La célula 'yihadista' de Lavapiés
Los implicados en el 11-M se fueron radicalizando en España, con la que estaban resentidos
"¡Bravo por Amer, que ha ido a Afganistán a hacer la yihad!", gritó uno de los reunidos en la casa de Faisal Allouch, un marroquí de 34 años, casado y padre de dos hijos. El domicilio de Faisal, en el barrio madrileño de Villaverde, se convirtió desde el año 2000 en un centro de reunión esporádico de islamistas radicales que, mientras tomaban té y rezaban, hablaban con pasión de la yihad y de "héroes" como el muyahidin Amer.
Faisal es un inmigrante marroquí que llegó a España en 1996 con un visado de turista y montó un negocio de instalación de rótulos para tiendas, en su mayoría en el barrio madrileño de Lavapiés, un crisol de culturas con numerosos establecimientos de venta de ropa y complementos al por mayor. A la casa iban Jamal Zougam, Serhane Ben Abdelmajid, Abdenabi Chedadi, Mohamed Saf y Driss Chebli entre otros muchos.
La expresión favorita de Serhane el Tunecino, que estudiaba un doctorado en Económicas, era "justicia islámica"
El domicilio de Faisal Allouch se convirtió desde 2000 en un centro de reunión esporádico de islamistas radicales
El Chino fue clave para el atentado, ya que tenía la llave para lograr el material imprescindible: armas y explosivos
Los miembros de la célula se regocijaron con las imágenes del asesinato de siete agentes del CNI en Bagdad
Unas veces la excusa era celebrar el nacimiento de un niño; otras, presentar al nuevo imán de Toledo o escuchar al de Alcorcón. Abdul Berrak, un peluquero tangerino afincado en Lavapiés, recuerda así un sermón de este último: "Tienes que ser musulmán fuerte, no fumar, no tomar drogas, rezar como Dios manda, cinco veces al día y, cuando tengas fuerzas y seas capaz, ir a hacer la yihad en Palestina u otro país que necesite ayuda". Los reunidos leían el Corán y exaltaban la "guerra santa".
El bravo Amer al que recordaron aquel día era Amer El Azizi, un marroquí, de 39 años, traductor e informático, casado con una española y vecino de la calle del Nuevo Gobernador, cerca de la plaza de Las Ventas. Un tipo que, en el otoño de 2001, escapó de una redada de la policía en la que cayeron Imad Eddin Barakat, Abu Dahdah, un sirio de 40 años, casado con una española, y la mayoría de sus discípulos. Todos estaban en el punto de mira de la policía desde 1995, cuando les descubrieron repartiendo propaganda yihadista en la mezquita madrileña de Abu Baker, a espaldas de su imán, Riay Tatary. Algunos mantenían relaciones con los autores del 11-S y su restringido círculo de amistades en Hamburgo (Alemania).
Tras la caída de esta célula, la primera de Al Qaeda en España, algunos de los vigilados por orden del juez Baltasar Garzón como Jamal Zougam y Serhane, El Tunecino, siguieron libres porque no existían pruebas contra ellos, según fuentes judiciales y policiales.
Lejos de amilanarse por la detención de sus amigos, el grupo continuó con sus reuniones en la casa de Faisal y en Lavapiés, un barrio donde habían plantado sus raíces. Tomaban el té en el restaurante El Alhambra y rezaban en la mezquita de los paquistaníes, en la calle del Sombrerete, y en la peluquería de Berrak. A veces contactaban en las tiendas de ropa de los hermanos Chedadi, una familia de ocho hermanos dueños también de una pescadería en el mismo barrio. Al grupo se unió Rabei Osman, El Egipcio, un ex artificiero del ejército de su país, de 33 años, que venía de París y estaba estrechamente unido a Salman Al Auda, 52 años, una clérigo saudí, profesor de una universidad en Riad y referente ideológico de Osama Bin Laden. Desde el verano de 2003 las reuniones se multiplicaron.
