muestra de cine independiente, que tendría su sede en la capital asturiana. "Creo que es una idea muy sana, que no tiene nada que ver con esas películas típicas de Hollywood y sí con las que tienen una calidad artística y huyen de lo comercial", aseguró Allen. Para el director de Manhattan, es raro encontrarse con estos proyectos. "Muchos lo intentan, pero no acaban de despegar. Tampoco hablamos de un festival, que, al fin y al cabo, es una manifestación comercial; se trata de algo en lo que se considere al cine como una expresión artística seria", afirmó. Su compromiso para llevarlo a cabo fue firme. "Los cineastas experimentados que podamos ser útiles para esto con nuestros consejos y nuestra ayuda colaboraremos. Lo que yo pueda hacer por ello, lo haré".
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