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Entrevista:ALEJANDRO ZAERA

El arquitecto surfero

Es el autor del pabellón de España en la Exposición Universal Aichi 2005, en Japón, y fue finalista en el concurso para la Zona Cero de Nueva York. Madrileño, de 42 años, forma junto a su mujer, la iraní Farshid Moussavi, una de las parejas más brillantes de la arquitectura actual.

Andrés Fernández Rubio

En 1995, cuando él tenía 32 años y Farshid Moussavi 30, su proyecto para reconstruir el muelle de Osanbashi, en el puerto de Yokohama, Japón, ganó un concurso al que se presentaron otras 660 propuestas de 41 países. Desde hacía dos décadas, con el Centro Pompidou de París, de Renzo Piano y Richard Rogers, no habían triunfado en un concurso internacional de esa importancia arquitectos tan jóvenes. Un sueño para su estudio, Foreign Office Architects, con sede en Londres, que obtuvo una repercusión internacional inmediata (lo fundaron Zaera y Farshid Moussavi en 1993, el año en que se casaron; se habían conocido en la biblioteca universitaria de Harvard, EE UU, un día de Navidad). La terminal de barcos, un bello y ondulado paisaje entre lo topográfico, lo inmaterial y lo fluido, llamó la atención por sus configuraciones espaciales creadas por ordenador, superficies alabeadas en la misma onda que el origami, el arte japonés de plegar el papel. Una obra maestra de unos jóvenes desconocidos. De esa época procede una fotografía suya en blanco y negro en la que aparecen los dos muy guapos, vestidos de negro y mirando a la cámara con una confianza seductora, la misma que siguen demostrando en otro de sus brillantísimos proyectos, el Centro de la Música de la BBC que se construye en Londres y que se concluirá en 2006. Ambos contemplan con ironía la imagen que son capaces de proyectar, como cuando un titular de una publicación inglesa los considera "los arquitectos más cool del mundo".

Alejandro Zaera se ha vestido hoy de negro y con camisa de un tono ocre. La cita es en un hotel cercano a la plaza de Castilla de Madrid. El día anterior le han robado el ordenador portátil, el móvil y sus papeles en la cafetería del Círculo de Bellas Artes; no reparó en la destreza de los descuideros madrileños. Afortunadamente, tenía copias de los archivos. Pero lo siente por las notas y apuntes escritos en las cuartillas. Zaera lo cuenta sin darle demasiada importancia, con el alivio que supone verbalizar ese tipo de incidentes.

Acostumbrado a las entrevistas -hizo muchas para la revista española El Croquis a algunos arquitectos de fama mundial-, en su manera de hablar, segura pero atenta a los matices y contradicciones, se atisban los rasgos de una inteligencia genuina. Algo que se confirma con su trayectoria. En la Escuela de Madrid (donde nació en 1963), su instinto le acercó a los arquitectos españoles probablemente más deslumbrantes, Iñaki Ábalos y Juan Herreros (con ellos, profesores de la Escuela, hizo un trabajo sobre los rascacielos), y acabó su aprendizaje en el estudio de Rem Koolhaas en Rotterdam, el arquitecto más influyente internacionalmente (último premio Mies van der Rohe de Arquitectura), que le marcó con su idea del arquitecto que surfea: con los promotores, con los políticos…

Si se piensa en una liga mundial de arquitectos, y parece que por primera vez esta liga existe, podría encabezarse con Rem Koolhaas, Herzog y De Meuron y Norman Foster, cada uno en su estilo…

Estoy de acuerdo.

En el libro 'Arquitectos de hoy', recién publicado por Kester Rattenbury, Rob Bevan y Kieran Long, se dice que si se aplicara un sistema de puntos, Rem Koolhaas sería el número uno, "el arquitecto más influyente del mundo". ¿Qué tiene el personaje para mantenerse en esa posición de autoridad durante más de 25 años?

Quizá tenga que ver con el carácter y la educación. Es muy inteligente, con una sensibilidad extrema que se mezcla con un calvinismo holandés brutal. Y eso es lo interesante. Un arquitecto sureuropeo probablemente muestre una mayor sensibilidad en la materia, pero no tanto esa capacidad de rigor, determinación y autocrítica.

