_
_
_
_
Reportaje:[04] MALOS DE LA HISTORIA

El perverso encantador

Enrique III, el último rey de la dinastía francesa de los Valois, ocupa un lugar preferente en la historia de los malvados. Fue un aristócrata altanero, un extravagante seductor y uno de los responsables, junto a su madre, Catalina de Médicis, de la terrible matanza de la Noche de San Bartolomé, que causó miles de víctimas.

Individuos como Enrique III, el rey de Francia que jugó con la historia y perdió la partida además de la vida, suelen ser siempre polémicos. Tras su asesinato en 1589, una leyenda negra se apoderó de su figura y de sus acciones de gobierno. Comenzó Mézeray a mediados del siglo XVII; luego le siguió Voltaire, quien en su Henriade, escrito hacia 1716, le acusó de molicie, debilidad y cobardía. La imagen se hizo más tétrica con el dramaturgo Charles d'Outrepont, que lo presentó como un idiota extravagante, un niño malcriado, lleno de complejos y manías. Balzac, por su parte, le acusó de todos los males de la época en La comedia humana, mientras que Alejandro Dumas terminó por redondear la imagen de un hombre resentido, fanático y carente de moral en el drama en cinco actos titulado Enrique III y su corte. Esa imagen la completó más tarde en su novela histórica La reina Margot, publicada en la prensa entre 1844 y 1845, donde presenta a un Enrique tiránico, enfrentado con Enrique de Navarra, conde de Béarn, el marido de su hermana. El cine ha contribuido también a esa imagen con André Calmette en la película El asesinato del duque de Guisa (1908), perfecto ejemplo de folletín visual. Pero ¿quién fue en realidad Enrique III, el último de los reyes de la dinastía Valois de Francia?

Enrique III, sexto hijo de Catalina de Médicis y de Enrique II de Valois, nació en septiembre de 1551 en Fontainebleau. Un año antes de que él naciera, sus padres perdieron a su tercer hijo, al que pusieron por nombre Luis en honor de Luis XII, quien consiguió crear el Estado moderno en Francia al trasladar a Italia la arena de combate con la España de los Reyes Católicos. A su cuna acudieron sus dos hermanos Francisco y Carlos, y sus dos hermanas Isabel y Claude. Luego, mientras él crecía, sus padres traerían al mundo varios hijos más: Margarita, que se casaría con el Borbón Enrique de Navarra; Francisco, duque de Alençon, un infante sin tierra, y las gemelas Juana y Victoria, que murieron niñas. Total, nueve hermanos.

Enrique pasó los primeros años de vida en la Turena, en el castillo de Amboise, lugar elegido por la familia desde hacía décadas para que los hijos se criaran lejos de la corte. Una infancia fácil le convirtió en un muchacho travieso, tiránico, irascible y consentido. Catalina dejó la educación en manos de Jacques Amyot, un excelente latinista traductor de Plutarco y autor de un tratado sobre la elocuencia de los reyes, que le inició en el estudio de la tradición neoplatónica, la astrología y el ocultismo, las verdaderas pasiones de la sociedad francesa del siglo XVI. Con dichos estudios se ganó la fama de brujo entre sus contemporáneos.

Esa forma de pensar puede explicarnos la frialdad ante el incidente que le costó la vida a su padre, el rey. Ocurrió el 30 de junio de 1559, con ocasión de la boda de su hermana Isabel con Felipe II, rey de España. La corte había organizado unas fiestas caballerescas a las que fueron invitados nobles y caballeros de todos los rincones de Europa. Enrique II quiso intervenir en una justa por amor a la dama Diana de Poitiers, y se enfrentó con el caballero escocés Gabriel de Lorges, conde de Montgomery, que le atacó con la lanza ya quebrada, una astilla de la cual pasó por la visera del yelmo y se alojó en el ojo del rey. Tras unos días de agonía, Enrique II murió el 10 de julio, poniendo fin a una etapa gloriosa en la historia de Francia que había empezado su abuelo Luis XII. Esa muerte de novela estimuló la leyenda del rey caballero caído en una justa. Madame de Lafayette, en 1678, recreó la escena en La princesa de Clèves, la primera novela psicológica europea, la respuesta de una gran narradora a la ironía con la que Cervantes afronta en el Quijote los ideales caballerescos del deber, la gallardía y la estima.

