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Columna
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Inteligencia

Si tuviera que escoger algún ejemplo próximo para explicarles a mis alumnos cómo se erosiona un Estado democrático, escogería el desnudo a que se está sometiendo a los servicios de inteligencia del nuestro con motivo de lo que la comisión parlamentaria que viene investigando sobre el 11-M no ha sido capaz todavía de dejar claro.

Aunque la creación del CNI (2002) parecía que venía a cerrar una etapa discutida y también sembrada de secuencias de películas de espías de serie B, los recientes acontecimientos vienen a denotar que la construcción de un eficiente, eficaz y respetado núcleo de inteligencia para el servicio de la seguridad del Estado ha vuelto a sufrir un revés a manos de quienes en su día consensuaron las bases que llevaron a la creación del CNI, es decir, el PP y el PSOE, o el PSOE y el PP, y que ahora, desde el aciago día del 11-M y de sus consecuencias políticas, no han cejado por señalar a la inteligencia como parte de los problemas no resueltos y como referencia arrojadiza de unos contra otros y de otros contra unos.

La escalada de despropósitos (apelación a comparecencias de confidentes como asunto crucial para dilucidar lo que, al parecer de unos, no interesa esclarecer; delaciones para endosar responsabilidades a supuestos agentes de nuestra inteligencia; contraataques de los otros para dar con abogados a los que se relaciona con lo que no es, etc., etc.,) desemboca en una disyuntiva: o bien que cuando los ventiladores del descrédito airean todo lo que pueda haber en la penumbra alguien pide tregua para reconducir la situación hasta el grado de omertá que a la razón de Estado le es consustancial; o bien que realmente, los dos grandes partidos habrían perdido el juicio y no les importa acabar con el poco o mucho prestigio que hubieran adquirido unos servicios de inteligencia a los que se les acabará por negar incluso todo aquello que consiguieron en los últimos quince años en materia de éxitos contra el terrorismo, también contra el islámico.

Los avales para la primera hipótesis son débiles, pues los animadores de la polémica están en el primer nivel de mando de ambos partidos; y, desde luego, no parece que Blanco esté más bien sólo en la parte de las insidias socialistas y a la espera de que su jefe acabe por pedir árnica ante la escalada verbal. Enfrente de Blanco, por cierto, no son individualidades las que lidian, porque la cúpula del PP ya se ha manifestado como tal sobre lo crucial que resultarían las comparecencias ante la Comisión parlamentaria finiquitada de tres personas (un preso islamista -Benesmail-, un confidente de la Guardia Civil -Zohuier-, y un militante socialista -Huarte-, presunto agente del CNI) para saber ¿exactamente qué? con relación al 11-M.

Respecto a la segunda hipótesis, hacer saltar por los aires (de nuevo) la inteligencia del Estado para zanjar sólo cuestiones colaterales, y quizás sólo el prurito de los dos grandes partidos, que no añaden nada nuevo al asunto de fondo (¿o estamos realmente ante algo tan nuevo, que se justifica la ruptura?) significaría una alarmante muestra de irresponsabilidad sólo al alcance de quienes no quieren comprender que la pervivencia de un Estado, y con ésta la del régimen democrático, les obliga a salvaguardar los arcana imperii y a no jugar peligrosamente con las emociones de la ciudadanía.

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