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Reportaje:

Fantasma Provenzano

Bernardo 'Binu' Provenzano es el capo de capos de la Cosa Nostra, la mafia siciliana. Lleva huido 42 años. La policía y los 'carabinieri' han estado a punto de cogerle en muchas ocasiones. Pero sus muchos protectores y cómplices siempre lo han evitado.

Detrás, Bagheria, con sus palacios del siglo XVIII, sus villas, sus cuadros de Guttuso, los recuerdos de Dacia Maraini y los sueños infantiles del director Giuseppe Tornatore. Delante, la autopista 113, la misma que en un momento lleva a Palermo.

Pues bien, si se quieren narrar los 42 años de caza al superfugitivo Bernardo Provenzano, se puede empezar perfectamente por aquí. No por Corleone (donde el tío Binu nació el 31 de enero de 1933, el tercero de siete hermanos), sino por una explanada 50 kilómetros más al sur. Una explanada de polvo y cemento donde los camiones están maniobrando continuamente y en el aire hay un olor acre a gasóleo. Es el aparcamiento del Consorcio Artesano Sud-Tir, un gran cruce de caminos para camiones articulados, dirigido, hasta el martes 25 de enero, por Onofrio Morreale, un técnico de logística que además del transporte de mercancías se encargaba del de los pizzini, los pedacitos de papel con los que el capo de capos se comunica con sus hombres. Si se observa ahora, esta explanada de estacionamiento parece un lugar como tantos. Un punto cualquiera de la Sicilia que trabaja. En realidad, cada centímetro cuadrado, cada piedra, cada camión narra una historia hecha de mafia, política, astucia y traición. En efecto, aquí los efectivos del Reparto Operativo Speciale (ROS, grupo del cuerpo de los carabinieri) estuvieron realmente muy cerca de Provenzano.

El 8 de enero de 2004, después de años de intentos infructuosos, las microcámaras de los investigadores graban por fin un intercambio de mensajes destinados al superfugitivo. Los militares ven a dos hombres de honor de segunda generación cruzar a paso ligero el aparcamiento. Son dos chicos de Villabate, tienen el pelo largo y visten a la moda. El primero se llama Nicola Mandalà. Dirige salas de bingo y centros de apuestas. Está casado, pero no hace ascos a las discotecas ni a la cocaína. Con él está Ignazio Ezio Fontana, de 31 años, su segundo: un joven al que Nicola afilió personalmente a la honorable sociedad, según el antiguo rito del pinchazo con un alfiler en el índice de la mano derecha. La que sirve para disparar.

Viéndoles caminar hombro con hombro es fácil pensar, para alguien que conozca la historia de la Cosa Nostra, en una extraña y nueva versión del compromiso histórico. Ignazio es el nieto de Nino Fontana, un ex vicealcalde comunista de Villabate detenido en 2003, al que Pio La Torre intentó en vano expulsar del PCI a principios de la década de los ochenta. Nicola, el jefe, es a su vez hijo de Antonino Mandalà, un ex dirigente provincial de Forza Italia, hoy procesado por mafioso, pero en otro tiempo socio en un seguro del ministro de Asuntos Regionales, Enrico La Loggia, y del portavoz de Forza Italia en el Senado, Renato Schifani (de 1979 a 1980). Pero, en este caso, la política no tiene nada que ver. Al menos, no directamente.

Los dos chicos se dirigen hacia Onofrio Morreale, que acaba de salir de la oficina del Consorcio Sud-Tir. Los tres se saludan y se intercambian un envoltorio blanco, en el cual, según surgirá en las interceptaciones, está la notita que hay que hacer llegar al jefe de jefes. Morreale se mete el papelito en el bolsillo y desaparece entre decenas de camiones en movimiento. Es imposible darse cuenta de adónde ha ido ni a qué conductor ha confiado el mensaje. El camino de las notitas, que había llevado a carabinieri y policía a seguir a una decena de correos de Provenzano por toda Sicilia, desde Vittoria, en la zona de Ragusa, hasta Mezzojuso y Villabate, en la provincia de Palermo, acaba en un callejón sin salida. Como siempre.