El marroquí Zougam, 30 años, delgado, moreno y de pelo rizado, vestía vaqueros, chaquetas largas de cuero y conducía un Mitsubishi. Llegó a España en 1989 y trabajó como camarero en restaurantes hasta que logró montar su propio negocio, una frutería en la calle del Tribulete, en pleno corazón de Lavapiés. Luego abrió el locutorio Jawal Mundo Telecom, en el número 17 de la misma calle, y se asoció con Abdul en su peluquería.
Zougam era amigo del sirio Abu Dahdah, presunto jefe de Al Qaeda en España, y en el verano de 2001 sufrió un susto monumental cuando, al regresar de un viaje a Marruecos, comprobó que su casa había sido registrada por orden de Jean Louis Brugiere, un juez francés experto en terrorismo islamista. En su domicilio encontraron notas sobre Azizi, el muyahidin fugado, pero Garzón consideró que no había elementos suficientes para su detención. Azizi estaba entonces en contacto con uno de los pilotos suicidas del 11-S.
Serhane, El Tunecino, 36 años, no fallaba a las reuniones en la casa de Faisal, a las que acudía siempre en su Wolkswagen Golf azul marino. Vivía en el barrio de la Concepción desde 1997, salía con una francesa que conducía un Volvo y en verano le gustaba vestir pantalón corto. Creó una asociación de estudiantes musulmanes en la Universidad Autónoma de Madrid, donde estudiaba su doctorado en Económicas, y se mostró muy interesado por la religión. No fumaba ni bebía, pero por su formación universitaria parecía más abierto que los demás.
La detención de Abu Dahdah y sus hombres y su amistad con Mustafá El Maymouni, presunto dirigente del grupo Salafia Jihadia en España, cambiaron su vida. Serhane dejó sus estudios y se puso a trabajar en la inmobiliaria Arconsa, propiedad de un sirio. "Era un excelente vendedor de pisos. En un año batió todos los récords", recuerda un directivo.
El tunecino inició una nueva relación sentimental. Esta vez con la hermana de Mustafá, una adolescente que vestía de negro de arriba a abajo, tapaba su cara y cabellos con un pañuelo y aprendía a coser en el Centro Cultural Islámico de Madrid. "Mustafá era el guía o líder de Serhane", ha relatado al juez Juan del Olmo, instructor del 11-M, Mouhannad Almallah, un sirio de 41 años, fontanero y técnico en la reparación de lavadoras. "Mustafá decía que robar a los no musulmanes no era pecado", recuerda otro de sus amigos.
Serhane asistía con Azizi a las clases del Corán que les daba Moneir, de 44 años, el imán egipcio de la mezquita de la M-30, la segunda más grande de Europa. Pero se enfrentó a él. "¿Se puede cambiar por la fuerza a los gobiernos de los países musulmanes incrédulos?", preguntó un día al imán. "El Corán prohíbe usar la fuerza contra nada y contra nadie", le respondió el clérigo. "Se consideraba por encima del imán de la mezquita y le acusaba de no entender el Islam", asegura uno de sus íntimos.
El huido Azizi, el detenido Abu Dahdah, Serhane y otros de los que asistían a las reuniones en casa de Faisal consideraban al imán egipcio demasiado moderado. "No se puede rezar detrás de este imán", propagaban por Lavapiés y en la localidad de Leganés. Una idea muy similar tenían de Tatary, el imán de la mezquita de Abu Baker, en el barrio madrileño de Tetuán. Poco a poco se fueron alejando de ambas mezquitas.
En el verano de 2003, Serhane no ocultaba sus ideas a sus amigos. Entonces su frase preferida era: "Justicia islámica". El sirio Almallah, que lo conoció en la Escuela Oficial de Idiomas, fue testigo de aquel cambio. "Me hablaba de robar bancos, joyerías o entrar en comisarías de policía para matar a los agentes. Quería hacer algo importante debido a su fanatismo religioso. Buscaba dinero para sufragar atentados, viajar a Afganistán y hacer la yihad. Nos decía que no había que vivir en Europa. Que teníamos que ir que a Chechenia o Afganistán", confesó a Del Olmo.
