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Columna
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¿Viva la corrupción?

El conocido publicista norteamericano Moisés Naim, director de la revista Foreign Policy, una de las plataformas ideológicas con mayor capacidad de irradiación en EE UU, acaba de publicar en este diario un fervoroso alegato en favor de la corrupción. En línea con el supuesto básico del liberalismo radical de que no hay estímulo más eficaz para la transgresión que la prohibición, el autor nos propone la secuencia argumental clásica en este tipo de demostraciones: la corrupción es consustancial a la humanidad y por eso es tan antigua como ella, con lo que es imposible de determinar y de medir, y oponerse a ella no sólo es inútil sino perverso por los efectos negativos que esa oposición genera. Las leyes anticorrupción, los códigos de conducta empresarial, la acción de las ONGs que luchan por mantener comportamientos éticos en la actividad económica -Transparencia Internacional, etc.- son para Moisés Naim, que los cita explícitamente, causantes de múltiples daños colaterales pues "pretender restringir la cultura del soborno y la codicia... es una ilusión paralizante". O como escribe de forma aún más lapidaria: "La guerra contra la corrupción esta minando la democracia".

La única razón que aduce para tan descalificatorias imputaciones es que la corrupción polariza en exclusividad el debate político, obsesionando con este tema a los medios de comunicación y a los ciudadanos e impidiendo que se ocupen de las cuestiones y problemas verdaderamente importantes. Además la descalificación a la que lleva de los posibles candidatos corruptos confía las más altas responsabilidades políticas a personalidades quizá honestas pero incapaces que causan verdaderos desastres, sin olvidar que sus bienintencionadas promesas al no verse cumplidas aumentan aún más la frustración y el rechazo de la política por parte de la ciudadanía. Claro que para llegar a tan halagüeños panorama y diagnóstico ha tenido que centrar la intervención corruptora en el ámbito político y funcionarial, considerando irrelevante su presencia en el económico-social e ignorando su absoluta potencia determinante en el funcionamiento del sistema. Los grandes protagonistas de la corrupción para nuestro autor son Helmut Kohl, Kim Young Sam, Bettino Craxi, Alain Juppé, Menem, Salinas de Gortari y otros jefes de Estado latinoamericanos, algunos obligados a dimitir antes de finalizar sus mandatos. Ni una sola palabra de Enron, Parmalat, Halliburton, el monstruoso fraude de la Bolsa de Nueva York que desde hace más de veinte años blanqueaba dinero con los ahorros de los pequeños inversores y tantos y tantos casos que forman la tupida trama de una cleptocracia mundial paralegal o de guante blanco como no se había conocido nunca, diferenciada de la criminalidad organizada, aunque en relación con ella en los paraísos fiscales. Pero tanto la corrupción económico-empresarial como la político-gubernativa hoy sólo son inteligibles desde la perspectiva de la corrupción sistémica que es la que efectivamente las genera y las hace inteligibles. La reprobable conducta de Henri Emmanuelli como tesorero del partido socialista, su procesamiento, condena y posterior vuelta triunfal a la política sólo se entiende en el contexto de un sistema político-económico que empuja a un militante honesto a transgredir la ley para cumplir su cometido político.

Silenciando los condicionamientos de un sistema que considera intocable Moisés Naim procede en una primera fase a la banalización de la corrupción para acabar cantando sus excelencias: la prosperidad coexiste hoy con niveles importantes de corrupción justamente en los países de crecimiento más puntero: China, India, Tailandia. Y ¿cómo vamos a descalificar un sistema que nos hace vivir y progresar? Lo que nos está diciendo el director de Foreign Policy es que en una época de competencia implacable, el moralismo compasivo no es de recibo. Naim da un paso más en el desmontaje no ya del modelo europeo sino occidental de sociedad. Hemos cancelado el pluralismo político instaurando el pensamiento único, hemos sectarizado los partidos, hemos convertido la política en ejercicio cratológico, hemos sacralizado las multinacionales, hemos acabado con el trabajo como fundamento de la actividad económica y base de su retribución, convirtiéndolo en un ejercicio precario para el sólo consumo, hemos cambiado los valores por los placeres, el esfuerzo por la trampa. Que a uno de los líderes ideológicos de los EE UU le parezca un deseable mal menor, tal vez pueda explicar el triunfo del fundamentalismo religioso en su país.

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