"Al menos esta vez hemos tenido la certeza de que Binu se nos ha escapado porque es astuto. Porque entre él y el último correo ha introducido el filtro de una agencia de transportes, desde donde era realmente imposible seguir la caza, y no porque algún perro nos haya traicionado…", se consuela ahora un investigador, superviviente de la operación que llevó a la cárcel a 54 hombres del tío. No añade más. Pero se necesita poco para entender. Ese perro se refiere al mariscal Giorgio Riolo, quizá el mayor experto en interceptaciones que los carabinieri hayan tenido nunca en Sicilia, que acabó esposado en 2003. Riolo, después de colocar sus trampas, iba a contar los detalles al enemigo. Como en una guerra perdida de antemano, el mariscal entraba en las oficinas silenciosas de una clínica de Bagheria a la cabeza en la lucha contra el cáncer. Y allí se confesaba con el propietario, Michele Aiello, un hombre religioso, alto y muy delgado, amigo de políticos y mafiosos.

"¿Qué estáis haciendo?". El mariscal desgranaba su rosario: un micrófono escondido en el coche de un boss de Bagheria; las cámaras que iban a ser instaladas, ya en 2001, en el Consorcio Sud-Tir, donde tres años después, con Riolo en la cárcel, se documentó el intercambio de mensajes dirigido a Provenzano; las investigaciones en Belmonte Merzagno sobre Ciccio Pastoia, durante años chófer del capo de capos; las sospechas sobre la amante del segundo de Cosa Nostra, Matteo Messina Denaro…

"En un momento dado, casi le implicaba, como si fuese uno de los nuestros", cuenta Riolo a los magistrados. Sólo que Aiello trabajaba para el tío Binu, no para los carabinieri. Y Provenzano lo sabía. Hasta el punto de que el 15 de abril de 2000 llegó a escribir (la traducción es aproximada) en una de las notas que se les incautaron a sus hombres: "Haz que miren por si en los alrededores de la empresa hubieran podido colocar una o más cámaras, cerca o lejos; haz que miren bien. Y con esto, decir que no hablen, ni dentro, ni cerca de los coches; tampoco cerca de las casas, ni buenas, ni en ruinas. Instrúyelos. Ningún agradecimiento para mí. Agradéceselo a Nuestro Señor Jesucristo". Así, una tras otra, las escuchas dejan de funcionar. Son descubiertas y destruidas. Las microcámaras, en cambio, acaban vueltas hacia abajo.

También en los campos de Vicari, en la frontera entre las provincias de Palermo y Agrigento, ocurrió lo mismo. Allí, entre los campos de trigo, en la primavera de hace dos años estaba programada una reunión de la cúpula. Los anfitriones eran los jefes de la Mafia de la zona, pero Provenzano no llegaba. Llegó, en cambio, su mensaje agramatical. Y una mañana, todo se complicó. De repente, en los monitores de los carabinieri aparecían sólo zapatos. Muchos zapatos y algo de tierra. No se oía ningún ruido. Sólo un murmullo de gente que intercambia confidencias. Gente de la Mafia que se felicita por la astucia del jefe de jefes.

En Sicilia, los mitos nacen así. De años y años de derrotas del Estado y victorias del anti-Estado. Y junto a los mitos nacen las polémicas, las historias policiacas y los misterios. No por nada, Provenzano estaba muerto para todos hasta 1992. Y cuando el 5 de abril de ese año regresó a Corleone Saveria Benedetta Palazzolo, la compañera de toda la vida con la que Bernardo tuvo dos hijos, Angelo y Francesco Paolo, ahora estudiantes de idiomas y ciencias de la comunicación en Palermo, la llegada al pueblo de la familia Provenzano se tomó como confirmación del fallecimiento. Pero el tío Binu estaba estupendo. Tenía algún problema de riñones, pero su única preocupación era poner a salvo a la sangre de su sangre la víspera de los homicidios de los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino.

La reacción del Estado no le da miedo. Cuando aún era un niño entró a formar parte del clan de Luciano Liggio. Junto a él comprendió cómo, gracias a la corrupción, las amenazas y el miedo, siempre es posible encontrar los apoyos adecuados. En el lapso de cuatro años, entre 1954 y 1958, en Corleone, la lucha entre Liggio y su ex jefe de clan, el alcalde democristiano Michele Navarra, hizo que desfilaran por el país los féretros de 153 asesinados. Una masacre continua, con cifras de guerra civil. Proporcionalmente, si en Milán alguien se tomase la molestia de emular las hazañas de Liggio, Provenzano y sus socios debería asesinar al menos a 20.000 personas.