Cuando Serhane expresaba esas ideas habían sido detenidos otros amigos, entre ellos su propio cuñado, Mustafá El Maymouni, capturado durante un viaje a Marruecos por su presunta participación en los atentados de Casablanca, en mayo de 2003, en el que murieron 45 personas. O Driss Chebli, 31 años, cuñado de uno de los hermanos Chedadi y otros de los asistentes a las reuniones en casa de Faisal. Chebli vivía en un piso de la madrileña calle de Rocafort junto a Said Berraj, ex muyahidin en Afganistán, al que la policía seguía la pista desde hacía años.
En el círculo de Serhane estaban también Basel Ghalyoun, 23 años, un sirio que vivía en la calle de la Virgen del Coro, junto al marroquí Fouad El Morabit. El primero había trabajado en un parque y como vigilante de seguridad, aunque aquel verano estaba en el paro. El segundo se había inscrito en 1999 en la Escuela Superior de Ingenieros Aeronáuticos de la Universidad Politécnica de Madrid, pero abandonó sus estudios y comenzó a trabajar en la construcción.
Ninguno de ellos sospechaba que un reducido grupo de policías de la brigada antiterrorista de Madrid les investigaba desde febrero de 2003, tanto en su casa como en un local que utilizaban para emitir películas sobre la yihad. Sus teléfonos estaban intervenidos, pero los radicales islamistas, escarmentados por las detenciones de Abu Dahdah, hablaban en clave o se comunicaban en la calle.
Los agentes emitieron varios informes al juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu, en los que definían a este grupo como una presunta célula de apoyo a Al Qaeda y describían sus actividades. "Los sistemas que utilizan para conseguir fondos son la sustracción de vehículos alquilados, que luego venden, y la falsificación de documentos", decía uno de ellos. Serhane, Zougam y Rabei Osman estaban también vigilados de forma intermitente por los hombres y mujeres de la Unidad Central de Información Exterior de la policía, el reducido equipo de 60 personas que había desmantelado en 2001 la célula de Abu Dahdah. Los mismos que advirtieron del enorme riesgo que implicaba la amenaza de Bin Laden a España. Pero estos últimos ignoraban el trabajo de la brigada antiterrorista de Madrid. No había coordinación.
Los agentes de las dos unidades no se enteraron de las intenciones declaradas de Serhane, que siguió confesando sus proyectos a algunos amigos. El sirio Basel Ghalyoun lo recuerda así: "Serhane nos decía que era mejor musulmán que nosotros y que iba a cometer un atentado en España. Pensamos que era una fanfarronada. Era partidario del 11-S y tenía amigos muy radicales como Mustafá [El Maymouni]".
El tunecino estudió en España gracias a una beca de un organismo oficial, pero no sentía deuda ni agradecimiento hacia el país que le acogió. "España es un país que está en contra de los musulmanes e inmerso en la guerra de Irak", decía a sus más íntimos. Fouad El Morabit, uno de sus conocidos, recuerda cómo le trasmitió Ghalyoun una frase inquietante de su amigo: "Dice que lo mejor que podemos hacer es abandonar Madrid porque va a ocurrir algo muy fuerte". Ghalyoun dice que pensó que era una "fanfarronada".
Serhane hizo esa confesión en 2004, poco después de intervenir en el alquiler de una finca en Chinchón (Madrid) propiedad de Mohamed Needl, un ex muyahidin en Bosnia detenido junto a Abu Dahdah. La casucha se puso a nombre de Youssef ben Salah, un documento falso que utilizaba Jamal Ahmidan, El Chino, un conocido traficante de drogas marroquí. Un tipo que utilizaba 14 identidades diferentes y frecuentaba el barrio de Lavapiés. Un delincuente que tras permanecer preso en Marruecos por un asesinato regresó a Madrid convertido en un ferviente yihadista. Dejó el tabaco, el alcohol, cambió su forma de vestir y se unió al grupo del Tunecino. "Desde que volvió casi siempre hablaba de religión y de la yihad", recuerda su primo Hamid.
