Ayer y hoy
La madrugada del miércoles retiraron del paseo de la Castellana la última estatua de Franco en Madrid. Verdosa, con excrementos de pájaros y restos de pintura roja. Y según la iban desmontando parecía más un trasto viejo que un símbolo facha. De hecho seguía allí, junto a Nuevos Ministerios, superando legislaturas democráticas, ligas de fútbol, inviernos, veranos y los duelos y alegrías de los sufridos madrileños porque no se sabía a quién pertenecía o por pura indiferencia. La realidad es que nadie la quería. Sólo los nostálgicos ultraderechistas, esos seres llenos de ira rancia, cuya sensibilidad según algunos hay que proteger, depositaron ramos, con pinta ya de mustios, al pie de sus propios sueños y deseos.
Y como en una alucinación, entrada la madrugada, en medio de la noche y de las calles vacías, retumbaron las notas del Cara al sol cantadas por unos pocos pirados con el brazo en alto. Deseos perdidos en la indiferencia de los demás, qué se le va a hacer. Y es que Franco, de no ser dictador, habría sido uno de esos vecinos que por mucho que te los encuentres en el ascensor nunca te acuerdas de su cara. Era tan mediocre y aburrido que tuvo que entablar una Guerra Civil para destacar. Ante su incapacidad para seducir a sus semejantes, decidió someterlos. Y, además, quiso inmortalizarse en bronce y a caballo porque, con todo el dolor de su corazón, comprendía que sentado en una silla sería una insignificancia. Así estaría más cerca de la gloria y las palomas se posarían en él y los cuellos tendrían que doblarse para poder mirarle.
Incluso sus adeptos tendrían que reconocer que el aspecto de Franco era tan plomizo que hasta las monedas con su cara resultaban tediosas, mucho más un lugar al aire libre por donde han de pasar niños, parejas que se quieren y gente trabajadora y no como los parásitos más mediáticos de su familia. En un sitio así habría que levantar un monumento a la libertad, a Afrodita, a algo alegre, en lugar de esa figura sombría deprimiendo el ambiente. Bien quitada está y lo raro es que queden algunas por ahí, desperdigadas por una España a la que empobreció y entristeció.
Lo llamativo no es que se haya tomado una decisión que pueda provocar crispación, sino que cause crispación algo que debió corregirse hace tiempo. Y desde luego, lo que no se entiende de ninguna manera es que el PP critique esta actuación y, sobre todo, que su líder en persona, Mariano Rajoy, haga unas declaraciones diciendo que hay asuntos prioritarios que atender. Pues sí, es verdad, pero tampoco ha llevado tanto tiempo quitarla y se me ocurre que también habrá cuestiones más importantes que debieran preocupar al jefe de la oposición.
También se ha opinado que forma parte de nuestra historia y que por tanto la estatua debería permanecer. Lamentablemente forma parte de nuestra historia, eso ya no tiene arreglo. Pero este hecho irreparable ya ha sido suficiente, no es necesario que nos lo vayamos encontrando en las plazas y calles. Quien quiera puede seguir viéndolo y rindiéndole homenaje en su casa. Además, a él le habría agradado sentirse cuidadosamente desplazado por los aires hasta el camión, volando como en el mejor de sus sueños. Y luego ser cubierto por una lona tan blanca y tan limpia que sería la envidia de todos los fantasmas.
Que lo guarden en el depósito de los fantasmas. A nosotros nos gustan los hombres de verdad, de carne y hueso, de risa franca, flexibles, de compresión abierta, interesados por lo que tienen alrededor y por los demás. Ese hombre en el que aprender, ese hombre que desprende alegría y humanidad es Francisco Ayala. Él es el presente. Acaba de cumplir 99 años y el mismo día de la dichosa estatua se le rindió un homenaje en el Círculo de Bellas Artes de nuestra ciudad. Cuántos amigos de un escritor y profesor y esposo y padre que nunca ha necesitado sentirse por encima de los demás sino entre el calor de los demás para regalarnos a través de su obra el mundo captado por sus ojos verdes y su lucidez. Un mundo de palabras que ayuda a mejorar el mundo de los hechos irreversibles. Muchos de estos amigos han querido aproximarnos a su figura con sus escritos. Y una, ante este monumento construido con admiración y no con bronce, y hablando con él, mirándole a los ojos, siente que una vida como la de Francisco Ayala es un temblor humano, que hay que ir percibiendo a través de sus libros y con suerte a través de su sonrisa y sentido del humor. Muchas felicidades.
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