Pero frente a estos números no pasa nada. Bernardo se vuelve ilocalizable sólo en 1963, y se convierte oficialmente en fugitivo el 18 de septiembre, cuando es denunciado por un triple homicidio. Así encuentra refugio en una finca del hermano del alcalde de Democrazia Cristiana, Di Prizzi. Pero cuando llegan los militares, obviamente, no hay ni rastro de él. En 1965 se repite la misma escena en Piamonte. Un infiltrado de la brigada móvil de Turín asegura que Binu se encuentra en Venecia. Cierto, pero el soplo no da resultado. Como siempre, Provenzano no se ha movido de Sicilia. Se encuentra a pocos kilómetros de Palermo, en San Giuseppe Jato, donde un jovencísimo Giovanni Brusca, el hombre que en 1992 apretó el control remoto de la masacre de Capaci, le servirá durante meses la comida. Son los años en que, según una buena parte de la clase política de la isla, "la Mafia no existe, es una invención de los periódicos del norte".

El clima siciliano es ideal para empezar a traficar con droga y concluir ciertos negocios. Liggio y Provenzano son inseparables. Se sienten intocables. Tan intocables que cuando el fugitivo Liggio es denunciado por un vecino porque tiene la costumbre de tomar el sol desnudo, será Bernardo, según el arrepentido Antonino Calderone, el que se presente bajo nombre falso a los carabinieri para convencerles de que hagan la vista gorda. En ese periodo, por otra parte, los únicos peligros procedían del interior de la Cosa Nostra. A principios de los años setenta, es el jefe de Cinisi, Tano Badalamenti, el que hace saber a las fuerzas del orden que Saveria Benedetta Palazzolo se está construyendo en el pueblo una casa. La información hace fracasar el asunto, y convence a Saveria, oficialmente camisera, de que es mejor confiar en profesionales más discretos. Uno de éstos es Sebastiano Provenzano (sólo homónimo del boss), que junto a su hijo Giuseppe -elegido en 1996 presidente de la región en las filas de Forza Italia- se ocupa de las inversiones de la compañera del capo.

Luego están los testaferros. El subjefe de los Prizzi, Tommaso Cannella, en cuya empresa, la Sicilconcrete, se mantienen reuniones y más reuniones, y que a menudo, según las grabaciones de los carabinieri, recibe la visita de un primo suyo que se ha convertido en diputado regional: el médico Giovanni Mercadante, protagonista de una investigación recientemente archivada en la que se suponía que se podía haber ocupado de Bernardo durante el tiempo que estuvo huido. Y el aparejador Pino Lipari, histórico colaborador del capo de capos, con el que en los ochenta se lanza al negocio de la santidad abriendo decenas de sociedades que abastecen a clínicas y hospitales. Pero los investigadores no llegan a tocar ni la sombra de Provenzano. Aunque es cierto que en 1981, en una investigación antidroga, interceptan su voz. Pero se necesitarán dos lustros antes de saber que el hombre al que en las llamadas se cita como "el contable" es Provenzano. Así, cuando a principios de los noventa se busca en los archivos para recuperar esas cintas, ¡sorpresa!, alguien las ha hecho desaparecer.

Sólo en 1994, el tío Binu empezará a correr serio riesgo de ser detenido. El coronel del ROS, Michele Riccio, encuentra a un confidente dispuesto a traicionarle. Se llama Luigi Ilardo, es el regente de la provincia de Caltanisetta y entrega al oficial 14 cartas enviadas por el tío. El domingo 29 de octubre de 1995, Ilardo comunica a Riccio que tiene una cita con Provenzano el martes siguiente en una casa de campo de Mezzojuso, a 45 kilómetros al sureste de Palermo. El coronel le sigue a distancia. Junto con otros suboficiales, le fotografían mientras se encuentra en el automóvil con dos hombres que le acompañan a la finca. Después llama a Roma para pedir órdenes. El comando no autoriza la irrupción: "Seguid, vigilad, pero no toméis iniciativas". A las diez de la mañana, después de estar apostados cinco horas, Riccio y los suyos se van. Por la tarde, también Ilardo vuelve a casa. Aún no lo sabe, pero es un muerto andante. Ilardo ya ha decidido saltar la barrera. Quiere arrepentirse. Y hay ciertas decisiones que nadie en la Cosa Nostra está dispuesto a perdonar. El 2 de mayo de 1996, Ilardo se reúne en Roma con los fiscales de Palermo y Caltanisetta. Es el primer paso para entrar en el programa de protección. Pero ocho días después, nada más pisar Catania, es asesinado.