Parecen clave en el perfil de Koolhaas sus comienzos como escritor, cineasta, periodista.

Sí. Creo que su gran contribución ha sido la de sacar a la arquitectura de sí misma. Y continúa haciéndolo. Ese interés periodístico le confiere visión y le sirve para decir: "Aquí está pasando algo que es interesante". Le capacita para ver que en Atlanta, o Singapur, o Lagos, se producen formaciones y estructuras fuera del control de los arquitectos, y que, sin embargo, poseen determinadas cualidades. Ha conseguido enseñar a todo el mundo a no encerrarse en la disciplina. En España, creo que, en general, los arquitectos han estado mucho más encerrados, concentrados en la construcción, en la geometría, en la disciplina arquitectónica más tradicional.

Sin embargo, la arquitectura española está exportando y tiene cada vez más reconocimiento en el exterior. Teniendo su estudio en Londres, ¿cómo la ve desde allí?

Pues la veo bien. Siempre digo que la razón por la que la arquitectura española es tan buena no es porque los arquitectos españoles sean más inteligentes que los de otros lugares, sino porque las condiciones de operación en España son ideales en este momento. Hay una economía saneada, y una cantidad de construcción enorme en comparación, por ejemplo, con Inglaterra, o con casi todos los países europeos. España es probablemente el país donde más se construye ahora mismo en Europa.

También es, probablemente, donde más arquitectura-basura se construye. Parece que falta apoyo a los buenos estudios pequeños y no hay un discurso político sobre el urbanismo y la arquitectura.

Yo creo que la arquitectura-basura se construye en todas partes igual. Aquí quizá sea más basura porque los estándares no están al nivel de Inglaterra en términos de pura cualidad física de la construcción. Pero en Inglaterra, o en Francia, o en Alemania, se construye el mismo porcentaje de arquitectura-basura que aquí, con la diferencia de que allí tampoco se construye arquitectura buena, o muy poca. Ahora, Inglaterra tiene un momento bueno, como lo tuvo Holanda. Creo que en España hay una tradición urbana mucho mayor que en otros países europeos, los ciudadanos son más cultos en términos de vida urbana simplemente porque las ciudades son mucho más grandes debido a la propia condición geográfica y climática que ha motivado la concentración de las poblaciones en grandes núcleos. Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao.

En ese sentido, ¿cómo cree que han influido fenómenos como el Guggenheim-Bilbao?

Creo que el efecto Guggenheim ha sido una fuerza positiva en términos de que el público entienda que cuando se invierte en la ciudad normalmente eso revierte. Lo mismo ocurrió con los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y esto es una cosa que, por ejemplo en Inglaterra o en Estados Unidos, no es así. Hay allí una especie de reticencia o de desconfianza. Se duda de que estas operaciones de mejora urbana que al final se pagan con dinero público reviertan en los ciudadanos. De ahí que en el norte de Europa las operaciones urbanísticas se encuentren sometidas a tales controles económicos que no permiten crear modelos urbanos interesantes.

Dentro de España, ¿cómo valora un modelo urbano bien definido como es el de Barcelona, con proyección internacional, con el más caótico y errático de Madrid?

La diferencia entre Madrid y Barcelona es obvia e interesante. Básicamente lo que ocurre es que Barcelona cuenta con ese proyecto urbano desde hace mucho tiempo. Y el modelo de población también es diferente. Madrid acaba siendo al final una especie de aeropuerto en el que ha ido aterrizando gente de todas partes. Yo creo que entre los madrileños no existe ese orgullo, su población es mucho más flotante y su economía mucho más fuerte. Barcelona ahí ha sabido jugar muy bien con esa diferencia de tener una población más autóctona, más orgullosa de la ciudad. Barcelona es más cerrada geográficamente, lo que les ha llevado a inclinarse por un modelo de sofisticación en el diseño que no existe tanto en Madrid. Y han sabido venderse como ciudad de recreo, como ciudad cultural. Madrid ha jugado otra baza: la de ofrecer suelo urbano a base de colocar infraestructura, unas infraestructuras fantásticas que ya las quisieran muchas ciudades del norte de Europa y de Estados Unidos. Y a partir de ahí se ha ido generando este crecimiento que aún sigue. Ahora, Madrid quiere hacer cosas, proyectos que no terminan de cuajar. Ves la gente a la que se invita a hacer cosas y te das cuenta de que en Barcelona hay alguien que piensa, y lo harán bien o mal, pero lo tienen claro y las decisiones parecen consistentes. En Madrid no sabes muy bien por qué alguien está o alguien no está, no han conseguido construir esa estructura que probablemente podría desencadenar potenciales tremendos.

