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[05] MALOS DE LA HISTORIA

El Nerón inglés

Enrique VIII de Inglaterra, un rey egoísta y despiadado, cruel tirano, asesino de sus esposas y de sus enemigos. Su fogosidad amorosa le llevó a montar un cisma con la Iglesia católica y a encerrar en la Torre de Londres tanto a papistas como a herejes. Un Barba Azul hipocondriaco que veía siempre conspiradores a su alrededor.

Es imposible conseguir unanimidad para una galería de villanos, para una borgiana historia universal de la infamia. Porque, en nuestros propios días, hemos visto a sanguinarios dictadores aclamados por muchedumbres de secuaces, a siniestros presidentes de Gobierno obteniendo mayoría absoluta en las elecciones, a cínicos violadores de los derechos humanos y de las leyes internacionales ocupando las más altas magistraturas del país más poderoso del mundo. Por mi parte, debo confesar mi convicción de que los retratos de la mayor parte de los malvados de esta serie sólo admitirían el claroscuro o el gris marengo, y no el negro ala-de-cuervo, como parece que sería de rigor. Y esto es válido para Enrique VIII de Inglaterra.

El segundo monarca de la casa de Tudor ha sido, en efecto, defendido en diversas épocas y desde diversos puntos de vista. En la época de su hija Isabel (que puso a William Shakespeare en el brete de escribir una obra sobre su padre, que era al mismo tiempo el asesino de su madre), la opinión pública de su reino vio en Enrique VIII al hombre que había liberado al cristianismo inglés de la tiranía de Roma y que había puesto los fundamentos para convertir a Inglaterra en una gran potencia europea. Hoy los especialistas destacan sus logros políticos: el refuerzo de la maquinaria estatal (secretaría de Estado; consejos del Norte, de las Marcas y de Gales), la voluntad de creación de una Gran Bretaña avant la lettre (merced a las repetidas acciones frente a Escocia, al inicio de la política de expansión en la vecina Irlanda con su autoproclamación como rey y a la definitiva asimilación del País de Gales a Inglaterra), el impulso dado a la intervención del Parlamento en la vida pública y, finalmente, la transformación de una nación medieval en un Estado moderno. También se pone el énfasis en su labor cultural, ilustrada quizá por la creación de la música de cámara (Dionisio Memmo) y, con seguridad, por la difusión del humanismo (Thomas More), la contratación de grandes artistas (Hans Holbein), la desaforada actividad constructiva y el esplendor de una corte magnificente. Y por último, otros autores destacan sus cualidades personales: su prestancia física (antes de que las injurias de la edad ajaran su rostro y engrosaran despiadadamente su cuerpo), su complexión atlética, su habilidad en las justas y en otros juegos, sus dotes intelectuales, su pasión por la cultura clásica y por el arte renacentista, su delicado gusto de hombre cultivado, su donosura como experimentado cortesano e incluso su condición de eterno enamorado e incansable amante.

Sin embargo, ya el siglo XVII empezó a cuestionar esta imagen halagadora y a poner de relieve otros rasgos más negativos de su carácter, como fueron su egoísmo absoluto, su mal humor habitual y su terrible cólera ocasional, su hipocondría incontenible, sus modos de autócrata, su envidia incurable, su codicia insaciable, su falta de escrúpulos para la consecución de sus fines, su nula clemencia para con sus enemigos (que en muchos casos habían sido sus más próximos colaboradores en la víspera), su conducta para con sus esposas, sus amantes efímeras y sus propios hijos. Así, Walter Raleigh, cuando ya la casa de los Tudor había dejado paso a la casa de los Estuardos en el trono de Inglaterra, se pudo permitir el lujo de escribir: "Si todos los cuadros y dibujos de un príncipe desprovisto de misericordia se perdieran en el mundo, todos se podrían volver a pintar a partir de la historia de este rey". Y ni que decir tiene que fuera de Inglaterra no hubo que esperar tanto para que se propagase sin paliativos la imagen de Enrique VIII como la de un cruel tirano cuyas manos estaban teñidas de la sangre de muchos de sus enemigos y de algunas de sus esposas.

Dejando a un lado la valoración de los resultados de su actuación política para el futuro de Inglaterra y de los resultados de sus decisiones religiosas para el futuro del cristianismo, tarea muy ardua que no nos compete aquí, hay que decir, sin embargo, que una buena parte de la trayectoria histórica del reinado a partir de los años treinta dependió muy estrechamente de medidas de gobierno que le fueron dictadas al monarca por sus deseos personales, es decir, que se tomaron sacrificando deliberadamente los intereses de la comunidad a las apetencias particulares y al puro egoísmo del soberano.

