Maggie la valiente
El prestigio del apocalipsis es inagotable. Basta que cualquier cantamañanas suelte que el cine ha muerto, que el teatro ha muerto, que la poesía ha muerto o que la política ha muerto para que pasemos a contemplarlo con la admiración pusilánime que se reserva a los sabios provistos de dones adivinatorios. A veces, sin embargo, los apocalípticos no son cantamañanas, sino verdaderos sabios aterrados ante los cambios que se avecinan. Platón lamenta en el Fedro, por boca del rey Tanos, la invención de la escritura, una creación peligrosa porque "implantará el olvido en las almas de los hombres", quienes "dejarán de ejercer la memoria porque contarán con lo que está escrito": la escritura no proveerá a los hombres de sabiduría, sino de falsa sabiduría, lo que inevitablemente conducirá al fin de la auténtica cultura. La verdad es que, si bien se mira, Platón estaba en lo cierto: con la aparición de la escritura desapareció una cultura (la que monopolizaba el maestro que de viva voz impartía sus conocimientos). Pero apareció otra, que en parte aún es la nuestra. Lo mismo ocurrió, dieciocho siglos más tarde, con la aparición de la imprenta. Lo mismo ha ocurrido con la aparición de los medios de comunicación de masas. Lo mismo ocurre con el cine, con el teatro, con la poesía o con la política. Porque en la cultura, como en la materia, nada se crea ni se destruye: sólo se transforma. Lo único que permanece idéntico es el miedo.
Pienso todo lo anterior mientras salgo de ver, riéndome a carcajadas, la última película de Clint Eastwood: Million dollar baby. Lo pienso porque desde hace no sé cuántos años todos oímos clamar que el cine está muerto, que la industria audiovisual lo ha engullido, que ya nunca nada será igual que en los años treinta y cuarenta, que en los años setenta. Lo dicen cantamañanas, pero también lo dice gente respetable. No lo entiendo. Ya voy poco al cine (lo veo en casa), pero el año pasado vi al menos dos películas formidables: Master and commander, de Peter Weir, y Mystic river, de Clint Eastwood. Quizá hubo alguna otra, pero, aunque no la hubiera, me pregunto si no es suficiente con eso para demostrar que el cine está insolentemente vivo. Me respondo que sí; todos nos respondemos que sí; todos menos Clint Eastwood, que en Million dollar baby se supera a sí mismo con creces: comparada con ella, El aviador, de Scorsese, se queda en poco más que un frío, insípido, brillante y antipático ejercicio de estilo. Si Sin perdón era al mismo tiempo la elegía y la mitificación definitiva del western, filmada cuando ya casi no se filmaban westerns, Million dollar baby parece desempeñar una función similar respecto a las películas de boxeo. Éstas constituyen casi un subgénero aparte en el cine de Hollywood, al que ha dado obras maestras definitivas: Fat city, Toro salvaje, alguna otra; a esa lista yo añadiría ahora mismo la última película de Eastwood. No hay en ella alardes técnicos ni florituras narrativas; todo es de una sencillez pasmosa; incluso el esquema argumental es el clásico en las películas de boxeo: el ascenso y la caída de un púgil. En este caso, el púgil es una mujer: Maggie Fitzgerald. Maggie ya no es joven, es camarera, su padre ha muerto, tiene un hermano en la cárcel, una hermana inútil y una madre depredadora que pesa 130 kilos; está sola: no le tiene miedo a nada ni a nadie, no tiene más ilusión que pelear, no tiene más salida que pelear. Armada con una sonrisa radiante, una vocación inflexible y una voluntad de hierro, Maggie consigue vencer la reticencia de Frankie Dunn -un viejo entrenador en cuyo rostro de piedra están esculpidos todos los sueños rotos, todas las decepciones y las culpas de un perdedor nato- para que la enseñe a pelear. Y Maggie aprende a pelear. Y pelea. Y cuando Maggie sube al ring es como si todos subiéramos con ella, apretando los dientes y sangrando por la nariz y cubriéndonos con la derecha y sacando la izquierda igual que si con cada golpe estuviéramos gritando que, aunque al final del combate aguarde la derrota inevitable, nosotros tampoco le tenemos miedo a nada ni a nadie y vamos a vender nuestro pellejo tan caro como Maggie. Y al final, naturalmente, aguarda la derrota, una derrota tan indigna como casi todas -pero menos que algunas-, sólo que Maggie la acepta con el mismo coraje inaudito y la misma sonrisa de siempre, sabiendo que ha vendido su pellejo más caro que nadie. Y entonces uno sale del cine riéndose a carcajadas, riéndose para no llorar, riéndose de todos los cantamañanas y los sabios y los pusilánimes aterrados, aunque no de Platón, que al fin y al cabo escribió en alguna parte que sólo se es humano cuando se es una criatura que lucha, riéndose y pensando en qué se habrá transformado la chica del millón de dólares, en qué ring estará peleando contra el olvido por todos nosotros -que aunque por un momento hayamos soñado que subíamos al ring con Maggie no tenemos ni una ínfima parte de su coraje-, con su valentía sin miedo y su sonrisa radiante y sus dientes apretados.
Pero sobre todo riéndonos de que los amantes del apocalipsis tendrán que esperar por lo menos otro año para ver cumplido su vaticinio de mierda.
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