Del orgasmo a la carcajada
Ya es imposible pasear por las aceras elegantes de la ciudad sin que te pregunten qué terapia practicas. Antes, la conversación callejera entre conocidos trataba del paso de los años, e inmediatamente después, cuando ya estabas sincronizado con tu maldita edad real, la parrafada derivaba hacia el peso de los kilos: se charlaba de dietas. Y durante un decenio intercambiamos informaciones callejeras sobre el arte de adelgazar cinco kilos. Desde la dieta pionera del doctor Atkins hasta aquellas tablas de la ley de los diez mandamientos bajos en calorías, colesterol, grasas y no sé cuántas cosas más. Pues bien, ahora que en los barrios finos de la ciudad la gente está descalorizada, desengrasada, descremada, harta de las coles de Bruselas y de los yogures 0,1% ricos en ácidos omega 3 y todavía se está muy lejos de haber alcanzado la utopía universal de los menos cinco kilos, ocurrió un trascendental cambio de conversación. Ya no se intercambian dietas alimenticias, sino terapias mentales.
Un día del nuevo milenio, de repente, aquellas obstinaciones chic por las obesidades del pasado han sido sustituidas por las obsesiones actuales para rebajar los kilos del estrés, los michelines de la depresión, las grasas de la ansiedad, el colesterol de la frustración y las gorduras del maldito yo. Lo cool, ahora mismo, es intercambiar las terapias minimalistas de moda, generalmente zen.
El otro día, por ejemplo, me paró un amigo de la misma generación y, como por lo visto parecía que aquella tarde yo estaba de buen humor e incluso había carcajeado sonoramente por alguna chorrada, me interrogó por la terapia que estaba siguiendo para conseguir ese tono vital tan oriental. No supe qué decirle. Sólo farfullé que acababa de ver una pequeña peli estupenda (Entre copas) y que al salir del cine, risueño, comprobé que se había acabado por fin el más largo y duro invierno de los últimos decenios. Su respuesta me dejó desconcertado: "O sea, que practicas la cineterapia y la risoterapia". Y entonces, luego de pedirme el teléfono del psi que me había recetado el cine y la risa, enumeró todas las terapias que últimamente practicaba para llegar sano y salvo a las últimas telebasuras de la noche y tragarse el Orfidal que viene luego del Prozac.
A pesar de mi cinefilia, yo nunca supe muy bien qué era eso de la cineterapia, pero un día leí un librito que trataba del asunto en Ediciones B. La idea era muy sencilla de formular, aunque las recetas eran muy difíciles de tragar. Hay películas que sientan mejor que otras al humor vital, en sentido amplio, y que al salir de la sala oscura te hacen sentirte menos deprimido (o más budista) que cuando entraste. De acuerdo. Yo siempre lo había experimentado así desde Capitanes intrépidos, que fue la primera que vi, hasta esa Entre copas que acababa de ver. Una euforia imposible de definir y que archivas entre tus mejores instantes de diez o quince minutos. Pero resulta que los doctores en cineterapia recomiendan como medicinas títulos que a mí me han deprimido o puesto de muy mal humor, desde Gente corriente o Susurrando a los caballos hasta Los puentes de Madison y El fabuloso mundo de Amèlie, que son los que siempre citan los cineterapeutas que han seguido masters acelerados en zen.
En cuanto a la risa, tan recomendada por las terapias de moda, tengo una teoría que me gustaría contar. Es cierto que la carcajada, en su estado natural, es un estallido del cuerpo que ataca de raíz los males del nuevo milenio, desde los problemas cardiacos hasta los problemas mentales: libera endorfinas, hace trabajar a más de 400 músculos, dilata los vasos sanguíneos, inhibe la serotonina y equivale a un kilómetro de marcha o a un kilo de bróculi. De acuerdo. Pero la carcajada que propone la risoterapia es una carcajada adquirida, no innata, y generalmente por motivos muy poco graciosos: la risa tonta o contagiosa del payaso. O algo tipo sitcom. No sirve para nada.
Pues bien, mi teoría, que sospecho no es original para nada, es que la carcajada, para funcionar como terapia, debe reunir los mismos requisitos que el orgasmo. Ha de ser un estallido natural, espontáneo, íntimo, lubricado, progresivo, interactivo y muy sonoro. Es más, desde el punto de vista microscópico y de la bioquímica, no hay diferencia alguna entre el orgasmo y la carcajada. Se mueven los mismos músculos, se liberan las mismas químicas, se disparan en el cerebro idénticos mecanismos eufóricos, se dilatan los mismos vasos sanguíneos, se accionan las mismas cuerdas vocales, se pasa muy bien y es gratis total.
La prueba es que las nuevas feministas del siglo XXI, siempre tan atentas a las modernidades, han pasado de vindicar con mal humor el derecho al orgasmo a reivindicar hedonísticamente la carcajada, la multicarcajada, como liberación de la mujer y del hombre. Es lo que acabo de leer en un estupendo ensayo antimaniqueo de Lourdes Ventura (La mujer placer, prólogo de Gilles Lipovetsky). Lo malo es que en este país que, como siempre cuentan los turistas, se ríe tanto, por cualquier cosa y tan espontáneamente por los barrios populares, existen muchos problemas de carcajada por esos barrios finos donde se intercambian terapias y se fingen orgasmos.
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