Esto nos lleva naturalmente al hecho crucial de la anulación de su primer matrimonio con Catalina de Aragón. Posiblemente la cuestión se planteó por las dificultades de Catalina, después de haber alumbrado a María Tudor, para dar al rey el hijo varón que deseaba fervorosamente. Fue a partir de este momento cuando Enrique comenzó a pensar en un defecto de forma en su matrimonio, puesto que la reina había estado casada en primeras nupcias con Arturo, el hermano mayor del rey, muerto prematuramente, y esta circunstancia podía caber dentro de la prohibición contenida en el Levítico contra los matrimonios con las esposas de los hermanos, pese a que el primer matrimonio de Catalina no se había consumado y además mediaba dispensa papal para legitimar el segundo. Estas dudas del rey se acentuaron significativamente tras haber entablado conocimiento con una joven llamada Ana Bolena, por la que concibió tal pasión que ya no quiso contentarse con hacerla una de sus amantes, como había ocurrido anteriormente con Isabel Blount (que además le había dado un hijo, Enrique Fitzroy, conocido por su título de duque de Richmond, a quien el rey pensó alguna vez en nombrar heredero, pese a su bastardía) o con María Bolena, la hermana de Ana, que había sido amante de Francisco I de Francia, quien la consideraba "una gran puta, la más infame de todas".

Enrique montó todo un número para conseguir la anulación de su matrimonio con Catalina, condición previa para sus bodas con Ana Bolena. Ahora bien, esta operación, que hoy cualquier particular puede solventar con el simple pago de unos dineros a la Iglesia católica, se encontró con el problema del contexto: Catalina era nada menos que la hija menor de los Reyes Católicos, la hermana de Juana de Castilla y la tía del emperador Carlos V, que se había convertido en el dueño de Italia y se aprestaba a atacar Roma. De este modo, fue necesario presentar una demanda de nulidad ante un tribunal presidido por el legado pontificio, el cardenal Lorenzo Campeggio. En el juicio, Catalina alegó que había contraído matrimonio "sin haber tocado hombre" y que había mantenido una escrupulosa fidelidad, extremos que podía confirmar mejor que nadie el propio rey, quien durante la declaración se mantuvo silencioso y como indiferente. Finalmente, Campeggio, de acuerdo con un guión previamente establecido por Roma, se inhibió en favor del papa.

Este resultado provocó la desgracia del cardenal Thomas Wolsey, que hasta entonces había actuado como auténtico primer ministro y hombre de confianza de Enrique, quien le desposeyó de sus cargos y le desterró a York, antes de preparar su relevo por un equipo formado por otros tres Tomases: Thomas Cromwell (que asumiría la dirección de la política y de la hacienda del reino), Thomas More (que fue nombrado canciller) y Thomas Cranmer (que en 1533 sería promovido al arzobispado de Canterbury, la sede primada). En noviembre de 1530, el cardenal Wolsey fue detenido bajo la acusación de alta traición, aunque tuvo el acierto de morirse por el camino, dedicando sus últimas y amargas palabras a la inconstancia de su señor, al que había sido siempre leal y al que en 1525 (bien es verdad que tras unas insinuaciones al respecto del monarca) había regalado su espléndido palacio de Hampton Court a orillas del Támesis: "Si hubiese servido a Dios con tanta diligencia como al rey, Dios no me hubiese abandonado en mi ancianidad".

A partir de ahora, Enrique precipitó los acontecimientos: en 1531 es proclamado jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra; en 1532 se casa con Ana Bolena; en 1533, Cranmer invalida el primer matrimonio del rey y declara válido el segundo, y por último, en 1534, el Parlamento vota el Acta de Supremacía, que otorga al rey el gobierno de la Iglesia de Inglaterra, obliga a sus súbditos al juramento de obediencia y organiza la represión contra los traidores. Entretanto, en septiembre de 1533, nace la que sería Isabel I, lo que conlleva sucesivamente la prohibición de usar el título de princesa por parte de su primera hija (que, posiblemente a causa de su infancia traumática, sufriría en lo sucesivo de depresión, así como de jaquecas, taquicardias y amenorrea) y la modificación de la sucesión en favor de la segunda, que más tarde, por efecto de otra de las mudanzas de su padre, también pasaría a la consideración de bastarda y a la pérdida del título de princesa.