Tras la muerte de su esposo, Catalina de Médicis, que jamás había sido una madre cariñosa, se convirtió de repente en una madre obsesionada por la promoción de su querido hijo Enrique. Presionó al nuevo rey Francisco II y a su esposa, María Estuardo, reina de Escocia, para que le concedieran títulos y prebendas; pero ese reinado fue corto. Un catarro de oído, una mastoiditis, llevó a la tumba al rey, dejando el trono a Carlos IX y la regencia a Catalina. Desde esa privilegiada posición, la reina madre no tuvo ya ningún obstáculo para favorecer a Enrique, su niño mimado, y le nombró duque de Anjou, una credencial suficiente para intervenir en los asuntos de Estado, a lo que se prestó con sumo gusto Carlos IX, más interesado en la caza que en la guerra. En dos años, Enrique maduró cerca de los generales de Francia y demostró que la educación de un príncipe del Renacimiento debía completarse con el aprendizaje de las armas y del arte de la seducción, como aconsejaba Baldassare Castiglione en su famoso tratado.

En 1565 acudió a Bayona a recibir a su hermana Isabel, que llegaba de España con el duque de Alba, representante de Felipe II. Lo hizo por fidelidad a su madre, pero también porque estaba convencido de que su hermana requería de sus consejos fraternales, tras las noticias de que se había entregado a una férrea religiosidad por afecto a su marido, el campeón de la causa católica, el ermitaño de El Escorial. Enrique quiso abrazarla, pero las convenciones sociales se lo impidieron; quizá también algún arisco mohín de la reina de España.

He aquí un momento crucial en la vida de Enrique. El sentimiento religioso de su hermana Isabel y la lubricidad de su madre Catalina se combinan para endurecer aún más su carácter despótico. Le gusta hacerse llamar monsieur con el fin de provocar confusión entre sus favoritos, a los que, sin embargo, seducía con las palabras, los gestos y los adornos corporales: un comportamiento que un analista definiría de sublimación. También siente deleite por los placeres de la corte, por las poesías de Jean Dorat o de Pierre Ronsard, y por los juegos de alcoba con jóvenes homosexuales (los famosos mignons) que le granjearon fama de licencioso y libertino.

En 1567, Enrique recibió de su hermano Carlos IX el título de "lugarteniente general del rey". Catalina estaba una vez más detrás de esa concesión que le convirtió en el personaje más importante de Francia, el destinado a dirigir las campañas militares contra los protestantes del príncipe de Condé y de Gaspard de Coligny, a los que se les conocía como "hugonotes" (una deformación de la palabra alemana eidgenossen, conjurados). Las victorias de Jarnac y de Moncontour asombran a los franceses y provocan en Enrique una súbita y desgarradora toma de conciencia de sí mismo. Se funde por entero con el éxito social, nada sabe de disimulos, nada oculta y se muestra exactamente como es, y por ello no puede evitar ser un malvado de cara risueña.

Los efectos de esa manera de ser se pueden apreciar si observamos su papel en el suceso más trágico de la historia de Francia en el siglo XVI: la matanza de la Noche de San Bartolomé, el 25 de agosto de 1572. Ese grave incidente comenzó con una conjura de palacio auspiciada por Catalina con el apoyo de Enrique y la connivencia de Carlos IX. A fin de preparar el advenimiento de una monarquía absoluta, Catalina ordenó asesinar a Coligny, líder del partido de los hugonotes, y responsabilizar del asesinato al arrogante Enrique de Guisa, jefe del partido de los católicos. El gesto de la reina madre pinta un clima de extremo cinismo en el origen del Estado moderno: una tenebrosa trama política de dos seres depravados, Catalina y Enrique, que buscan destruir todos los valores de caballerosidad y honestidad procedentes del pasado: la madre porque quiere vengar así la muerte de su marido en una justa (no es casualidad que el responsable, el conde de Montgomery, fuera hugonote); el hijo porque reconoce que jamás logrará crear un Estado dichoso como lo fue en tiempos de su padre.