Junto a la terminal de Yokohama, su salto a la palestra internacional vino con el concurso para la Zona Cero de Nueva York.

Nuestra aventura con la Zona Cero fue en dos partes. Primero, con una invitación que nos hizo una galería de Nueva York para presentar una idea básica, tres meses después de los atentados, con otros 44 arquitectos de todo el mundo. Nuestra idea partió de rechazar todo patrioterismo sentimental. Básicamente lo que dijimos fue que había que pensar en ese sitio fantástico de Manhattan como un lugar para volver a construir el rascacielos más alto del mundo. Y utilizar eso para hacer una reflexión sobre el tema del rascacielos a estructuras de más altura.

Luego resultaron elegidos entre los siete finalistas.

Al hacer el ejercicio nos dimos cuenta de que nos estaba saliendo un proyecto importante. Lo concluimos en una semana. Después vino el concurso y formamos un equipo entre norteamericanos, holandeses y nosotros (UN Studio, Greg Lynn, Reiser & Umemoto).

El hecho de que el ganador fuera Daniel Libeskind, ¿cómo lo valora? Me refiero a que pasa por ser un arquitecto explosivo, entusiasta, relaciones públicas…

Me parece un arquitecto con una trayectoria interesante de crítica de la disciplina. Y también es un personaje muy académico, erudito, y con un impacto enorme como docente. A mí no me interesa mucho su línea de trabajo, pero me parece meritorio su aguante y su insistencia en defender lo que cree. Dos años antes de la Zona Cero hubiera declarado a Libeskind un arquitecto acabado, lo mismo que a Zaha Hadid hace cinco o seis años. Son arquitectos que han estado en una postura casi de oposición a la realidad. Justo lo contrario a la postura de mi generación, mucho más interesada en esa metáfora de Rem Koolhaas de surfear, de dejarse llevar, de ver qué es lo que puedes hacer. De alguna manera, Libeskind es el prototipo de otra generación, esa que sostiene que los promotores son todos unos sinvergüenzas y que las fuerzas económicas no producen nada más que basura. Por lo demás, el hecho de que gane él es el triunfo de las fuerzas que pretendían hacer de la Zona Cero una especie de santuario, porque él es el que mejor representa esa posición.

¿Y qué le parece el proyecto ganador?

Creo que de los proyectos presentados era tipológicamente el más conservador. Básicamente lo que hizo Libeskind fue colocar una serie de torres convencionales, en lugares convencionales, y que tenían formas extrañas y representaban cosas. Un proyecto perfecto porque no apuntaba tipologías que no pudieran ser inmediatamente absorbibles por la máquina de producir arquitectura convencional, pero que, por otra parte, tenían el recubrimiento de lo representativo, de lo simbólico. Una mezcla que a mí no me interesa nada, pero que es muy efectiva en esa situación.

En la idea de surfear hay un punto de cinismo, de ironía, quizá también de confusión ética… Un terreno peligroso.

Sí, es así. Te puede hacer caer en manos del enemigo, pero eso es inevitable. Lo que mi generación ha aprendido de la anterior es a no operar sistemáticamente en oposición. El arquitecto como figura más tradicional es una persona con grandes planes que, por así decirlo, se situaban en un plano ideal: con unas ideas que no se le podían explicar al público por su complejidad; que no se le podían explicar a los promotores porque eran unos aprovechados con el único objetivo de ganar dinero. Etcétera. Y yo creo que ésa es una posición naïf, porque al final el arquitecto, lo quiera o no, es cómplice del poder.

Pero porque el poder normalmente tiene mal gusto.

