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Los escritores se preguntan si su trabajo sirve para cambiar las cosas

'The New Yorker' recupera el viejo debate en el festival del PEN

José Andrés Rojo

El Town Hall se llenó el pasado lunes. Unas 1.500 personas asistieron al acto que The New Yorker organizó, en el marco del festival, para recabar fondos para el PEN. El tema, El poder de la pluma: ¿sirve la escritura para cambiar algo?, se podía leer en un luminoso rectángulo azul que ocupaba la parte central del escenario. A cada uno de sus lados, dos luces cenitales caían sobre el espacio reservado a las estrellas. Se hizo la oscuridad y, después, uno a uno fueron apareciendo los escritores que ocuparon, alternativamente, el lado izquierdo o el derecho. Y tomaron la palabra.

Soyinka cerró la noche y situó la literatura en un espacio intermedio dentro de los motores de cambio universales
Salman Rushdie: "El papel del intelectual siempre es el de plantarle cara al poder a través de la verdad"

La solemnidad de la puesta en escena se la saltaron los escritores como pudieron, provocando con sus palabras alguna sonrisa o algunas carcajadas. Hablar del poder de la literatura para cambiar el mundo en ese marco, y con ese guión, da espectáculo, pero convierte a los escritores en una suerte de predicadores de lujo y al público, en la congregación que finalmente con sus aplausos dice amén. Van uno detrás de otro. O leen un fragmento de alguno de sus libros o han escrito un texto específico para la ocasión. No hablan entre sí, no discuten, no polemizan. Ofrecen sus respuestas, y que cada cual elija.

David Remnick, el editor de The New Yorker, organizador del acto, planteó la cuestión. Se iba a hablar del oficio de escribir en una época donde domina la cultura audiovisual e Internet y donde no parece haber demasiado sitio para el silencio y la concentración que exige toda lectura. Se acordó de Philip Roth, que decía que al hueco que dejan los 70 lectores que mueren cada año sólo se incorporan dos nuevos aficionados.

Salman Rushdie demostró con su humor británico el oficio que tiene en este tipo de situaciones. "La revolución invisible se produce dentro de la imaginación de los lectores", dijo. "Ni siquiera el autor sabe el efecto que sus palabras pueden tener, todas son impredecibles. La literatura es una bala perdida, y eso es algo muy bueno". Comentó que el mundo "nunca es el mismo después del nacimiento de un nuevo libro", y recordó a Arthur Miller y a Susan Sontag, las dos pérdidas más recientes de la mejor literatura estadounidense. "Fueron dos grandes intelectuales y el papel del intelectual siempre es el de plantarle cara al poder a través de la verdad".

Antonio Muñoz Molina se detuvo en una mujer que lee en un vagón de metro una novela de Proust. Contó de la relación secreta que poco a poco establece con esa lectora, alguna mirada, una sonrisa cómplice. Recordó después su fascinación por Julio Verne, al que leyó a los 12 años y que cambió radicalmente su vida. "Entonces decidí que eso era lo que yo quería hacer y llevo 37 años intentando ser fiel a ese sueño. Por eso también soy consciente de que hay que ser muy cuidadoso con lo que se escribe porque nunca sabes el efecto que puede tener sobre una persona". "La mujer que lee a Proust frente a mí ya no está rodeada de viajeros, sino que habita algún momento imaginado por Proust, o incluso se ha transportado al momento en el que escribió su obra, y quizá está descubriendo algo nuevo sobre ella misma".

Frente a quienes decidieron responder a la pregunta que planteaba The New Yorker, hubo otros que se decantaron por leer fragmentos de sus libros. Fue el caso del estadounidense de origen chino Ha Jin o de la también china Shan Sa, que ahora vive exiliada. El estadounidense Jonathan Franzen fue irónico, divertido y afilado en su lectura, mientras que la canadiense Margaret Atwood puso una de las notas más sensibles a la noche al leer dos textos propios sobre las emociones del escritor frente al mundo y sobre el poder que adquiere el hombre cuando aprende a escribir, aunque sólo sea su nombre.

El escritor somalí Nuruddin Farah contó que desde niño, cuando los profesores le preguntaban por su nombre, se negó drásticamente a responder cualquier pregunta directa. Así que no iba a hacer una excepción, y leyó una historia sobre el dolor y el miedo que dominan a un adolescente que va a ser circuncidado.

El polaco Ryszard Kapuscinski fue rotundo: la pluma tiene poder para cambiar el mundo, y en determinadas transformaciones han colaborado "de forma indirecta" escritores y periodistas. Se tiende a pensar en esos cambios de manera positiva, observó, pero también el mal puede modificar las cosas a través de la palabra. Y recordó Mein kampf, de Hitler.

El premio Nobel nigeriano Wole Soyinka cerró la noche recordando el poder de la historia oral en civilizaciones como la africana y situó la literatura en un espacio intermedio dentro de los motores de cambio universales. "La pregunta que nos ha reunido aquí está noche no se puede contestar porque el cambio es el resultado de muchas cosas a la vez", comentó. No pudo sustraerse, sin embargo, a la solemnidad del encuentro, y al referirse a la literatura como a uno de los catalizadores de los cambios, finalizó su intervención diciendo: "Pero qué bonito y ecuménico catalizador".

Salman Rushdie.
Salman Rushdie.BEOWULF SHEEHAN / PEN AMERICAN CENTER

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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