A partir de ahora, y como consecuencia de las cambiantes tomas de posición del monarca, la historia de Inglaterra entra en una época signada por la represión de todas las conductas y opiniones contrarias a la del rey, que tratando de mantener el equilibrio de su catolicismo cismático lanza sus rayos a derecha e izquierda contra los "papistas" y contra los "herejes", alimentando así el fuego de numerosas hogueras. Del mismo modo, sus sucesivos enlaces matrimoniales, que fueron el pretexto perfecto para la toma de los aledaños del poder por parte de las distintas camarillas, procatólicas o filoprotestantes, generan el desalojo de los partidarios de la víspera, convertidos de la noche a la mañana en traidores que han de pagar con sus cabezas el miedo y la volubilidad del autócrata. Sin dar crédito a las fábulas que sitúan en 72.000 las ejecuciones del reinado, sí es cierto que fueron muchos centenares los condenados a muerte por delitos reales o imaginarios, hasta convertir a Enrique en uno de los mayores verdugos que ciñeron corona en los tiempos modernos.

Entre los primeros que sufrieron la pena de muerte figuraron dos grandes personalidades de la época, famosos por su integridad moral, que fueron acusados de alta traición por su negativa a aprobar la anulación del matrimonio con Catalina. John Fisher, obispo de Rochester, decapitado en junio de 1535, no pudo lucir el solideo encarnado de cardenal, que le acababa de ser remitido desde Roma, porque, como comentó el rey con perverso sarcasmo, hubiera tenido que ponérselo sobre los hombros. La misma suerte corrió al mes siguiente el célebre humanista Thomas More, el autor de Utopía, ejecutado mientras el soberano se solazaba tranquilamente en Reading, insensible ante la muerte de quien había sido su amigo, su consejero y su canciller, culpable sólo de haber guardado silencio (posiblemente un clamoroso silencio, más expresivo que cien palabras) ante las arbitrariedades reales.

Al año siguiente, tras la muerte de Catalina (que envió una última carta a su esposo, declarándole su eterna fidelidad), Enrique empezó a cansarse de Ana Bolena y a concebir el peligroso pensamiento de que su segunda esposa le había seducido con artes mágicas, y que por esa razón no podía darle el hijo varón que ansiaba. El complot terminó de fraguarse a finales de abril: Ana fue acusada por Thomas Cromwell de cometer múltiples adulterios y de organizar una conjura para asesinar al rey, cargos con toda probabilidad completamente falsos, pero que terminaron por conducirla a la Torre de Londres, donde al mes siguiente fue ejecutada y enterrada, concretamente en la capilla real de San Pedro Encadenado, calificada por un historiador decimonónico como "el lugar más triste de la Tierra", tras de lo cual vino el descabezamiento (en sentido estrictamente literal) de su partido.

Y a reina muerta, reina puesta. Y si no, véase esta secuencia: Ana muere el 19 de mayo, Enrique se promete con Juana Seymour el día 20 y se casa con ella el día 30 del mismo mes. El enlace propició la vuelta al poder de los procatólicos, aunque ello no impidió la promulgación de una medida de suma relevancia como fue la disolución de los monasterios, ya que la súplica de la nueva reina para conseguir una retractación real topó con una tajante negativa de Enrique, que al parecer se permitió recordarle además el destino de su antecesora. El caso es que la operación sirvió para enriquecer las arcas de la Corona, que pudo adueñarse de tierras que suponían un tercio del total del patrimonio agrario de Inglaterra. Fue también la oportunidad para que Enrique volviera a mostrar su codicia, no saciada por las múltiples confiscaciones de los bienes de sus enemigos (incluyendo los siete dominios y castillos del duque de Buckingham que se había agenciado en 1521): ahora el rey se adueñó de miles de joyas (incluyendo crucifijos, relicarios y ornamentos sagrados), entre las que destacaba el rubí enviado por Luis VII de Francia para la tumba de santo Tomás Beckett, que, convertido en sortija, pasó a adornar las manos del monarca.

Una de las consecuencias inmediatas de la política religiosa del rey fue la sublevación (en octubre de 1536) de los católicos del norte, conocida como la Peregrinación de Gracia, que terminó con la victoria de las armas reales y una nueva oleada represiva que se saldó al año siguiente con otras 200 ejecuciones. En octubre de ese mismo 1537, Juana Seymour dio a luz un hijo varón, el futuro Eduardo VI, que inmediatamente fue reconocido como príncipe de Gales, pero que costó la vida a su madre en el posparto. Así parecía abrirse una nueva etapa de mayor sosiego en la vida pública, pero la permanente inestabilidad del rey no concedió semejante respiro a la fatigada nación, ya que el descubrimiento de otra presunta conspiración contra el rey en noviembre de 1538 llevó a la Torre de Londres a varios miembros de su propia familia, todos ellos de ilustres apellidos (Exeter, Montague, Neville), algunos de los cuales serían ejecutados al mes siguiente.