Sí y no. A mí me gusta definir gusto y belleza como lo sorprendente, lo que cambia, el que tus sentidos se pongan alerta, y posiblemente en este sentido el poder tiene mal gusto porque tiende a consolidarse. Pero, por otra parte, el poder sabe que vivimos en una cultura en la que el porcentaje de cambio es muy importante. No hay una cultura sostenible si no hay un cambio permanente. Por tanto, debe dejar de dar la impresión de solidez que había construido en otras épocas. Y ahí su oportunidad es enorme; véase si no el efecto Guggenheim, que tendrá los problemas que tenga pero que resultó.

Ahora hay críticos que dicen que el modelo Guggenheim se ha acabado…

Y que ahora el modelo es el nuevo MOMA de Yoshio Taniguchi, que es nada, que es decir: vamos a hacer un museo elegante. A mí me parece una oportunidad perdida. Yo creo que el MOMA de Nueva York no se puede permitir hacer un edificio neomoderno si realmente quiere estar en el filo de la vanguardia. Me preocupa que eso se proponga desde los medios, porque puede contribuir a que a los políticos se les cambie el chip, ya que parece que se les está diciendo: "Ya no tienen ustedes que contratar a arquitectos extravagantes porque son carísimos, producen museos que no funcionan como museos, ciudades que no funcionan como ciudades". Y aunque estoy de acuerdo con muchas de las críticas sobre el efecto Guggenheim, creo que lo contrario es peligrosísimo, porque automáticamente se piensa que lo que hay que hacer es una cosa comedida y al final el nivel de ambición urbana se hunde.

Usted creó su estudio con su mujer, la iraní Farshid Moussavi. ¿Cómo se relacionan y se influyen? ¿Cómo funciona una pareja de arquitectos unidos sentimentalmente y además procedentes de diferentes culturas?

El hecho de ser pareja a veces facilita las cosas y a veces las complica, pero no creo que, concretamente en el campo de la arquitectura, que es el que conozco, las mujeres tengan una forma de operar radicalmente distinta a los hombres. Por lo demás, el arquitecto en el fondo es una figura históricamente andrógina. Es curioso que entre los arquitectos sofisticados de las grandes ciudades se da uno de los mayores porcentajes de profesionales gay. Hay una especie de predisposición a la mezcla de género. Mientras que en el campo de la construcción es todo lo contrario, es un campo absolutamente machista y dominado por los hombres. Y el campo de la decoración quizá sea el campo dominado por las mujeres. Pienso que los arquitectos siempre se han movido entre los dos campos, el de la acción, que es como decir: "Hay que mover esta montaña, hay que aplanar esto", y la cosa del decoro y la sofisticación.

¿Cómo se distribuyen el trabajo su mujer y usted?

Farshid es mucho más ejecutiva que yo en muchos aspectos, todo un carácter. La experiencia en Japón fue interesante en este sentido porque en un mundo cultural como aquél, en el que las mujeres no tienen la misma condición que en Occidente, que hubiera una mujer muy joven con esa fuerza era algo insólito. Muchas veces cosas así creo que irradian un efecto positivo. Al principio, cuando empezamos a trabajar juntos, todo era mucho más fácil, no teníamos casi proyectos, todo los desarrollábamos juntos, no había ningún tipo de especialización. Ahora ella se encarga de determinados proyectos y yo de otros.

En su estudio ya hay 25 personas. Con estudios de decenas de personas, a veces cientos, el arquitecto se convierte en una imagen de marca que viaja, habla, se reúne, hace presentaciones… ¿Cómo se enfrenta el arquitecto a todo eso?

Simplemente te conviertes en un editor más duro porque no pierdes tiempo en hacer determinadas cosas.

Pero… ¿no se corre el riesgo de ser devorado?

Es cierto, esa realidad te devora, pero si no te arriesgas a ese abismo pues te quedas enquistado. Puede que llegues a ser muy refinado, pero quizá no seas capaz de introducir nuevas energías en el trabajo. Es muy complicado. Cuando pienso en cómo un arquitecto como Norman Foster ha conseguido mantener un estudio de ese tamaño y seguir asegurando una calidad de producto así, que a veces puede que sea más baja, pero que otras es fantástica (como en el edificio con forma de pepinillo, el Swiss Re, en Londres), me parece asombroso.

En una entrevista reciente, Foster repetía: no puedo parar, no puedo parar.

