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Columna
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Falsas maldiciones

En las últimas semanas quizás alguno de ustedes haya recalado en el texto de la declaración conjunta que, con ocasión de la reciente toma de posesión del nuevo presidente uruguayo, Tabaré Vázquez, firmaron los presidentes Lula, Kirchner y Chávez. En ella se percibe con nitidez la amargura con la que los mandatarios latinoamericanos lamentan que "pese a la abundancia de nuestros recursos", el principal problema de sus sociedades sea la pobreza. Tienen razón. Según la Cepal, en torno al 40% de la población argentina, brasileña y venezolana viven por debajo de la línea de pobreza y, efectivamente, en el imaginario colectivo está firmemente instalada la ubérrima fertilidad de la pampa argentina, la diversidad de los recursos naturales brasileños y el mar de petróleo sobre el que se asienta Venezuela. Los tres países aparentemente, pues, son arquetipos de la "maldición de los recursos naturales": más es menos.

Cuando las explicaciones "económicas" se convierten en irrelevantes, las institucionales y políticas suelen ocupar el vacío

Pero la realidad es que Argentina y Venezuela no siempre han sido "pobres". Hacia 1929, la renta per cápita de Argentina era un 30% mayor que la italiana y entre 1913 y 1973 Venezuela fue el país de mayor crecimiento del mundo, con una renta en 1950 que era vez y media la de Europa occidental. Y la política no era peor: hasta el golpe de Uriburu en 1930 Argentina fue una democracia constitucional, y desde 1959 Venezuela mantuvo durante más de 40 años una trayectoria ejemplar de fortaleza y estabilidad institucional. Todo ello pese a la "maldición" de la abundancia de recursos que ambos países arrastran desde el neoproterozoico y el cretácico, respectivamente.

Una a una, las explicaciones "economicistas" a esta paradoja han ido decayendo. Con China ahí y el petróleo a 55 dólares por barril es difícil la adhesión a las teorías de Prebisch y Singer sobre el deterioro secular de la relación real de intercambio de los exportadores de materias primas. Y tras las nacionalizaciones de los recursos naturales en los años setenta, el argumento del neocolonialismo de las multinacionales se ha debilitado. Cuando las explicaciones "económicas" se convierten en irrelevantes, las institucionales y políticas suelen ocupar el vacío. La nueva línea apunta a que la "abundancia" lleva a los políticos a elegir políticas subóptimas o, alternativamente, a darles el poder de decisión a "grupos de interés" que lo emplean en defensa de sus intereses particulares. Hay una tercera rama que lo que sugiere es que cuando el dinero llueve del cielo, nadie se preocupa de crear, respetar y reforzar las instituciones sobre las que se sostiene el crecimiento a largo plazo de las sociedades. Por ejemplo, la democracia, la educación, el ahorro, los derechos de propiedad y el respeto de los contratos.

La declaración de Montevideo apuesta por la "integración supranacional" como la nueva estrategia para superar el retraso del continente. Puede ser una buena opción y el liderazgo de Brasil en ese proyecto es una excelente noticia. Pero también puede salir mal. Alimentar la paradoja de que "somos países ricos repletos de ciudadanos pobres", crea frustración, resentimiento, polarización social y, sobre todo, la sospecha de que hay un "culpable". Alguien que se está "quedando con lo nuestro" y que si desapareciese nos permitiría vivir mejor. Cuando los políticos apuestan por la seducción mesiánica y caudillista, y ofrecen a sus sociedades recetas simples con efectos inmediatos, la historia de la región nos ha enseñado que es el momento para comenzar a preocuparse por la democracia y por el futuro de los más pobres, porque hace tiempo que sabemos que la única maldición latinoamericana son los bucles melancólicos que señalan el retorno al populismo.

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