Realidad y ficción
Ocurre poco, pero ocurre. La realidad irrumpe en la ficción televisiva y la despeina mortalmente. Es lo que le ha sucedido a una de mis escasas series predilectas: El ala oeste de la Casa Blanca. Los episodios pueden seguirse en un horario decente en AXN, de pago, lo cual compensa porque, en TVE-1, pese al nuevo talante, de tan tarde que la ponen ya no sé si nos la ponen. De todas formas, como el tiempo pasa rápido, y dada mi relación onerosa pero privilegiada con Amazon.com, dispongo de las cuatro primeras temporadas, las únicas que valen la pena), y de suficientes elementos de juicio como para analizar lo que la Casa Blanca (la realidad) le ha hecho a la Casa Blanca. Y da pena porque es como un reflejo del desaguisado que han sufrido la política norteamericana y la propia sociedad en su imparable marcha atrás de cangrejo.
Nació la serie, creada por Aaron Sorkin con la ayuda del productor ejecutivo y principal director Thomas Schlamme, con el propósito de recrear una Administración demócrata norteamericana. Arrancó brillantemente en la temporada de 1999, con Bill Clinton en el poder y no pocas esperanzas de que Al Gore se hiciera con la presidencia en las elecciones de 2000. Un año después del caso Lewinski, El ala oeste se iniciaba para desarrollar un ambicioso objetivo: mostrar los entresijos de la primera mansión del país, comunicar la increíble adrenalina que genera la gestión diaria de la política y del poder, crear un equipo de asesores en torno al presidente tan paralelo como éste (incorporado por el muy humano Martin Sheen) al que tenía su sede en la vida real y, al mismo tiempo, dotar a los episodios con reflejos de la vulnerabilidad (mentiras, trastos viejos del pasado) que acosa a los Gobiernos en general, y muy en especial a aquellos etiquetados con la condenatoria etiqueta de liberales.
Lo consiguió. Las bien orquestadas tramas sucesivas combinaban con gracia y estilo los distintos ingredientes, perfectamente asesoradas, además, por Patrick Caddel, que fue estratega y encuestador del presidente Jimmy Carter, y Dee Dee Myers, antiguo secretario de prensa de Clinton. Los actores, además, estaban inmensos, y existía entre ellos una muy creíble interrelación.
El impacto del discutible pero definitivo primer triunfo de George Bush Jr. fue un contratiempo de peso, que obligó a los guionistas a "encapsular" cada episodio, impermeabilizándolo de lo real. La política virtual, las relaciones virtuales, empezaron a funcionar como "compensadores" de lo sucedido en las elecciones, de la debacle demócrata. Incluso se aprovechó la debilidad de este partido para que en El ala oeste se incluyeran no pocos de los defectos (a veces virtudes) que derrotan a las dubitativas izquierdas frente a las derechas de hormigón armado. Los capítulos seguían, imparables, y también los premios. Y, de paso, la visión de la política exterior era tan lamentable como la propia política de cualquier Administración USA normal (la de Bush Jr. es una aberración), republicana o demócrata: Dios bendiga a América e Israel.
Y entonces llegó el 11-S, menos de un mes antes de la emisión del primer capítulo de la tercera temporada. Sobre la marcha, Aarón Sorkin y su equipo prepararon un episodio especial, titulado Isaac e Ismael, en el que se reflexionaba sobre las causas del odio. La nueva temporada consiguió salir adelante, pero la cuarta nació con el terrible peso de saber que los ciudadanos habían elegido deliberadamente, por segunda vez, a alguien mucho peor que el ridiculizado contrincante de ficción del presidente televisivo. Ahí los guiones empezaron a hacer aguas, las audiencias a bajar y los creadores, por fin, abandonaron el barco, dejándolo a merced de una productora que trató de acomodarlo a los nuevos y desnutridos tiempos.
Lo real que se produce en la Casa Blanca mató el espíritu imperante en la Casa Blanca de ficción. Sin embargo, les pido que no dejen de verla y que se hagan, si pueden, con las cuatro temporadas primeras. No sólo es una gran serie. Es una lección de realismo.
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