Sí. Estás metido en una situación que te va enganchando en más y más cosas y lo único que puedes hacer es surfearla; que la ola, que cada vez es más potente y que por tanto te da posibilidad de hacer más cosas, no te tire. Nosotros estamos en una situación relativamente segura, porque hemos empezado desde una posición intelectualmente especulativa y académica y tenemos un colchón que hace difícil que terminemos totalmente entregados al mundo comercial. Es una de las cosas que pasan también con Libeskind: aunque todo el mundo dice que es el más capaz de venderse, es muy difícil que un personaje así sea absolutamente absorbido por la marea. Y en el caso de Foster, al final uno piensa: "Puede que tenga proyectos mejores o peores, pero en cualquier caso lo suyo es mejor que el 99,9 por ciento de lo que se construye".

¿Hasta qué punto le da miedo esa vorágine?

No la temo, porque sé que, finalmente, todavía mantengo un gran colchón entre lo que pienso y las fuerzas con las que me he de relacionar. No me interesa tanto hacer arquitectura excelsa como comprender lo que hace la gente en la calle, entender cómo dirigir el proceso de construcción de proyectos cada vez más grandes y complejos, que implican clientes variados y conocimientos y expertos asesores cada vez más especializados. Ahora estamos con un proyecto en Londres, un gran edificio de oficinas en la City, y en cada reunión hay 25 consultores alrededor de la mesa. Y te preguntas cómo se puede hacer arquitectura así.

Me imagino que el arquitecto se convierte en un mediador de fuerzas, en un aglutinador de energías cada vez más grandes.

La idea de que el arquitecto es el origen de todo, la gran mente que lo estructura todo, es un modelo insostenible. Ahora los arquitectos funcionamos de otra forma por necesidad. Y si la gente te dice: "¿No te da miedo perderte en ese mundo?", la respuesta es: pues supongo que hay algún peligro. Pero es que estoy más perdido si me quedo en el otro; entonces es cuando no me entero de nada.

El hecho de que España fuera durante varios siglos una fusión de culturas islámicas y judeocristianas, prácticamente el único país de Europa que tiene esa mezcla, les sirvió a usted y a Farshid Moussavi como pie para su proyecto del pabellón de España en Aichi. ¿Cómo desarrollaron ese tema conceptual?

Evocando las tracerías góticas y las celosías musulmanas, que son básicamente planos exteriores que dejan pasar la luz, que filtran el interior y el exterior, y que, en el caso concreto de Japón, tiene una cierta relación con lo que se llama el engava, típico de la arquitectura japonesa, un espacio que está entre el interior y el exterior.

¿Por qué se decidieron por el recubrimiento de cerámica?

Pensamos que la cerámica es como suelo local, como coger un trozo de tierra de España y llevarla allí. Y es curioso porque Nagoya, la ciudad de Aichi en cuyas cercanías se celebra la Expo, es donde hay una mayor tradición cerámica de Japón. Nos preguntamos: ¿cómo podemos hacer una especie de reinterpretación de esta idea de tracería gótica, o del plateresco, o de la celosía musulmana que sea diferente, que sea contemporánea? Y se nos ocurrió jugar con unas mallas hexagonales deformadas que básicamente producen seis piezas distintas cuya dirección va cambiando a medida que se colocan. Y eso lo codificamos con colores que juegan con estereotipos: los de la bandera española, el color del sol y el de las playas, que es amarillo, o el color de la tierra, o el rojo de la sangre de los toros.

Con esos colores, que le dan al edificio una identidad, el pabellón también funciona como una especie de 'banner', un anuncio en Internet.

Los colores producen una vibración, casi un sistema automático. Hay un punto de videojuego, de pantalla de ordenador, de código genético. Esa codificación de la geometría, de los colores, empieza a producir entonces cosas nuevas, que no son puramente estereotipos, ni simples réplicas de las tradiciones.

Su estudio tiene fama de pionero en el desarrollo de arquitectura generada por ordenador. ¿Hasta qué punto es así también en el pabellón?

Ese sistema geométrico lo creamos, evidentemente, en el ordenador. Nosotros lo hacemos todo así. Pertenezco a la primera generación de arquitectos en la que la tecnología del ordenador ha llegado a un umbral de operatividad que te permite ahorrar muchos esfuerzos.

