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Columna
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El siglo del Dragón

No parece aventurado afirmar que en el siglo XXI va a producirse el regreso de China a la primera línea de la actividad internacional; o incluso, su debú mundial, porque cuando China era una hiperpotencia -a lo sumo hasta el siglo XVIII- el planeta estaba lo bastante incomunicado como para que Occidente no tuviera que preocuparse de ello. Pero los franceses, que suelen avisar de las cosas con bastante tiempo -Tocqueville, con más de un siglo sobre la emergencia de Estados Unidos y Rusia; De Gaulle, sobre el fin de la división de Europa- ya lo habían advertido. Bonaparte auguró que un día se desperezaría el dragón chino, y, con todas las salvedades que entraña poner calendario a las cosas, diríase que el despertador ha sonado ya.

El desperezamiento ha tardado lo suyo, como corresponde a un gigante de materialidad algo difusa. El proceso pudo comenzar en 1911 con la primera proclamación de la República, o en 1898, con los Cien Días de efímera reforma bajo la emperatriz consorte; recorrió la escabrosa etapa de los Señores de la Guerra en los años veinte; la criminal agresión japonesa en los treinta; el fracaso de la carta occidental de Chiang Kaichek en los cuarenta, y la colosal transformación, aunque contrahecha, del maoísmo doctrinario en los años siguientes. Mao lo hizo, seguramente, todo mal, excepto transmitir a su país que había que contar de nuevo con Pekín, y que las guerras del opio, nunca más.

Hoy, China es una dictadura poscomunista, imperial y colectiva, sin ideología precisa más allá del desarrollismo y de la convicción de que hay que mantener el poder bajo el control de unos miles de funcionarios, qué son, probablemente, los primeros en preguntarse qué quiere o puede ser el país en su première mundial. ¿Una democracia? ¿Pero por qué ha de ser inevitable que el desarrollo económico lleve a la formación de gobiernos representativos?

En una China donde reinara el individualismo posesivo de tipo occidental, las tendencias centrífugas podrían ser insoportables. Ser chino, mucho más que francés, inglés o español, es antes un acto de fe histórico que una praxis. Una proporción mucho mayor de los habitantes de India habla hindi -más del 75%- como lengua propia, que los que hablan mandarín en China, y, pese a ello, se tiene al país de Nehru como mucho más plurilingüe que el de Mao. Así acabó de mal en los años treinta el intento de introducir en el país el alfabeto fonético latino, lo que, básicamente, sirvió para demostrar que la mayoría de los chinos no habla como lengua materna el chino, sino una parla local que, sin embargo, se escribe con ideogramas chinos.

Pero esa estructura política fraguada a milenios ha dado un grave paso adelante al comunicar al mundo que se obliga, por ley, a reducir violentamente cualquier tentativa de la otra China -Taiwan- de proclamar la independencia o, lo que es lo mismo, de anunciar oficialmente que deja de ser China, para reconocer lo que sí es: un país independiente, en el que sólo se expresa preferentemente en mandarín una minoría, mientras que el resto de la población lo hace, como su presidente, Chen Suibian, en taiwanés.

Esa declaración, que ha escandalizado en Occidente y horrorizado en la isla rebelde, puede ser un hito importante en la institucionalización del sistema. Si no, exactamente, la que correspondería a un Estado de derecho, sí de un Estado dotado de una legalidad conocida y funcional, lo que ya representa un gran progreso en relación a la arbitrariedad a golpe de aforismos, de tiempos del Libro Rojo.

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Todo impulsa a EE UU a procurar que ese desembarco de la Ciudad Prohibida se haga a cámara lenta, mientras que está menos claro el interés europeo en que así sea. Este nuevo motivo de discordia entre la vieja Europa y Washington cristaliza en la conveniencia o no de que Pekín pueda adquirir cierto armamento, aunque sólo sea convencional, en los arsenales europeos. La Administración del presidente Bush, que, entretanto, trata de agenciarse el mercado alternativo de India -hasta hace poco de propiedad soviética-, no quiere que nadie más disfrute el negocio al que renuncia, mientras que la pareja franco-alemana aspira a que el crecimiento mundial de China contribuya a hacer el mundo mucho más multipolar y a la política norteamericana bastante menos unilateral. ¿Pero qué es lo que quiere la propia China?

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