La conjura fracasó. Los notables hugonotes, que habían llegado a París para asistir a la boda de la infanta Margarita con Enrique de Navarra, exigieron una investigación a fondo del suceso. Catalina y Enrique se vieron de repente en serio peligro si la comisión de investigación llegaba al fondo de la trama. Actuaron deprisa y sin miramientos, poniendo de relieve al monstruo que llevaban dentro. El rey cedió a las presiones de su madre y de su hermano, con lo que favoreció que una masa enfervorizada se lanzara a las calles de París asesinando a cualquier hugonote que saliera a su paso. Gaspard de Coligny fue uno de los primeros asesinados. La masacre se extendió a las provincias. El número de muertos no se conoce con exactitud; los cálculos oscilan entre 2.000 y 100.000 víctimas.

Enrique aún no se ve a sí mismo en el espejo. Atisba sólo unos cuantos fragmentos de su entorno. Por un momento parece darse cuenta de la vacuidad total de su vida, que no logra disipar ni siquiera el recurso a la magia y la astrología. Catalina intriga para que le concedan la corona de un país, pensando que un reino quizá le ayudaría a superar ese ánimo de permanente insatisfacción. Pero su coronación como rey de Polonia el 18 de febrero de 1573 se vio rodeado de una fuerte polémica. El motivo era, una vez más, su responsabilidad en la Noche de San Bartolomé; los nobles polacos estuvieron dispuestos a mirar a otro lado siempre y cuando el nuevo rey favoreciera la creación de un Estado católico en la Europa del Este. La unión con el ducado de Lituania era la condición necesaria para impedir el desarrollo del protestantismo y la ortodoxia rusa en esas tierras. Hasta el día de la fecha, los especialistas no se han puesto de acuerdo en cuanto a la eficacia de las medidas tomadas por Enrique en Polonia, aunque la mayoría de ellos insisten, con el historiador polaco Janusz Tazbir, en que Enrique no hizo más que dilapidar los fondos públicos en interminables partidas de cartas en el jardín de Zwierzyniec con muchachas desnudas y con los mignons entregados a "abominables vicios". ¿Fue el carácter licencioso de Enrique o la política internacional lo que decidió el destino de Polonia y, por extensión, de Europa en los siguientes siglos?

La noticia de la muerte de su hermano Carlos IX, que dejaba vacante el trono de Francia, le indujo a marcharse precipitadamente de su recién adquirido país, abandonando a Polonia en los brazos de las estrategias del Imperio Austro-Húngaro, del expansionismo de Rusia y del militarismo de Prusia. La Europa del futuro se dirimió en el mismo día y hora que Enrique regresaba a Francia como su nuevo rey, sin sospechar que sería el último de los Valois.

En el otoño de 1574, tras un largo viaje por media Europa, Enrique llegó a París, donde volvió a mostrar el gusto por la buena vida, las lisonjas y la diplomacia de salón. La crisis política estaba en pleno apogeo. La Liga católica conspiraba, los hugonotes se mostraban fuertes, y los administradores públicos eran unos vulgares prevaricadores. Había que tomar un nuevo rumbo. Tras la coronación como Enrique III, se propuso construir un Estado lejos del dominio de la Iglesia, de la nobleza y de la lucha entre partidos; crear una sociedad civil basada en el respeto al rey y a las resoluciones legislativas. El coste humano de esas medidas fue aterrador para Francia.

