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MODA | ESTILO DE VIDA

Un icono incombustible

Kate Moss es una de las modelos más famosas del mundo. Pero no sólo eso. A los 31 años, esta mujer, que siempre ha roto con lo establecido, se revela como la modelo más controvertida y longeva mientras su nombre ocupa por igual titulares en las páginas de arte y en las de cotilleos.

Eugenia de la Torriente

La historia de Kate Moss es una continua y monumental paradoja. Para empezar, ¿cómo puede la modelo más controvertida ser la más incombustible? Y es sólo una de las contradicciones con las que carga el mito de una modelo que jamás ha encajado en nada y que lo ha representado todo. Una modelo famosa por sus excesos, a la que no dejan de pedir su cara pulida para vender cualquier producto, que aun así bracea por conseguir la eternidad de la mano del arte.

La paradoja Moss se explica por sí sola leyendo los titulares que genera en la prensa británica en una semana cualquiera. En The Observer, el 30 de enero de 2005, la noticia era la salida a subasta en Christie's del retrato que de ella pintó en 2002 Lucian Freud y que se vendió el 9 de febrero por 5,89 millones de euros. Una obra de arte. En The Independent, el 6 de febrero de 2005, su cara era el reclamo de "la nueva decadencia". Una pieza de sensacionalismo nutrida por su relación sentimental con el músico Pete Doherty. Doherty es a los 25 años un ídolo en el Reino Unido que despierta tanta atención por sus canciones al frente de Babyshambles y los extintos The Libertines como por sus diversas y confesas adicciones y sus devaneos carcelarios.

Moss, que acaba de cumplir los 31, también ha tenido su ración de adicciones. De hecho, el único lapso en su carrera se produjo en 1998, cuando ingresó en una clínica de rehabilitación y no se cansó de hacer declaraciones sobre su odio a la industria (en Time Out, en Vogue). El punto más bajo de una carrera que se inició 10 años antes, recién cumplidos los 14 años. Con los dientes torcidos, una altura escasa para su profesión y pinta de niña raquítica, pocos apostaban por su futuro en la era de las supermodelos de cuerpos olímpicos y sonrisas impecables. Pero la enclenque británica se hizo un hueco. Fue la musa de Calvin Klein durante ocho años, protagonizando sus campañas con el pelo sucio, su frágil desnudez y su imposible menudez. En los años noventa, de la mano de Corinne Day (quien la fotografió con la risa rota, en top less y con plumas de india en su primera e icónica portada en The Face), Kate fue el símbolo de una nueva y denostada estética: algo sórdida, con la pátina sucia de la realidad e increíblemente nueva. Apasionadamente enfrentada a la hipócrita perfección que la publicidad y la moda vendían en los años ochenta. Nadie creía que la pequeña Kate pudiera hacer mucho más que anuncios de champú para pelo graso, pero ella se creó su propio espacio y se convirtió en la musa de la modernidad, ganando a las top models en su propio terreno: las divinizadas fotografías de Avedon para Versace y las lujosas portadas de Vogue USA o Harper's Bazaar.

Kate fue minúscula cuando todas eran estatuescas, y carnosa cuando todas eran enjutas. Así reapareció en 1999. Mostrando una desconocida plenitud en las páginas de Vogue París, en el desfile de Gucci y su correspondiente campaña publicitaria para el verano de 2001. Como una Marilyn Monroe posmoderna, teñida de rubio platino, con la cara ancha y los brazos blandos. Pero desde aquella fulgurante reaparición, Kate ya no ha vuelto a desaparecer. Alternando campañas masivas y lucrativas (anuncia los perfumes Coco Mademoiselle, de Chanel, y Anaïs Anaïs, de Cacharel, y los productos cosméticos Rimmel y L'Oréal) con las de las marcas de lujo (de Burberry a Louis Vuitton, pasando por Chanel o, esta primavera, Dior) ha conseguido amasar una fortuna que en 2003 The Sunday Times cifraba en unos 17 millones de euros. Y convertirse en la más rica modelo británica.

Y todo ello sin olvidar el necesario liderazgo que le otorga trabajar con medios y fotógrafos de postín. En 1995 se publicó un libro que recopilaba sus fotografías favoritas, titulado simplemente Kate. Y en septiembre de 2003 protagonizó un despliegue sin precedentes en la revista W: nueve portadas diferentes, más de 40 páginas en el interior y hasta 15 artistas y fotógrafos distintos encargados de reflejar su propia impresión de Kate. Porque hay muchas posibles Kates. Ella apenas concede entrevistas y a menudo son otros los que hablan de ella. Músicos, pintores, diseñadores… todo el mundo parece tener algo que decir sobre Kate. Sobre la imagen de Kate. Ya en 2000 la edición británica de Vogue la utilizó como lienzo en blanco para que siete jóvenes artistas trazaran su versión del mito.

Aunque pocas visiones hay de ella comparables al cuadro de Freud. Embarazada, tendida en la cama y diametralmente alejada de la imagen de Moss que nos devuelve una publicidad cualquiera. Una nueva Kate. Otra Kate. Y sólo la segunda modelo que el pintor de 83 años ha aceptado retratar en toda su carrera a pesar de haber declarado que no le gusta hacerlo "debido a que han creado otra piel porque han sido demasiado observadas", según recogió The Guardian en 2002. Un nuevo hito. Otro para Kate.

Lleva 16 años trabajando como modelo. Ha sido madre (su hija tiene dos años) y protagonista de una vida frenética. Lo bello y lo maldito se tituló la fiesta que en enero de 2004 dio para celebrar su 30 cumpleaños. Porque la más bella y la más maldita ha sido ella. La única capaz de equilibrar durante casi dos décadas todos los opuestos, todos los contrarios, todos los irreconciliables. Y ella sigue engrosando la leyenda. Una fotografía suya en la playa tomada por Herb Ritts es la última entrada de la Historia de la belleza que recientemente ha publicado Umberto Eco. Puede que sea un símbolo de la belleza, el ideal de un tiempo, pero ella tampoco parece querer tomárselo en serio. La paradoja Moss. Se cuenta que cuando, en 1998, conoció a Fidel Castro, éste le espetó: "Tú también eres una revolucionaria". Y Kate contestó: "Tal vez porque soy baja".

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