Las reuniones en casa de Faisal, el hombre que ha puesto los rótulos de decenas de tiendas en Lavapiés, y los encuentros en el piso y el local de la calle de la Virgen del Coro se trasladaron a la casucha de campo. Casi todos estaban envalentonados por la fetua (edicto religioso) de Bin Laden de octubre de 2003. Un discurso en el que el jefe de Al Qaeda colocó a España entre sus objetivos por su apoyo a la guerra de Irak.
En alguno de aquellos encuentros, Serhane y los suyos se regocijaron con las imágenes del asesinato de los siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) en Bagdad cuando apoyaban el despliegue de las tropas españolas en el país ocupado. Las vieron una y otra vez en un ordenador portátil de los hermanos Mohamed y Rachid Oulad, otros dos marroquíes que se habían unido a la célula junto a Abdennabi Kounjaa, Abdalá, un inmigrante de 29 años que trabajaba como temporero en pueblos de la ribera de Navarra. Otro fascinado por la yihad.
En enero de 2004, Abdennabi Chedadi regresó de un viaje a la Meca con una botella de agua de diez litros. La llevó a la peluquería de Berraj en Lavapiés, donde continuaban las reuniones para rezar y exaltar la yihad. "Al que ofrece el agua se le quitan los pecados", ha explicado el peluquero al juez. Los demás la bebían para purificarse.
Algunos, como el egipcio Rabei Osman, se marcharon porque se sentían vigilados por la policía, pero al grupo se incorporó un personaje al que muchos ya conocían y que se convirtió en el emir de la célula. Era Allekema Lamari, Yasin, un argelino de 39 años que había salido de la cárcel en junio de 2002 por un error judicial, tras cumplir cinco años de una condena de nueve por su pertenencia al Grupo Islámico Armado (GIA). Un tipo que se ganó el respeto de todos y tomó las riendas de la célula. Según diversos testimonios, era "el más loco de todos".
El CNI y la policía seguían la pista de Lamari en aquellas mismas fechas. Un confidente en Valencia confesó a los espías que, según decía el argelino, se iba a producir un gran atentado en España "con un suicida o un coche bomba". Desde noviembre de 2003, agentes de ambos servicios intentaban localizarlo en Madrid y en la costa este del Mediterráneo, pero no lo conseguían.
La incorporación de Jamal Ahmidan, El Chino, al grupo fue clave para sus planes. El traficante de drogas reconvertido en un exaltado salafista tenía la llave para lograr el material imprescindible para el ataque: armas y explosivos. Ahmidan era amigo del marroquí Rafa Zohuier, un portero de discoteca de 25 años que frecuentaba el restaurante árabe El Alhambra con prostitutas de países del Este. Un personaje sin escrúpulos que posaba como modelo de ropa interior, practicaba artes marciales y traficaba con armas. Cuando El Chino mostró al grupo los dos subfusiles Sterling británicos y un CZ checo que logró gracias a su amigo, todos comprendieron que ese contacto iba en serio.
Zohuier le había confesado a El Chino un secreto más importante: a través de Antonio Toro, un amigo que había conocido en la cárcel de Villabona, conocía a un ex minero asturiano que vendía Goma 2. Era José Emilio Suárez Trashorras, 29 años, un delincuente "trastornado mental", según aseguran sus propios amigos, que cobraba una paga de invalidez de 150.000 pesetas y trapicheaba con drogas y explosivos.
En el otoño de 2003, El Chino y los asturianos se habían reunido en Madrid, en un Mac Donalds, para hablar de la compra de explosivos. Jamal Ahmidan ignoraba que Zouhier era confidente de la Guardia Civil y el ex minero chivato de un inspector de estupefacientes de la policía de Avilés. Se habían metido en la boca del lobo. La célula de Al Qaeda estaba agujereada como un queso de Gruyère. Pero sus miembros no lo sabían. Serhane, El Tunecino, continuaba obsesionado con su frase preferida: "Justicia islámica".
Con información de José María Irujo, Luis Gómez, Jorge A. Rodríguez, Francisco Mercado, Miguel González y Elsa Granda.
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