Suspendido entre el partido de los hugonotes, al frente del cual se encontraba Enrique de Navarra, y el partido católico, cuyo líder era Enrique de Guisa, Enrique III pasaba su tiempo entre la intriga cortesana y la magia. Se comentó mucho en aquellos días su entrevista en París con Giordano Bruno, quien le dedicaría su primer libro sobre la memoria, el De umbris idearum (1582). De nuevo, como le había pasado a su abuelo Francisco I con Leonardo, un italiano entregaba un secreto de la memoria a un rey de Francia. A ese respecto, escribe Bruno, "cobré tal renombre que el rey Enrique III me convocó un día y me preguntó si la memoria que yo tenía y que enseñaba era una memoria natural o era obtenida por arte mágico".

París se había convertido en los años ochenta en una ciudad de temores y rumores en vísperas de la sangrienta guerra de la Liga con los hugonotes. Enrique III se enfrentó a la situación a su manera, es decir, mediante el capricho y la represión, dando pábulo a la leyenda de un aristócrata altanero que despreciaba la moral, que soñaba con un reinado de terror con el que liberaría a Francia de los males del pasado. Enrique III emergió como una espina al lado de la cordura que se instalaba en algunos sectores de la población, un hombre que llevó la cultura libertina hasta extremos inadmisibles para la sociedad francesa. Es muy difícil separar su mala fama de la conducta política en esos años.

Los excesos personales de Enrique III se compensaban por unas acertadas acciones de gobierno, las ordenanzas de Blois, por ejemplo. Su terrible carácter parecía el medio más adecuado para terminar con el agrio conflicto entre católicos y protestantes, al cabo, una lucha de poder entre dos partidos nobiliarios bajo una pantalla religiosa. Pero la historia se le echó encima, demostrando la fragilidad de su política. El problema comenzó por un hecho en apariencia banal, como suele ocurrir en estos casos. El embajador español en París, Bernardino de Mendoza, organizó una conjura para deponer a Isabel de Inglaterra y colocar en el trono a María Estuardo con el apoyo del partido católico de Francia. La apuesta política de Enrique III en esa crisis se convirtió en un monumental proyecto de provocación. Descubrió la debilidad del Estado francés al situarse en medio de dos colosos que estaban a punto de enfrentarse en una de las batallas navales más decisivas de la historia, la que tuvo lugar en el mar del Norte en agosto de 1588. Mientras la Armada Invencible se dirigía hacia su encuentro con la historia (o con la tormenta, como se quejó Felipe II), en París, el alzamiento armado de la Liga dio lugar al famoso "día de las barricadas", el 12 de mayo de 1588, que obligó a Enrique III a buscar refugio en Chartres para huir de las tropas de Enrique de Guisa, que le buscaban para matarlo. La derrota de la armada española provocó un cambio de coyuntura política, que aprovechó Enrique III para asesinar a Enrique de Guisa el 23 de diciembre, convencido de que la causa católica estaba perdida en Europa y de que el verdadero triunfador del momento era su cuñado Enrique de Navarra.

El sentido de ese asesinato político se refleja en la famosa frase que Enrique III dijo al contemplar el cadáver de su enemigo, el campeón de la causa católica: "Mon Dieu, qu'il est grand! Il paraît même plus grand mort que vivant!" ("¡Dios mío, qué grande era! ¡Incluso parece más grande muerto que vivo!"). Estas palabras escenifican la escandalosa ironía moral de un fanático homicida que no había superado las persecuciones sufridas, ni tampoco los atentados por parte del partido católico. Enrique, para recuperar París, se echó en brazos de su cuñado, que era tanto como decir de los hugonotes. Pero el sentido de esa última apuesta -contra el partido católico, contra España, contra las tradiciones de Francia, contra sus propias convicciones- impulsó a todos los personajes que le rodeaban a adoptar posturas extremas. Los integristas católicos de la Liga pensaban que la única solución era asesinar al rey, fieles a la máxima agustiniana de que "quien con hierro mata, con hierro muere"; y eso es justamente lo que hizo el dominico Jacques Clément el 1 de agosto de 1589 en Saint-Cloud, donde Enrique se había refugiado a la espera de regresar a París. Con ese asesinato se ponía fin a una vida licenciosa, extravagante y cruel, un perfecto ejemplo de hasta qué punto machaca la espada del poder puesta en manos de un perverso encantador.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_