Alguien le ha traicionado, ¿pero quién? Riccio acaba mal. Como golpeado por la maldición del jefe de jefes, se ve implicado en Génova en una investigación sobre falsas capturas de droga. Una investigación que desaparece de los periódicos para ser sustituida por la noticia de un informe remitido a la fiscalía de Palermo en el que Riccio acusa al ROS de no haber querido capturar al padrino de Corleone. Las diligencias aún están abiertas. Pero se puede jurar que de los misterios de Mezzojuso acabarán por hablar los libros de historia. Además parece un lugar embrujado. En 2000 llegaron también los hombres del capitán Ultimo, el oficial que en 1993 capturó a Totó Riina. Ultimo en persona entra en una de las dos casas, a 600 metros de distancia una de otra, señaladas aún como lugar de reunión habitual del jefe. Ha localizado los sitios apropiados para esconder los micrófonos, pero antes de desencadenar la operación tiene que tirar la toalla. En su opinión, los carabinieri no han puesto a su disposición hombres suficientes para continuar la investigación.

En enero de 2001, la policía irrumpe en Mezzojuso. Está convencida de que va a coger a Provenzano, y, en cambio, en una de las casas encuentra al número tres de Cosa Nostra, Benedetto Spera; un médico que había ido allí para cuidarle, y al propietario de la finca, La Barbera. Los carabinieri se sublevan. A este último, sostienen, le estábamos vigilando nosotros, así que nos lo habéis fastidiado. En torno al jefe arrecia aún la polémica. Mientras tanto, él se alegra. Una de las escuchas cuenta cómo, el día de la operación, Binu iba a llegar de verdad. "Estaba allí desde por la mañana", dicen los suyos. En resumen, Provenzano estaba a 200 metros. Lo bastante cerca para verlo todo. Lo bastante lejos para soltar otra diabólica carcajada.

© L'Espresso.

Currículo del emperador de Corleone

Bernardo Binu Provenzano nació el 30 de enero de 1933 en la localidad siciliana de Corleone, al sur de Palermo, el tercero de siete hijos. Asistió al colegio sólo hasta el segundo año de primaria, y después siguió a su padre a las labores del campo. Creció junto al que sería capo dei cappi en Sicilia, Totó Riina, y a Calogero Baganella. En 1954 hizo el servicio militar en la 51ª Brigada Aérea de Treviso, pero volvió pronto a casa con un certificado médico en el bolsillo. Su primera denuncia, por homicidio y robo, procede de 1958. Una década después le acusaron de tres homicidios, pero el Tribunal Penal de Bari (1969) le absuelve. El 20 de diciembre de ese año es protagonista de la masacre de Viale Lazio en Palermo: cinco enemigos muertos más el amigo Baganella. El boss se enamora de Saveria Palazzolo, una camisera de Cinisi que le da dos hijos. Junto a Riina es protagonista de la matanza de 1980 que extermina a la antigua Mafia palermitana a favor de los viddani (los campesinos) de Corleone. Sólo después de la detención de Totó Riina en 1993, los investigadores entienden su importancia y empiezan a intentar darle caza. Sobre él pesan muchísimas condenas, también por la matanza en 1992 de los jueces antimafia Giovanni Falcone y Paolo Borsellino. Ese mismo año, en abril, su mujer y sus hijos habían vuelto a Corleone, donde habían abierto una tintorería, la Solendor, que después mandó cerrar el Estado. En una decena de ocasiones, los investigadores han estado a un paso de capturarle. La última vez fue en Ficcarazi, hace nada, el 9 de septiembre de 2004. La policía había interceptado las conversaciones de sus subalternos: el boss había fijado una cita con Nicola Mandalà y Ciccio Pastoia. Estaba todo perfectamente listo para la captura, pero la gran presa no se presentó. Un topo le había avisado a tiempo.

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