El honor y la culpa
Allá por finales de los años ochenta, en el hotel Moskva de Belgrado -donde Leon Trotski escribió gran parte de sus célebres crónicas sobre las guerras balcánicas de principios del siglo XX- reflexionaba Momchilo, un amigo nacionalista serbio ya muerto, sobre el individuo y su relación con la historia y promulgaba, como romántico propio de zonas salvajes, que nadie es nada sin su marco épico. Si Schiller en Los ladrones define las almas nacionales de rusos, franceses y alemanes -los rusos tienen profundidad pero carecen de formato; los franceses tienen formato pero no profundidad y sólo los alemanes tenemos ambos- y por supuesto lanza una apuesta rotunda por los suyos, Momchilo, viejo partisano yugoslavo, creía también en que cierta gente tiene una responsabilidad histórica que nada tiene que ver con los cargos sino con la emoción y la percepción de su papel, que no puede limitarse a la supervivencia, al ventajismo o al triunfo social. Lo que incluía, decía, el matar y ser muerto. Lo suyo era, como lo era en Schiller o Heine, un sentido de trascendencia que tantas veces ha llevado al error, al fanatismo y al crimen desde el concepto del honor, como nos muestra de forma terrible la historia del siglo XX, pero que también en tantas otras ha conferido especial dignidad a individuos por su relación y defensa de determinados conceptos de vida. Milovan Djilas, aquel gran hombre que no vivía lejos del Moskva en Belgrado, describía un poco antes de su muerte la terrible determinación que tuvo al disparar a unos campesinos acusados de colaboracionistas cuando era mano derecha del Tito partisano durante la guerra.
No recuerdo si de la conversación con Momchilo eran testigos Francisco Eguiagaray, ya también al otro lado del espejo, Arturo Pérez Reverte, perfectamente situado en este lado y experto en vivir con sabiduría, o Misha Glenny, entonces en la BBC, el corresponsal más apasionado de la prensa británica desde que murieron los grandes mitos del compromiso con la historia. Sí sé que algunos mirábamos a este viejo empleado del legendario hotel Moskva con interés e inquietud porque intuíamos que nos estaba dando claves sobre la relojería interna del alma de un continente siempre experto en consumirse pero cada vez menos capaz de autoauscultarse. Supongo que fue Geoffrey Cox, corresponsal del Daily Telegraph, viajando en tren hacia Centroeuropa vía París para cubrir la inmensa miseria del apaciguamiento de Hitler en Múnich en 1938, que habla en su libro Countdown to War del equilibrio necesario entre la razón práctica y la práctica del honor para defender, desde cualquier posición y condición, la vida que merece ser vivida. Cox viajaba a Múnich cuando Joseph Roth se consumía como pura metáfora de tiempos pasados en París. Y Stefan Zweig se aprestaba a su último viaje hacia un exilio en país tan extraño que no pudo soportarlo. El individuo frente a la historia no tiene el mismo dilema si es Zweig y Roth o Mengele y Eichmann.
Los procesos de Núremberg demostraron la incapacidad de los peores miserables y asesinos para asumir su responsabilidad en la terrible tragedia de la II Guerra Mundial y el Holocausto. Todo fueron autoexculpaciones y, como muy tarde en la década de los setenta, con el juicio de Düsseldorf y otros contra los criminales de Auschwitz y Treblinka, quedó meridianamente claro que los peores son los peores para todo y que los conceptos del honor y la responsabilidad ante la historia y los hombres son perfectamente maleables por quienes han sido tantas veces adalides de los mismos.
Hoy los Balcanes están siendo secuestrados por gentes de esta catadura, que condenan a millones de compatriotas a ser rehenes de por vida de sus propios crímenes. Radovan Karadzic, Ratko Mladic, Ante Gotovina y muchos otros están torpedeando el proceso necesario para sacar a aquella región del pozo negro de la historia. Nada indica que alguno de ellos vaya a ser lo suficientemente patriota como para entregarse al tribunal de La Haya. Con ellos libres no hay cauterización. El anciano Momchilo habría sido más digno en su encuentro con la responsabilidad como individuo ante la historia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.