En septiembre de 1539, el rey (por consejo de Thomas Cromwell, que quería promover una alianza alemana en la política exterior inglesa) contraía su cuarto enlace, esta vez con Ana de Cleves o de Cléveris, hermana de Guillermo, duque soberano de este Estado. En este caso, Enrique dio otro tipo de pruebas de su inveterada desconsideración para con las mujeres, tomando un aborrecimiento instantáneo por su nueva esposa, con la que ni siquiera llegó a consumar el matrimonio, según sus propios comentarios de que no podía excitarse sexualmente con ella, de que no podía soportar su olor a rancio y de que sospechaba que ni siquiera era virgen a tenor de la "flojedad de sus pechos" y de otras impresiones táctiles íntimas.

De este modo, en la primavera de 1540, Enrique ya estaba cortejando a Catalina Howard, vinculada claramente con el partido católico, y preparando la anulación de su matrimonio con Ana. Una consecuencia lateral de estas maniobras fue la desgracia de Cromwell, objeto de una conjura palaciega en todo similar a las que él había organizado varias veces. Acusado por sus enemigos al mismo tiempo de los cargos de traidor y de hereje, el poderoso ministro fue decapitado en la Torre de Londres el 28 de julio de 1540, justamente el mismo día elegido por el monarca para casarse con su nueva enamorada, en un nuevo ejemplo de oportunidad.

Poco le duró la felicidad a la nueva pareja, pues, convicta de adulterio, la joven Catalina ingresó en prisión en noviembre del año siguiente y fue ejecutada en febrero de 1542, a la edad de 17 años. Ejecución que fue seguida de la de sus amigos, incluyendo a lady Rochford, la que había sido celestina de sus amores clandestinos. Un año después, Enrique estaba ya detrás de Catalina Parr, esposa de lord Latimer, que tuvo el buen acuerdo de morirse en marzo, al mes siguiente de los primeros avances del rey. El sexto y último matrimonio de Enrique, que tuvo lugar en julio de ese mismo año, tampoco estuvo exento de sobresaltos; esta vez no debido a la conducta amorosa de la reina, sino a sus moderadas inclinaciones filoluteranas, que hicieron que el rey llegase a firmar en julio de 1546 una orden de detención contra ella que por fortuna no llegó a ejecutarse, ya que eran momentos de intensa represión antiprotestante, de intensa actividad del quemadero de Smithfield.

Enrique VIII se apagó en enero de 1547, sin tener tiempo de firmar su enésima sentencia de muerte, esta vez contra el duque de Norfolk, acusado, como tantos otros, de alta traición. Pese al inminente desenlace, todos los que rodeaban al rey sentían miedo de anunciarle la muerte e inducirle a prepararse para el tránsito al más allá, ya que tal declaración podía ser considerada también como delito de traición. Era una de las consecuencias de la hipocondría que siempre aquejó al monarca, que vivió aterrorizado por las enfermedades, que huía a todo correr de Londres cada vez que se vaticinaba un brote de peste o de cualquier otro morbo, que tuvo a su servicio a seis médicos simultáneamente y que se confiaba a sus propios remedios caseros, como la infusión de ruda, salvia y hojas de saúco para combatir el "mal de los sudores". Finalmente expiró el día 28, arrebatado con toda probabilidad por una embolia pulmonar. Así desapareció este "Nerón inglés", tal como le consideraba buena parte de la opinión pública de fuera de Inglaterra. Hoy, como hemos visto, existe una corriente revisionista que trata de rehabilitar su figura aduciendo los éxitos cosechados en la modernización política y cultural del reino. Sin embargo, estas reivindicaciones suelen pecar de un evidente maquiavelismo, de una justificación de los medios por los fines. Y aunque ésta es una concepción que encuentra mucho eco entre algunos de los principales mandatarios de nuestros días para justificar guerras inicuas y otros horrores, la sangre vertida por Enrique VIII inclina en su contra la balanza en cualquier juicio que no sea el de Giovanni Papini, cuya ilimitada misericordia (superando a la de cualquier dios en activo) le lleva a abolir el infierno y a perdonar a todos los personajes de la historia.

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