A partir de la terminal de Yokohama se les adjudicó la etiqueta de arquitectos que pretenden servirse del ordenador para superar la forma. Pero luego viene el problema de construir.

Bueno, no. Ahí se produce un cierto malentendido. Creo que a pocos arquitectos les interesará tanto como a mí la construcción, y en mi educación tradicional en España, en la Escuela de Madrid, se da constantemente la referencia a la construcción. Las primeras versiones del programa AutoCad aparecen todavía muy ligadas al tipo de operaciones que tú realizas cuando estás dibujando con medios convencionales. La generación que viene inmediatamente después de mí usa ya programas donde no es tanta la importancia de la construcción geométrica de los objetos, sino que son programas medio de animación, medio de simulación. Entonces ocurre que toda la generación que estamos investigando con el ordenador se asocia a que producimos formas sinuosas que luego habrá que ver cómo se construyen.

¿Y no es así? Al parecer, el proyecto inicial de la terminal de Yokohama tuvieron que ir ajustándolo a la realidad sobre la marcha.

Bueno, era un proyecto naïf, en el que se proponían unas ideas muy abstractas en ese primer momento. Después las tuvimos que reconducir, pero estaban ahí, y la idea constructiva también.

¿Cómo era esa idea?

Partía de la base de hacer una especie de origami, ondulaciones o pliegues al estilo japonés, en acero. En lugar de las vigas y pilares de un edificio convencional, a nosotros nos interesaba una arquitectura de continuidad, en la que la materia tiene singularidades en lugar de piezas. Formas curvilíneas, sinuosoidales, una geometría de planos plegados.

Se trata de un trabajo en equipo, con uno de los ingenieros estructurales más conocidos de Japón, Kunio Watanabe.

A nosotros siempre nos gusta jugar con la idea de una especie de autoría mediada. El "yo soy el arquitecto, hago esto y lo otro" es tautológico y aburrido.

Esa imagen de autoría mediada colisiona con la del arquitecto sacrificado, totémico, casi tiránico.

Es cierto que todos los arquitectos somos sacrificados, y nosotros los primeros, yo trabajo a todas horas. Pero no me quejo. Me gusta lo que hago. Lo que creo que sí está mal es esa idea del tirano, del arquitecto que da una orden en su taller y esa orden va como en cascada y llega al último y el último hace algo. Nosotros somos una oficina joven en la que lo que intentamos es captar a gente buena, porque tanto Farshid como yo tenemos contactos académicos internacionales, y darles mucha responsabilidad. De hecho, muchas veces actuamos casi como editores.

Me imagino que aplican el modelo aprendido con Rem Koolhaas.

Lo hemos heredado de él, aunque no sé de dónde procede, a lo mejor es el modelo de Silicon Valley que empieza a calar en otros campos. O puede que sea un modelo académico, legado de la London's Architectural Association, la escuela donde Koolhaas estudió y enseñó, y donde Farshid y yo enseñamos durante casi ocho años, y que fue importantísima en los ochenta porque desarrolló un sistema en el que no había disciplinas, sino unidades. Y ahora aquí, en la Escuela de Madrid, también hay unidades. Y en casi todas las escuelas, porque se trata de evitar el anquilosamiento. En este nuevo modelo la escuela se fragmenta en grupos de doce o quince alumnos con proyectos de investigación dirigidos por personas a las que un presidente da mucha libertad.

¿Cómo les influyó trabajar con Koolhaas?

Farshid y yo fuimos alumnos suyos en Harvard, y luego nos contrató y nos marchamos a Rotterdam con él. Y era como seguir en la escuela. En nuestra oficina aplicamos lo que vimos allí, gente que entraba en el estudio y a la que se le encargaba normalmente los planteamientos para los concursos, que no tienen todavía una gran responsabilidad legal, sino sobre todo de desarrollo de ideas. Es la forma de impregnarse de la cultura de la oficina: una especie de paso continuo entre la escuela y la oficina. Se cuelgan los dibujos y se van eligiendo. Y el profesor lo que hace básicamente es actuar como editor.

Más información: www.f-o-a.net.

Alejandro Zaera junto a su esposa, la también arquitecta Farshid Moussavi.
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Maqueta del Centro de la Música, la nueva sede de la Orquesta y Coro de la BBC, en Londres
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