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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

De la necesidad, virtud

Zapatero se mostró ayer "abierto al reencuentro" con Rajoy, tras haber dicho horas antes que ya sólo les unía el dolor compartido por las víctimas. Rajoy se limitó a culpar al otro de la ruptura, pero añadió (algo incoherentemente) que el Pacto Antiterrorista estaba "en el congelador", es decir, hibernado. Ambos pronunciamientos reflejan el temor de los dos grandes partidos a ser considerados culpables de lo que pueda ocurrir si salen mal algunos asuntos de la agenda política que requerirían un acuerdo entre ellos. A estas alturas, sin embargo, están bastante claras las motivaciones respectivas.

Sin mayoría absoluta y con una política de alianzas prefigurada desde que se constituyó el tripartito catalán, Zapatero decidió hacer de la necesidad virtud: aprovechar esas alianzas para plantear con audacia algunos asuntos pendientes, como las reformas institucionales reclamadas por los nacionalistas; a partir de un momento dado, entrevió también la posibilidad de acelerar el fin de ETA mediante un arreglo. Rajoy, por su parte, enfrentado en todas partes (ahora también en Galicia) al dilema de mayoría absoluta o derrota, decidió hacer de su soledad bandera de oposición; frente a las alianzas sospechosas del PSOE, la alternativa de un Gobierno del PP sin aliados. En el debate de estos días se ha escenificado esta doble opción.

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El PP ha elegido para ello la cuestión terrorista. Seguramente, porque es un terreno que considera propio, y en el que suelen reconocérsele sus méritos. La paradoja es que esos méritos han contribuido a que el problema pueda plantearse hoy en términos algo diferentes; sobre todo, porque la ilegalización de Batasuna ha creado una divergencia objetiva de intereses entre los jefes del brazo político y los del militar. Cualquier iniciativa al respecto necesitaría de la complicidad del PP, la que tuvo Aznar de los socialistas cuando decidió negociar con ETA en 1998. Pero Rajoy parece haber elegido no mezclarse para poder capitalizar un fracaso que considera probable.

Lo mismo ocurre respecto a las reformas institucionales, que necesitan, por razones políticas y en parte numéricas, un consenso que implique a PSOE y PP. Rajoy dejó claro en el debate que prefiere mantenerse al margen y denunciar la dependencia de Zapatero respecto a sus aliados. Sin embargo, hubo un momento en que esa línea pareció quebrarse. Tras su reunión del 14 de enero con Zapatero, el líder del PP dio la impresión de haber elegido condicionar las reformas, participando en su gestación, en lugar de oponerse frontalmente a ellas. Lo burdo de la excusa esgrimida para volverse atrás respecto a la constitución de una comisión PP-PSOE de seguimiento de las reformas (la jerarquía dentro de sus partidos de los representantes respectivos) indica que o se arrepintió o le arrepintieron. Pero tampoco el Gobierno mostró demasiado interés en impulsar la constitución de esa comisión.

Zapatero no ha tenido que forzar la imagen que se ha forjado, mientras que Rajoy ha roto la suya al traspasar una frontera que se consideraba sagrada: quebrar el consenso antiterrorista. El discurso catastrofista del líder del PP augura un regreso a la estrategia del periodo 1993-96; pero si los peligros fueran los que dice, tendría que buscar un acuerdo con el Gobierno para hacerles frente. Frente a ese catastrofismo, la experiencia indica que la actitud dialogante de Zapatero le ha dado autoridad para oponerse en nombre de la legalidad a las pretensiones rupturistas de los nacionalistas. En el debate sobre el plan Ibarretxe el más brillante fue Rajoy, pero el vencedor fue Zapatero, porque fue él quien acertó al llevar el asunto al ámbito parlamentario, y no al judicial, como propuso el otro. Rajoy ha sido muy aplaudido por los profetas del apocalipsis, pero es Zapatero quien sale mejor librado. Los ciudadanos desconfían de quienes confunden la política con el boxeo.

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