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El lado oscuro de la política

Antón Costas

Un amigo me contó hace tiempo la siguiente anécdota. Con el paso del tiempo, la acequia que corre por la finca de su segunda residencia en el Empordà se había ido llenando de hierbas y maleza, dificultando el paso del agua por su cauce. Un fin de semana, imagino que como si se tratara de un ejercicio de fitness más que como una muestra de responsabilidad por el mantenimiento del medio rural, decidió ponerse personalmente a limpiarla. Pero no bien había comenzado la tarea, cuando del pueblo se acercó un lugareño corriendo y gritando: "¡Pedro, pare, no haga eso!". Sorprendido, mi amigo creyó que, dada su poca familiaridad con las tareas agrícolas, su vecino le quería prevenir. Pero no era ésa la razón. Lo que el vecino le quería decir era que antes de limpiar la acequia pidiera la subvención pública que existía para ese tipo de actividades, de lo contrario después no la podría cobrar.

Me vino a la memoria esta historia cuando leí en este diario los resultados de una investigación de Intermón Oxfam para conocer cómo se reparten en España las subvenciones europeas a las actividades agrícolas y de mantenimiento del medio rural. Los resultados son espectaculares. Unos pocos propietarios se llevan, en cantidades millonarias, la mayor parte de las subvenciones, mientras que un gran número de pequeños agricultores sólo reciben una cantidad ínfima.

Como era de esperar, entre los afortunados aparecen los grandes apellidos de la España eterna, prácticamente inmutable desde la reconquista de las tierras castellanas y andaluzas a los moros, o, cuando menos, desde que la revolución liberal del siglo XIX desamortizó las tierras de la Iglesia y las órdenes religiosas para venderlas a la vieja aristocracia y a la nueva burguesía. Pero, entre los nombres de los afortunados, o por mejor decir, de los aprovechados, aparecen también algunos apellidos vinculados a la nueva riqueza surgida con el desarrollo económico de la segunda mitad del siglo pasado y de los florecientes negocios inmobiliarios de años recientes. Como se ve, la tierra sigue siendo un signo que da brillo social al éxito empresarial.

Intermón Oxfam descubre otro aspecto interesante. De forma creciente, los receptores de subvenciones dejan de tener cara y ojos y se ocultan detrás de sociedades mercantiles. Lo mismo que sucede por el lado de los impuestos. Ya lo dijo el fallecido Francisco Fernández Ordóñez: cada vez hay menos personas físicas en España y más personas jurídicas. De esta manera los ricos pagan menos impuestos y, a la vez, están más subvencionados.

A algunos quizá les puede sorprender y hasta parecer escandaloso que las subvenciones favorezcan fundamentalmente a los más ricos. Pero, de hecho, aunque el objetivo aparente es ayudar a los más necesitados -ya sea un ciudadano o una pequeña empresa-, en realidad ese objetivo sirve para oscurecer su verdadera finalidad, que es transferir recursos a los más ricos.

Pero lo malo de las subvenciones no es sólo que favorecen a los ricos, sino que fomentan actividades ineficientes que de otro modo nunca se llevarían a cabo. Se trata de lo que los economistas llaman actividades estratégicas relacionadas con la búsqueda de rentas, que nunca se desarrollarían sino existiesen esas subvenciones. Recuerden el llamado caso del lino. La cosa consistía en que como existían unas subvenciones europeas a la producción de esa planta, algunos grandes propietarios dejaron de producir cultivos tradicionales y los sustituyeron por el lino. Pero como éste no tenía demanda, la cosa consistía en buscar un comprador ficticio, cobrar la subvención y proceder a quemar el lino. Un despilfarro de recursos públicos, pero un buen negocio privado.

Por otro lado, hay algo perverso en las subvenciones que corrompe la vida pública y deslegitima instituciones importantes. Hace pocas semanas, un juez del Baix Llobregat abrió diligencias contra una organización patronal por el uso indebido de las subvenciones para la formación profesional de los trabajadores. Y en los tribunales anda también el caso de subvenciones de ese tipo desviadas para la financiación de algún partido. Y así, otros muchos casos.

De hecho, el número de cazadores de subvenciones aumenta proporcionalmente con el número de autoridades y organismos públicos. Hay profesionales valiosos que dedican su inteligencia y energía a convencer a las autoridades para crear nuevas subvenciones y después buscan empresarios que quieran solicitarlas. Imagínense la riqueza productiva que se generaría si esa inteligencia y energía se dedicara a poner en marcha actividades productivas, en vez de la búsqueda de rentas de las subvenciones.

Todos, menos los buscadores de rentas, ganaríamos haciendo desaparecer muchas subvenciones. Entre otros beneficios, se podrían bajar los impuestos, porque, no se olvide, las subvenciones no son un maná que cae gratuitamente del cielo, sino de los impuestos que pagan las clases medias. Pero, como mi confianza en que desaparezcan es reducida, y, por otro lado, algunas son necesarias, habría que hacer algunas cosas. En primer lugar, limitar la cuantía máxima de subvención que puede recibir una persona o empresa, de la misma forma que se limita la cuantía máxima de las deducciones fiscales por compra de vivienda o por planes privados de pensiones. En segundo lugar, obligar a que todo organismo público tenga un registro, accesible a través de Internet, con los nombres y apellidos de los que reciben subvenciones y la cuantía de las mismas.

Si hace unas semanas hablé en estas mismas páginas de la cara oculta de la Luna, refiriéndome a la financiación oculta de los partidos, las subvenciones dan lugar a un lado oscuro de la política, que pervierte la vida empresarial y contribuye a deslegitimar instituciones importantes para la democracia. En uno y otro caso, la transparencia y el acceso público a los datos es la única medicina eficaz contra el fraude y la corrupción.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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